Ejercitar. El sesgo sexual en la crítica literaria. Con qué tipo de persona en realidad preferiría acostarse el crítico.

E. M. Forster, Diary, 25 de octubre de 1910

 

Veinte años atrás, en París, mucho antes de que como ustedes dirían me conociera a mí mismo, un compañero de estudios me contó que había visto a Roland Barthes paseando una noche por el Saint Germain Drugstore. No podía tratarse del mini centro comercial de estilo estadounidense donde a veces pasaba malos ratos intentando satisfacer mi paladar –también de estilo estadounidense, para desgracia de mi autoimagen– con una hamburguesa o un helado. Pero pensándolo bien: ¿qué mejor escena para Barthes que este curvado y bien distribuido espacio de ensueño, donde la densidad de la mercancía, la publicidad y las masas anónimas de clase media deben haber constituido un intenso estímulo para sus reflexiones sobre el estatuto del signo en la sociedad de consumo? Aunque al frecuentar el Drugstore de noche (como comencé a hacer poco después de enterarme de esto) puede que inicialmente haya albergado la esperanza de ver a Barthes, finalmente me contenté con hacer de Barthes, experimentando este promiscuo emporio como imaginaba que él podría haberlo hecho: en un momento, las distintas demostraciones de opulencia provocarían mi airada indignación imitativa con su repulsiva evidencia de mito burgués en el proceso de naturalizar un opresivo sesgo de clase; al siguiente, se prestarían para mi distanciada apreciación imitativa en tanto relajados significantes arrimados sin ninguna otra jerarquía más que aquella siempre flexible instituida por el deseo, cuya única trayectoria en todo caso se asemejaba a los desfiladeros de un laberinto. No estoy seguro de cuándo, cómo o incluso si acaso entendí que otros disfrutaban de merodear por allí por las tardes tan frecuentemente como yo, pero renuncié al hábito –para hacer justicia al énfasis de mi renuncia, se podría decir que lo dejé– poco después del momento en el que uno de tales flâneurs, que difícilmente podía tener prisa, considerando cuántas veces ya nos habíamos cruzado, y cuya determinación por mostrarse amistoso hacía suponer, al contrario, que contaba con todo el tiempo libre del mundo, me detuvo –Monsieur!– y dijo, casi como si no se tratara en absoluto de una pregunta, avez-vous l’heure?

En Berkeley, durante la primavera de 1988, cuando ya sabía qué hora era, o al menos ya me había familiarizado con el leurre de tales preguntas, estaba preparando mi primer viaje a Japón. Si bien no pude evitar tomar El imperio de los signos de Barthes como punto de partida (en absoluto el único, y ni de cerca tan importante como, por ejemplo, mi relación con Ben o Robert), fue principalmente en el sentido preciso de querer apartarme de ese texto, de su itinerario intelectual de sillón. Mi agresiva intención buscaba validación menos en el curso de japonés para principiantes que acababa de terminar con suficiente éxito como para asegurarme que, a diferencia de Barthes, no visitaría Japón totalmente sans parole, que en la guía Spartacus que había conseguido para ayudarme a explorar la extensión total del “Tokio gay” permitida a los ojos occidentales. Y como mi conocimiento de los kanji era limitado y las calles secundarias de Tokio suelen de todos modos no estar señalizadas, en mis preparativos de viaje di tanta prioridad a la memorización de los puntos de referencia de Shinjuku Ni-chōme que aparecían en el mapa de la guía Spartacus como a decidir qué colores (“prohibidos”, como me gustaba pensarlos a partir de Mishima), en qué combinaciones, podría usar en mis excursiones allí, o a la esperanzada adquisición de lo que Barthes había reconocido como “el único vocabulario que importa” para los viajeros. Afilando la competencia sexual que sentía al pronunciar para mí mismo –sin importar cuán dudosamente– las palabras japonesas para tipo (taipu), verga (o-chinpo) y forro (kondomu), quizás con algo de la misma excitación con la que Emma Bovary se solazaba al murmurar “J’ai un amant, un amant”, recordaba cuán empobrecida parecía ser la propia práctica de Barthes de este vocabulario: tal vez, imposible, exhausto, quiero dormir eran las principales posibilidades que registraba – solo faltaba jaqueca, sentía, para completar la patética imagen del “homosexual” (por una vez el esterilizado y esterilizante término era adecuado) que en efecto carecía de sexualidad, que en todos los sentidos que cuentan no tenía sexo. De modo que me indigné cuando, releyendo El imperio de los signos justo antes de mi partida para apreciar mejor la distancia que ya había marcado con respecto a su jurisdicción, noté que Barthes, escribiendo sobre esos dibujos improvisados mediante los cuales los habitantes de Tokio dan direcciones a los extranjeros, ilustraba el fenómeno con el boceto de un mapa de la misma zona de Shinjuku Ni-chōme que yo recién había memorizado. Siete voi qui? podría haber dicho, con toda la estupefacta indignación de Dante Alighieri cuando encontró a su mentor Brunetto en aquel bar del West Village.

