Pese a tratarse de un libro breve, no resulta fácil sintetizar los múltiples hilos que trama Gabriel Cortiñas en Cuaderno del poema. Si bien en esencia se trata, me parece, de la defensa y puesta en práctica de una aproximación materialista a la poesía, el cuaderno es al mismo tiempo libreta de anotaciones, registro de lecturas, superficie para ensayar y bitácora etnográfica de la enseñanza in situ de la poesía. Ya desde el título mismo, también desde la elección de la nota como formato, encontramos aquella tensión productiva sobre la que el autor no dejará de insistir a lo largo del libro: si el cuaderno remite a la escena pedagógica y a la figura del escolar, si la nota en cuanto forma menor parece asumir cierta modestia de propósito, Cuaderno del poema se inscribe de lleno, por otra parte, en la tradición ya eminente del ensayo, con su abordaje oblicuo, fragmentario y no sistemático precisamente de las interrogantes más fundamentales. Lo que Cortiñas ensaya aquí es nada menos que una poética, que al mismo tiempo que trama una tradición, se mide con el presente para proyectarse hacia el porvenir, en un gesto que abarca en un solo movimiento pasado, presente y futuro. Es en este oscilar entre lo menor y lo mayor –en el tanteo que va del poema como Idea, con mayúscula, a los múltiples poemas comentados y citados, en el recurso a la tradición para defender la necesidad de lo nuevo, entre la escuela y la cátedra universitaria– que Cuaderno del poema encuentra su punto de equilibrio.
La argumentación toma en el libro la forma de un bucle, pues las definiciones y tomas de posición se anuncian desde el comienzo para ser reelaboradas posteriormente bajo otros ángulos, a propósito de otros textos y experiencias, expandiendo sus alcances y especificando sus contenidos. Si hablo de toma de posición, por cierto, es porque en este libro la enunciación es militante: lo que se ensaya es la manera de plantear las preguntas y elucubrar sobre sus posibles respuestas, no la posibilidad o el derecho de formularlas desde un claro posicionamiento ético, estético y político. En este sentido, Cuaderno del poema no es un ensayo a la manera del ensayo como forma degradada de exploración de la interioridad burguesa, donde el yo encuentra en cada uno de los objetos a los que se aproxima una oportunidad más para atrapar su reflejo siempre idéntico y para interrogarse obsesivamente sobre sí mismo. Por el contrario, Cuaderno del poema no renuncia a la primacía del objeto, y su objeto es el poema, el poema como “espacio o territorio de conflicto, de tensión” (15) cuyo valor es dinámico, el poema como acontecimiento, como “intervención en la realidad y no su representación” (28). Se trata, asimismo, de una concepción según la cual el poema tendría una función pública, opuesta a la función comercial (65).
En Estados alterados, un libro que guarda no pocas similitudes con Cuadernos del poema, Fogwill escribe que sin enemigos no se puede pensar. Pregunto entonces, ¿contra quiénes o contra qué piensa Gabriel Cortiñas en este libro? El propio libro responde: contra el intimismo y la poesía como expresión, contra el ideal de la armonía en el poema, contra la contemplación y la literatura del yo, contra el costumbrismo, contra el consumismo, contra la trascendencia y el esencialismo, contra los textos decorativos. Es decir, contra la literatura como pasatiempo burgués, como consuelo dominical, como ratificación de que lo que es no podría ser de otro modo y que, en definitiva, no es tan malo. Y esto para defender en cambio una concepción dialéctica del poema, articulada, primero que todo, en torno a la tensión entre semántica y sintaxis, según la cual “el poema es un campo de fuerzas en pugna” (13). Y para defender, asimismo, la contingencia de las formas frente a la reificación imperante: de ahí que Cortiñas afirme que “la poesía no existe”, que lo que existen son los poemas (55).
