¿Cuáles tres cosas no se pueden hacer nunca?
Olvidar. Guardar silencio. quedarse solo.
Muriel Rukeyser
“¿Hay algo que valga la pena decir sobre un texto antes de lanzarse a su lectura?”, pregunta Juan Manuel Silva Barandica, reflexionando sobre el rol o sentido del prólogo, precisamente en el prólogo a su traducción de Los lenguajes mueren como los ríos, de Carl Sandburg. Qué podría decir entonces antes de lanzarme sobre este libro de Camilo Brodsky, antes siquiera de componer ese trazado con que damos cuenta de una lectura. Leo la contratapa y desde ella regreso a Sandburg –entrampado en cierto modo en la cita inicial–; en ella Carlos Soto Román señala que (refiriéndose a la poesía de Brodsky): “la literatura es una forma de vida y esa forma es indefectiblemente política”. Pienso entonces, más que en los oficios y el activismo del poeta norteamericano, en la madre, el hijo o el obrero, en todos aquellos en quienes se fija, rompiendo con el utilitario velo de las masas, pero sin abandonarlo del todo, ¿por qué? Tal vez porque si hay algo que emparenta a Sandburg y Brodsky, es el continuo uso de la sinécdoque (cabría pensar, aquí, que otra figura retórica haría posible una poética o una reflexión ante lo tremendo que es, en cierto sentido, la imposibilidad de pensar el mal en términos igualmente totalitarios), particularmente en lo que refiere a esa literatura que no podemos no entender sino como una forma de vida. Aquella que, comprometida, reafirma su sintaxis a partir del nexo que existe entre el lenguaje y la conciencia histórica. Es decir, las personas que aparecen, tanto en los poemas de Sandburg (cabría señalar que el libro al que me refiero inicialmente es una antología) como de Brodsky, nos revelan y confirman, a partir de las experiencias de cada poema, aquello que señaló Susan Buck-Morss: “Aisthisis es la experiencia sensorial de la percepción. El campo original de la estética no es el arte sino la realidad, la naturaleza corpórea, material”. De ahí que, desde lo particular se pueda hablar de una pluralidad, siendo ese pensamiento colectivo algo que difiere totalmente de una poesía hecha para las masas, como podría reducírsele, ingenuamente.
La poética de esta escritura, y que claramente podemos apreciar en esta antología, comprende una forma de entender la literatura y la realidad, que se reitera y podemos reconocer a partir de situaciones concretas, detalles si se quiere. Si tuviéramos que explicar este procedimiento, bastaría quizá con recurrir a ella misma. Y es que a partir del poema “Ulrike mira con los ojos entornados al zelota” (donde enseña el desconcierto del zelota, ante el vínculo indisoluble que lo une con la Baader-Meinhof, o fracción del Ejército Rojo) podríamos extender dicho desconcierto al lector, a partir del fenómeno Baader-Meinhof, que opera como una ilusión, en la cual creemos ver nuevamente y en distintos lugares –reiteradamente– aquello que vimos solo una vez. Es decir, una poética que, más allá del trance de la ilusión, enseña su cariz pedagógico, y en la cual, asemejándose a la teoría del distanciamiento de Brecht, evita la identificación con el poema, por parte del lector.
En ese sentido, y lejos de la identificación, la realidad adquiere un nuevo filo, que hiere en lo profundo, pues se asienta en la imaginación, desde donde nace un desgarro que nos atraviesa completamente, como le ocurre al imaginar a sus hijas “reventadas sobre el suelo polvoriento” como habrá ocurrido con tantas niñas sirias, en el poema “59 misiles BGM.109 Tomahawk”.
Otro aspecto a considerar en la lectura es el formato de esta entrega, el de la antología, interesante no solo por las características del mismo ni del “mercado” editorial chileno y sus tirajes limitados (proporcionales a su consumo, por qué no decirlo) que propician estas prácticas y nos dan la posibilidad de conocer, en cierto modo, el recorrido de una escritura (lo que al mismo tiempo enseña una pregunta a contrapelo, ¿hasta qué punto la academia o el mercado aún son polos que marcan el derrotero estético o de sentido de la producción poética?, dificultando el surgimiento de estéticas y voces diferentes y distantes), sino porque nos ofrece una panorámica sobre los diversos registros que un autor desarrolla en el tiempo; en el caso de esta escritura en particular, nos permite apreciar el arqueo del que habla Carlos Henrickson en el epílogo de este libro, uno que nos permite pesquisar esa “persistencia en el afecto”, o “mirada que rescata a los caídos” y que, al mismo tiempo, enseña aquello que Sorel consignara en la cuarta edición de “Reflexiones sobre la violencia”, es decir, que “Nada se hace sino por la violencia. Sólo hace falta que se ejerza, no ya de arriba abajo, como antaño, sino de abajo arriba”.