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De las muchas maneras en que es posible interpretar estas dos anécdotas, permítanme aislar el carácter ominoso con el cual experimenté el vínculo entre la escritura de Barthes y la práctica de la sexualidad gay, la suya o la mía: como si nada pudiera ser más extraño al seguir la pista de este escritor en particular (de cuyo ser comme ça yo tenía no obstante un conocimiento tan antiguo que antecedió y sin duda incluso preparó mi conciencia de ser yo también “así”) que verse arrastrado a la compañía de prostitutos – misma compañía a la que el propio Barthes solía recurrir, como más tarde me enteraría con sorpresa (en “Soirées de Paris”). A menos que fuera más extraño aún el funcionamiento totalmente predecible de esas leyes de la farsa francesa que decretan que incluso en los eficientes hoteles del amor de Tokio yo avistara a través de una puerta abierta al otro lado del corredor a la persona con la que menos esperaba encontrarme, retozando salvajemente con su pareja en el futón. Por íntima que demostrara ser esta conexión de la escritura de Barthes con la sexualidad gay, el vínculo era tan discreto que parecía emerger solo en las tímidas o desafortunadas intermitencias de lo que en esas circunstancias yo difícilmente podía pretender reducir a su simple represión. ¿Qué podría significar para mí, levantando la represión, señalar y articular este vínculo por él? Carecía simplemente de la ventaja epistémico-erótica de la que gozaba la teórica no gay del closet (Sedgwick) o el practicante gay del outing (Signorile). Cualquier conocimiento que fuera capaz de producir de un Roland Barthes “gay” no podría evitar ser un conocimiento entre nosotros y de nosotros dos, modelado en las prácticas y relaciones, reales y fantasmáticas, de la comunidad gay, y a través de las diferentes inflexiones que a tal comunidad dan, por ejemplo, la nacionalidad y la pertenencia a una generación. Tanto mejor: ¿por qué, después de todo, había llegado a interesarme saber que Barthes –o cualquier hombre, para el caso– era gay, sino porque tal información llevaba a la fantasía la posibilidad de mitigar un pesimismo erótico al producir con él, contra él, una sexualidad que se había vuelto “nuestra”? Lo que más buscaba, o lo que más busco ahora, en la evidencia del ser-gay [gayness] de Roland Barthes es la oportunidad que me brinda para poner en escena esta relación imaginaria entre nosotros, entre esas líneas en las cuales se podría pensar que cada uno de nosotros al escribirlas ha puesto el cuerpo, para modelar así una intimidad con un escritor al cual (sobre todo cuando se trata de la escritura) de otro modo sería incapaz de tocar. Barthes, desde luego, lleva ya unos diez años muerto, ¿pero quién –en particular, en esta época, qué hombre gay– podría llegar a pensar que la muerte de alguien detuvo alguna vez la elaboración de la fantasía de alguien más sobre él? (En la casa de Joe, tras su funeral, busqué la copia de Fragmentos de un discurso amoroso que le había dado. No estaba en su estante. ¿Había Joe, de todas las cosas la más improbable, de todas las cosas la más deseada, comenzado a leerlo? ¿Lo había prestado o derechamente se lo había dado a alguien? ¿A quién?). Este ensayo propone un álbum de momentos –tal vez apenas lo suficientemente completo como para ser representativo– de lo que el periodismo podría llamar mi “encuentro homosexual” con Roland Barthes: respuestas a un puñado de nombres, frases, imágenes, temas (todos inscritos en su texto, hayan sido o no escritos en estricto rigor por él) que me brindaron la oportunidad de evaluar “entre nosotros” problemas particulares que deben –así como también proyectos particulares que podrían– informar una posición de escritura gay. Y aunque pretendo relatar este encuentro principalmente en la forma y el idioma de la crítica literaria, no hay razón para suponer que una relación tan larga y en su mayor parte fantaseada, sin importar cuánto de admiración pueda haber en ella, estará en algún momento exenta de las usuales vicisitudes de la adulación, la agresión, la ambivalencia. Pero a menos que se busque aburrir o generar terror con una “imagen positiva”, puede que tampoco haya razón alguna para desear esa exención.

