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“Esto es lo que aprendí de la literatura chilena. Nada pidas que nada se te dará. No te enfermes que nadie te ayudará. No pidas entrar en ninguna antología que tu nombre se ocultará. No luches que siempre serás vencido. No le des la espalda al poder porque el poder lo es todo. No escatimes halagos a los imbéciles, a los dogmáticos, a los mediocres, si no quieres vivir una temporada en el infierno. La vida sigue, aquí, más o menos igual”
Roberto Bolaño, Entre paréntesis
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Hace once años, o doce, no, ya van trece, leímos las novelas de Bolaño —no todas, por cierto— con fruición, mientras nos encontrábamos con mi compañera en Barcelona. En ese tiempo sentía que era una deuda de lectura, esas que uno anota en su lista imaginaria. Los detectives salvajes fue una experiencia rápida, intensa, compulsiva; era como una película policial de poesía. También en esos años leímos Estrella distante y El nocturno de Chile, los cuentos de Las putas asesinas, y alguno que otro ensayo crítico. Gran parte de estos libros están perdidos, algunos al parecer regalados, y otros quedaron en la casa donde vivíamos en un pueblito de Cataluña. Quizás también estaba Una novelita lumpen, la que menos tenía presente de las lecturas de Bolaño. Para hacer memoria tuve que volver a leerla para esta presentación de Il futuro, de Alicia Scherson. Ni siquiera sé si la dejamos en España o la regalé a un amigo peruano. A diferencia de El palacio de la risa, de German Marín, que recuerdo exactamente a quien se la regalé, esta nouvelle lumpenesca quedó rezagada.
Bolaño me había dejado un malestar, una especie de hartazgo. Aparece mencionado por la voz del narrador de un cuaderno-bitácora que escribí con gráficas, mapas intervenidos, personajes de letras y cruces de calles. Algo del tono de Bolaño me despertaba un desagrado, una alimentación de los prejuicios que el “primer mundo” tiene sobre el salvaje espacio latinoamericano, a diferencia de la escasa alusión de Bolaño a los huevos de la serpiente en Barcelona; ese “nacionalismo” conservador y prejuicioso que emergía en algunos vecinos del pueblito, y que ahora irrumpe como extrema derecha global. No muy distinto, en todo caso, a lo que sucede hoy en Chile. Quizás ese hartazgo provenía de este exotismo de lo horroroso.
También, ¿cómo decirlo?, una suerte de “autoritarismo”, mezclado con frases grandilocuentes, que al autor le gustaba esgrimir en su vuelta a Chile. Un afán canonizador; un tono de “primer mundo” con observaciones estereotipadas y, hasta cierto punto, efectivas para una política de meme. Una queja velada, a su vez, por la perenne falta de reconocimiento en el país. Un escritor que les venía a contar lo que era la verdadera literatura a los chilenos. Estoy cayendo, por cierto, también en estereotipos. Pero tal vez ese malestar no provenía exactamente de su escritura o sus dichos altisonantes. Hay que reconocerlo: este autoritarismo le permitía mostrar los lugares comunes que repetían los refocilados intelectuales de la plaza y las monsergas místicas de algunos agentes culturales. Un rasgo subversivo que siempre se goza.
Quizás el malestar se trate de otra cosa: una forma de sensibilidad Bolaño heredada en sus hijos literarios, que creían —o todavía creen— encarnar sus personajes, reiterando el tono, la ampulosidad de frases dictatoriales sobre la poesía o la literatura correcta o, peor aún, una narrativa de campo cultural. Una zona de pureza, ingenua y bella, de escritores de mi generación que se reconocían desde antes como buenos y auténticos. La consecuencia es lamentable, poetas que no pudieron escribir, destrozados y malheridos. ¿Cuánto de lo bueno y lo malo no ha sido revertido hacia ellos? En el fondo, es una pena. Parece que la operación de autenticidad se transforma en un modo de conformar una política de la pureza. ¿Una banalidad de la subversión? Paradojas de la historia: Roberto Bolaño es un pensador sutil acerca del trabajo del mal, su literatura trama los modos en que la “barbarie” crece dentro de los subterráneos de la “cultura”; ofrece una aguda mirada sobre cómo las artes asoman atravesadas por las pudriciones de la voluntad, por los usos y abusos de los cuerpos, las listas canónicas que han requerido de transacciones entre curas y poetas para construir el “campo cultural” chileno, o cómo la civilizada Europa compra paquetes de turismo sexual en el tercer mundo. Esta capacidad escéptica de Bolaño de captar la negatividad contrasta con la mudez de los estereotipos.