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“Una de las cuestiones que se deben tener en cuenta al estudiar una obra poética es, precisamente, su relación con el folklore” señaló Nadiezhda Mandelstam. Más allá de indagar en la raíz germánica del término folklore, me detendré en aquella que deriva del sajón Folk-Lore, que quiere decir, el conocimiento del pueblo. Y no porque esta poética asuma su existencia, qué decir de alguno en particular, menos aún, siguiendo a Badieu, que este implique “un sustantivo en sí mismo progresista”. ¿Cuál es, entonces, el vínculo o conocimiento del pueblo, que presenta esta escritura? si es posible preguntarse algo así, luego de lo anteriormente señalado.
Más que una posible respuesta, encontramos un vínculo en el poema “Apuntes sobre el rostro de los desaparecidos”, donde repara en la condición de visibilidad de ciertos rostros, lo que no es otra cosa sino un discurso, en palabras de Osvaldo Fernández, “un discurso que emana del poder dominante e impone dicho poder como lo natural y evidente”; de ahí entonces la dimensión que adquiera uno de los versos del mencionado poema, refiriéndose al procedimiento por sobre el resultado, cuando piensa en esos rostros y “Los carteles en que estamos acostumbrados a verlos”. Y es que dicho verso nos da cuenta no solo del origen de esas imágenes, sino del impacto de su razón de ser, de la resignación o angustia ante la injusticia que se hace visible en dicha materialidad. Y como esos carteles enseñan, más allá del rostro, el silencio, la omisión y la violencia que les rodea. Como si el tiempo fuera una distopía, ese verso nos lleva a pensar en la historia de Chile a partir de lo que estamos acostumbrados a ver, y que, por extensión, nos lleva a ver aquello por venir, en un ejercicio cuya dificultad, salvo excepciones que resultan episódicas, no representa un esfuerzo mayor.
El poema por momentos opera, como si se tratara de una écfrasis, en la cual vemos un grito ante el desgarro, ya sea por los desaparecidos, por Sergio Tormen, Ethel Greenglass, Julius Rosenberg, José Araya y tantos otros, presentes no en este volumen sino en el ideario sensible e intelectual de Brodsky. Lo que, por un lado nos lleva a pensar en que “A menudo cae la gente muerta en las calles / y allí se queda / muerta”, y por otro, específicamente en esa “lengua muerta pero lengua al fin” del poema “El latín de los obreros”, que nos traslada fuera del poema, a pensar en dicha pluralidad, lo que en cierto modo significa, siguiendo a Freud, que “La escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente”. Es así que esta escritura se emparenta con aquellas formas de expresión como la gráfica, la pintura y la escultura, disciplinas que históricamente han asumido la tarea de hacer frente y dar forma a las ausencias.
Cuál es la percepción que tenemos de esos rostros, qué hacemos con ellos, nos pregunta esta escritura, es acaso su origen el que habría de conmovernos, sumergirnos en una historia que no es sino pura continuidad.
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Si tuviera que dar cuenta del sentido de esta antología, es decir, de la escritura de Camilo Brodsky, quizá no podría salir de una pregunta, y me limitaría a pensar si es acaso posible repetir algo cuando, sin narración y experiencia, se nos confunde la historia con aquello que avizoramos como inédito. Ahora bien, quizá debería haber iniciado este párrafo citando a Tabarovsky, pues como señala, “al fin y al cabo, la pregunta que sobrevuela más allá de toda escritura; es la frase que la antecede y la sucede, la pregunta definitiva, la verdadera experiencia literaria: la pregunta por cómo vivimos”. Pregunta que la escritura de Piensa y repite respondería así: “no hace falta / llegar a ninguna parte”. Porque ella no apuesta al futuro sino a la posibilidad de una política con historia, aquella que nos permita pensar, incluso en el poema, como una de las formas con que podemos crear una irrupción en el presente.
“Intuí una enorme luna eléctrica colgando sobre él”, escribió Camilo Brodsky, aludiendo al puente de Brooklyn, en su poema homónimo; y bueno, tal vez dicho verso me permita una observación final un tanto fuera de lugar, pero que, tengo la impresión, permea estas páginas. Y tiene que ver con el lugar y el sentido de las hijas, más allá del poema y la escritura. Para entender esto, tengo que dejar aquí, al final, los versos que lo explican y resuenan en el poema de Brodsky, me refiero a aquellos de Espíritu del 76, de William Carlos Williams:
Su padre
construyó un puente
sobre
el río Chicago,
ella en cambio
construyó un puente
sobre la luna.
Quilpué, verano del 2024
Por Rodrigo Arroyo
Sobre:
Piensa y repite
Camilo Brodsky
Editorial Aparte