Ojos japoneses

Ante el misterio de la atracción que Eric generaba en otros hombres gays, atracción cuya fuente yo encontraba tan desconcertante como sus efectos eran indiscutibles, Robert confiadamente propuso esta respuesta: el tamaño de su verga. Tratando de desestimar esa explicación tan burda, recurrí al escepticismo: ¿y cómo él, que apenas tenía una relación más íntima con Eric que la que tenía yo, podría saber eso? En el proceso de enumerar inferencias recogidas diversamente de la etnicidad, el tipo de cuerpo, etcétera, de Eric, Robert se interrumpió, sencillamente exasperado con este modo de razonamiento y con el interlocutor que parecía necesitarlo: “David: tienes que observar”.

La práctica escritural de Barthes nunca desafía de manera más directa nuestras ideas sobre la inscripción del cuerpo que cuando en El imperio de los signos se atreve a mirar a los japoneses a los ojos, ojos que han sido el referente favorito de los insultos racistas a los cuerpos japoneses y asiáticos. En la actualidad, el liberal blanco occidental típicamente se abstiene de prestar atención alguna al cuerpo del racialmente otro, bajo el supuesto de que dicha atención no puede prestarse sin repetir o de algún modo reforzar la abusiva mitologización de dicho cuerpo. Con este paradójico resultado: el respeto del blanco liberal occidental por el racialmente otro toma la forma de la negación de su cuerpo, cuyas especificidades son entregadas sin dar batalla alguna al racismo que, por su parte, está más que dispuesto a describir este cuerpo concretamente, pero solo para justificar, mediante la burla, la agresión cultural a menudo institucionalizada contra él. (Ya en Mitologías Barthes notaba la pobreza del mito en la izquierda, la que, como resultado, afirmaba, nunca podría alcanzar “la vastísima superficie de la ideología ‘insignificante’” sobre la que las relaciones humanas se inscriben en la vida cotidiana). En su voluntad de escribir sobre el lugar mismo del estereotipo racista, entonces, el texto de Barthes sobre “el ojo japonés” también rompe con la reticencia liberal cuya vergüenza afirma sin saberlo dicho estereotipo. Cualquier intento de hacer que la operación de la sexualidad de Barthes sea marginal con respecto a esta iniciativa sería simplemente dejar que otra versión de esa reticencia caiga sobre la diferencia del otro. Totalmente falto de esa defensa liberal que en su protección de “ellos” está aún más preocupada de establecer la humanidad del propio defensor, Barthes escribe a partir de su evidente placer en los cuerpos, rostros y ojos japoneses, sobre los que posa su propia mirada de amor. Esto inevitablemente significa que el ojo japonés se configura en términos de escritura – es decir, como instancia de un preciado proceso significante que ningún sentido puede jamás anular o detener. “Caligrafiada” en la anatomía como un carácter ideográfico, según un modelo que no es “escultural sino escriptural”, este ojo suspende la “jerarquía moral” y encarna la “relación sin secretos de una playa y sus hendiduras”; guarda la posibilidad de una euforia que surge no solo de “esa variación, esa diferencia, esa síncopa que es […] la forma vacía del placer”, sino también, siguiendo la deriva del eros barthesiano ya comentado, de la promesa de una cierta distensión (por decirlo así, un después) realizada en la facilidad de “la caída en el sueño” del ojo.