Por lo que pude averiguar, el esbozo de las versiones preliminares de Una novelita lumpen iba a ser ambientada en Barcelona. Como fue un encargo de Editorial Mondadori a diferentes narradores, a Bolaño le habían sugerido El Cairo pero prefirió ubicar la historia en Roma. La extranjería de los personajes —que la película ficciona con los adolescentes como migrantes chilenos— reviste ya un rasgo sugerente con el título: el lumpen es el desclasado, aquel que no guarda lealtad o no se integra al proletariado, como lo enumera y describe Marx en el 18 brumario. El lumpenproletariado, despreciado por el filósofo, es el material poético con el que Baudelaire escribe Las flores del mal: lo no visto en la sociedad, lo infravalorado como subcultura, la bohemia desarticulada, el residuo de la ciudad luz.
Con la mordacidad típica de Bolaño, Una novelita resuena a socarronería, y si se le da una vuelta más, crea la imagen del escritor que debe vender su obra como una prostituta (a Bolaño que, al parecer, le encantaba la palabra puta, es la primera imagen que le aparece en el avión cuando vuelve a Chile); el escritor biográfico de esta novela vende su fuerza de trabajo como una mercancía; como soñó Baudelaire en sus últimos años: lograr escribir por encargo. Una delincuente, no una puta, dice Bianca —la protagonista— ya mayor, contando su historia juvenil; la novela y el autor parecieran indicar el trastorno de la venta y la búsqueda de la caja fuerte que modifique la vida, sin reproches ni moralismo. El estilo distanciado de Una novelita lumpen conjuga con el paisaje sordo del duelo; una cercanía que Bolaño y Coetzee comparten en la atmósfera fría de relatar —proveniente quizás del El extranjero de Camus— cuando quieren sumergirse en asuntos espinudos. En las repercusiones de la muerte de los padres, la novela y la película vislumbran escenas de una lenta perplejidad. Un largo sueño de descubrimientos y síntomas. ¿Cuál es el pasado que queremos escoger?
Una casualidad: la adolescencia articula la imagen quebradiza que Bolaño tenía de los poetas. Los soliloquios de Bianca merodean instantes metafísicos sobre el tiempo y una fuerza lírica del desasosiego, como si se tratara de caminar por casas rotas, la que dejaron los padres y la del viejo actor Maciste. El tránsito por subjetividades resquebrajadas, atrapadas en habitaciones oscuras concentran un suave hartazgo, una temporada en el infierno contemporáneo. ¿Cómo un gesto de hermandad podría alivianar la violencia?, resuena como pregunta al terminar la novela (no se preocupen, no estoy contando el final). Las casas son como partículas de la ciudad, del futuro de Europa, de cielos desastrados e inminentes. Una sexualidad de la indiferencia, la palabra amor sin lugar y la mercancía de los cuerpos. La luz amarilla con que se rodean los padres marca el carácter espectral de la película, materializa una luminosidad de duelo y las consecuencias de la catástrofe. Bianca, casada y con hijos, habla de la Bianca joven como si no hubiera expectativas. En ese tono, algo se prefigura, algo viene; quizás ahora lo sepamos. El asomo de los nuevos fascismos sería un anuncio, la batalla de la lucidez y la ceguera entre persianas cerradas, fronteras y países mostrándose los músculos en un gran gimnasio llamado mundo. ¿Cómo acosa la luz? ¿Cómo podría abrirse el silencio? ¿Cómo transformar la inminencia del futuro?
Por Jorge Polanco
Cineclub Valdivia
3 de julio 2024
*Agradezco a la Facultad de filosofía y Humanidades y a la Facultad de Arquitectura y Artes, Uach, por la invitación a este “Ciclo de cine chileno + Literatura”. Como fue una breve intervención al comienzo del visionado, este texto trata de merodear la película Il Futuro, y no hablar tanto de su contenido para no estropearla.