Esta “escritura”, en la que la práctica escritural del propio Barthes casualmente encuentra su ideal, no ofrece exactamente una interpretación de los ojos japoneses, en el sentido de fijarlos en un sentido decidido y de fácil circulación que difícilmente podría evitar ser un instrumento de dominación. Tampoco es que produzca una descripción de estos ojos contándonos cómo lucen. Ante una orientación en esencia plástica, a partir de la cual el acto estético de componer el cuerpo del racialmente otro ofrece nada más que un consuelo, por no decir una justificación, para una tendencia cultural menos agradable a considerarlo descartable, el texto de Barthes prefiere una modulación continua del significante, un desplazamiento constante de los términos, que en passant aligera todo el peso, reduce toda la viscosidad, de la atribución. (Cierta sensación de humillación con respecto a mis propios ojos fue revocada en el momento en que Anita produjo para mí otra palabra que la que yo usaba habitualmente para describirlos: una palabra que, por decirlo así, solo les daba una ojeada). Uno podría desde luego querer hallar en el rechazo de la interpretación el mito residualmente reciclado de la inescrutabilidad, y en el rechazo de la descripción, la negación característica del fetichismo, pero al hacerlo uno también podría querer reflexionar sobre la tendencia de tales descubrimientos a reafirmar el carácter irresistible del imaginario racista, al cual un cierto entusiasmo en reconocer sus signos podría asimismo rendirse.

Escribiendo el ojo japonés, que es él mismo escritura, Barthes enuncia una ética cuyo primer destinatario sería mejor pensar como esos hombres gays, entre los que se cuenta él mismo, cuyas intimidades atraviesan –y son atravesadas por– la construcción blanca y occidental de la raza. Su placer y la condición de este placer, lejos de ser reprimidos o enmascarados, se vuelven el motivo visiblemente activo de un discurso que busca hacer algo más que solo dar testimonio de la inevitabilidad del “sexo” entre razas. En el caso en cuestión, el deseo fundamental de este discurso casi podría parecer anticipado por el poder económico –por consiguiente, ya más que económico– de Japón para lograr figurar en el discurso occidental como ese país no blanco, no occidental, en el cual es posible conceder una mirada lateral, como entre iguales. Esa mirada es lo que Barthes busca, lo que emplea al mirar al ojo japonés, que posee “el rasgo inclinado de una larga coma pintada” – o como leemos en su francés, “couché”, recordándonos cómo la posibilidad de esta lateralidad y de su implícita reciprocidad se duplica en una homosexualidad que por definición neutraliza la jerarquía de género, y que por ello está bien dispuesta a soñar con que puede suspender también el funcionamiento de otras jerarquías. (John, más alto que yo, nunca era tan encantador como cuando me aseguraba: “Esa es la razón por la que las camas se ajustan”).

Pero por necesario que sea soñar la lateralidad para poder realizarla, esa misma necesidad debe hacer de ella hasta cierto punto una proyección utópica, un alto al fuego declarado en medio de hostilidades que simplemente no cesan. Toda utopía secreta signos del conflicto que desea abolir; mientras la visión utópica anime, en vez de reemplazar, el trabajo de llevarla a cabo, estos signos deben ser leídos. Aquí, el problemático grado de la extrapolación utópica puede medirse por la distancia entre dos imágenes que cohabitan en la misma página de El imperio de los signos. Una es una fotografía del propio Barthes aparecida en un periódico japonés, “sus ojos alargados y sus pupilas ennegrecidas por la tipografía nipona”; la otra es un lustroso retrato de estudio del actor japonés Teturo Tanba, quien “‘citando’ a Anthony Perkins, pierde sus ojos asiáticos”. Los ojos japonizados de Barthes se encuentran con los ojos occidentalizados de Tanba, en lo que en apariencia se nos ofrece como un intercambio literalmente perfecto, por perfectamente literal, de miradas. Pero esta fantasmagoría pacifista del “ojo por ojo” se esfumaría considerablemente de cualquier visión que se acercara lo suficiente para ver el blanco de esos ojos; es decir, para ver cómo el igual estatuto de los socios comerciales es contradicho por la blefaroplastia de Tanba, una operación quirúrgica en el cuerpo del actor para la cual la fotografía meramente alterada de Barthes difícilmente constituya un equivalente, salvo para la sensibilidad posmoderna que nunca parece más imperialmente occidental que cuando Barthes apela con ligereza a ella (“¿Qué es, entonces, nuestro rostro sino una ‘cita’?”) para no considerar la evidente preponderancia de las normas corporales occidentales.

No se trata entonces de salvar al texto de Barthes de su inscripción en el poder por medio de su inscripción en el placer, o viceversa, sino de asegurar para la discusión de su texto el reconocimiento de hasta qué punto el placer y el poder invisten todo proyecto representacional y posición escritural. Las numerosas explicaciones producidas para el público estadounidense durante la última década sobre “el desafío” de ese ofensivo oxímoron, el “gigante japonés”, son al menos tan abundantes en fantasías sobre el cuerpo japonés como El imperio de los signos. Pero esas fantasías, nunca dispuestas ni forzadas a reconocerse como tales, son proporcionalmente menos susceptibles a ser negociadas, pese a que implican a ambos socios en una erótica mucho más volátil. Recuerden este aspecto de la reprobación de Jesse Helms de algunas famosas fotografías de Mapplethorpe: no son lo suficientemente racistas. “Existe una gran diferencia entre El mercader de Venecia y una fotografía de dos hombres de distintas razas […] sobre una mesa con cubierta de marmol”. Y tiene razón: una representación antisemita, incluso una no firmada por Shakespeare, está tanto más en casa en nuestra cultura que una imagen de hombres negros y blancos juntos –los lleve o no su abrazo al punto de profanar la más aceptablemente moteada pieza central del salón de estar de clase media– que sería prematuro reducir la fuerza y el valor de tal imagen a las reservas que, por otra parte, es difícil no tener con respecto al clasicismo falsamente sereno de Mapplethorpe cuando se encuentra con los cuerpos de hombres negros. Además, como la agitada respiración de Helms lo dejaría en claro incluso si la fotografía en cuestión existiera (no existe), el senador ya ha imaginado con lujo de detalles las posibilidades sexuales entre hombres “de distintas razas” mucho antes siquiera de escuchar el nombre de Mapplethorpe o de metastizar ese nombre en la fantasía –evidentemente demasiado candente como para ser manipulada salvo por el toque más protector– de una cubierta dura como el mármol. Un silencio supuestamente prudente sobre el cuerpo del otro nunca significa que las diferencias entre las razas (o las clases, o los géneros, incluido lo “neutro”) dejen en algún momento de ser pensadas, fantaseadas, erotizadas, habladas: simplemente despoja a estas diferencias de toda tradición de articulación salvo la más pesada (inmovilizadora, intratable), aquella amasada por el prejuicio. Entre ese discurso vociferante y el frígido silencio liberal, los hombres gays conocen una suerte de tercer término, con lo cual me refiero a ese fascinado discurso sobre el cuerpo masculino que informal pero incesantemente se habla en bares y habitaciones, entre amantes o amigos, un discurso que con su meticulosa observación y múltiple fetichización articula hasta el más casual de los escarceos amorosos. Si en virtud de su atención excepcionalmente matizada este discours amoureux difícilmente puede evitar observar los rasgos que dan cuenta de la raza, tampoco puede evitar producir más y más sutiles discriminaciones que el que ese tipo de discriminación –simplista, obvia, final– puede llegar a manejar. Debo a este generoso (paciente además de abundante) discurso el hecho de haber sido confundido dos veces por Yoshi: una vez por Eddy en el gimnasio, la segunda vez mucho después por el propio Yoshi, cuando mirábamos un álbum fotográfico juntos. La primera ocasión la arruinó para mí la inmediata jocosidad de quienes escucharon a Eddy cometer el error o relatarlo más tarde; según la regla de que nada reconoce más la semejanza entre las razas que las diferencias al interior de ellas, solo cabía pensar que el ojo célebremente agudo de Eddy había tenido una visión. En el segundo caso, en parte debido a la misma rapidez de la respuesta, soy incluso menos diestro ahora que en aquel entonces cuando se trata de dar un semblante decente a mi satisfacción.

 

En:

D. A. Miller
Roland Barthes fuera del closet
Trad. Rodrigo Zamorano
Palinodia
2024
80 pp.