Si esta concepción dialéctica del poema pone en tensión la semántica y la sintaxis, es el ritmo lo que media entre ellas, pero no a la manera de una síntesis o una resolución de la tensión, sino más bien como su intensificación productiva. El autor define el ritmo como “ese movimiento distintivo del sonido y sus pulsos de energía en una determinada dimensión temporal. Un producto del despliegue del volumen, la duración, el tono y el timbre de una historia que hace lengua, respiración, y refleja estructuras léxicas, sintácticas, vinculares, políticas” (114). Si Cortiñas vuelve insistentemente sobre la noción de ritmo en Cuaderno del poema es porque allí parece cifrarse la cuestión de la forma. Por su énfasis en la forma y en lo que ésta tiene de no armónica, ni en sí misma ni en relación con su exterior, la concepción dialéctica del poema, según la cual el poema es tensión, es pregunta abierta, es fuerza y dinamismo, es voluntad de intervención y es índice de una verdad –de una verdad concreta en una situación concreta–, dicha concepción, decía, constituye el núcleo del materialismo defendido en Cuaderno del poema. Se trata también de la resistencia de los materiales de la creación poética: la inscripción del acto creativo en una situación histórica, geográfica, social y política específica es justamente lo que aquí enfáticamente no se quiere obviar. Pues son estas múltiples determinaciones las que dan forma a los materiales que están a disposición de quien escribe en un momento y lugar específico, con lo cual el propio acto de creación y su producto están sobredeterminados por las condiciones materiales en las que ocurren. Estos materiales incluyen, como su materia prima, lo ya escrito, que constituye a su vez la posibilidad de trazar tradiciones en las que inscribir la propia creación en el presente: de ahí que Cortiñas reivindique la idea de generación a partir de la necesidad de articular problemas comunes (70-71). Todo esto no se trata, por cierto, de algo que pueda decidirse (es decir, no es una cuestión de punto de vista), pues ocurre con todo poema o artefacto literario, pero sí es algo que se hace necesario explicitar y problematizar para una concepción materialista de la literatura.
Acertadamente, Cortiñas también insiste en la plasticidad de la forma y en que esta plasticidad se determina dialécticamente entre dos polos: por una parte, las posibilidades finitas de la forma y, por la otra, la actualización de esas posibilidades en la lectura, que siempre es un acto históricamente situado:
Si un poema contiene en sí múltiples –aunque no infinitas– lecturas del mundo; no podría, entonces, concebir a ese objeto bajo la sombra de una lectura unívoca. Y si lo concibiera así, sería quizá porque entendería a la obra de arte no como un objeto que se construye también en la recepción sino como un meteorito cerrado al sentido de la conformación cosmogeológica de la piedra. Un poema puede provocar en la mente del que lee el efecto similar a un piedrazo, pero no es, por eso, reductible a una piedra definitiva. (48).
La piedra definitiva sería el lenguaje fosilizado, “empobrecido de manera sustancial” (60). O para ponerlo en otros términos: formas reificadas.
En un ensayo sobre Suramérica de Pablo de Rokha, publicado en el número 3 de la revista Rapallo, Cortiñas caracteriza la obra del poeta chileno con los siguientes rasgos: “Oralidad, ruralidad, experimentación con el lenguaje, cierto tono blasfemo y una desconfianza en los ‘avances del progreso’ propia de comienzos del siglo XX”. Actualizando algunos de estos rasgos –reemplazando, por ejemplo, “ruralidad” por “experiencia urbana” y reescribiendo el último de ellos como “desconfianza frente al progresismo propia de inicios del siglo XXI”–, esto constituye una caracterización bastante precisa de la tradición materialista que se traza en Cuaderno del poema y que incluye, entre otras y otros, a Juan L. Ortiz, Martín Gambarotta, Alejandro Rubio, Nicanor Parra, Mercedes Cebrián, Leónidas Lamborghini, José Ángel Cuevas, T. S. Eliot, Carmen Berenguer, Ezra Pound, Enrique Lihn, María Salgado, Arturo Carrera, César Vallejo, Roque Dalton, Violeta Kesselman, Arnaldo Calveyra, Virgilio Piñera y Luz Pichel.
Citando a Monique Witting, Cortiñas escribe: “El artefacto portador de una nueva forma funciona como una máquina de guerra, su objetivo es destruir las viejas formas convencionales. Esta máquina quiere llegar al centro. El intento de universalización del punto de vista es lo que determina que una obra literaria llegue a transformarse o no en una máquina de guerra” (52-53). Se trataría entonces de reivindicar la voluntad de poder de y en la literatura, frente a la renuncia a ella de la que parece hacer gala la literatura progresista. Ahora, si nos preguntamos por qué actualmente parece una idea tan a contrapelo del sentido común ilustrado que la literatura pueda funcionar como máquina de guerra y como expresión de una voluntad de poder (o de contrapoder), si esto contrasta de manera tan patente con el estado actual del salón literario, es quizás porque no es necesaria ni máquina de guerra ni voluntad de poder alguna cuando ya la guerra se ha dado por ganada y la literatura con vocación oficial adopta una actitud servil y conciliatoria en relación con lo establecido. Porque también la literatura puede contribuir –y contribuye, de hecho– a la perpetuación del estado actual de las cosas: “Ética y estética no estarían divorciadas, la distancia radicaría en el para qué del poema” (56).
También a contrapelo del sentido común imperante se encuentra la reivindicación del aspecto didáctico de la literatura, cuestión también plasmada en las breves escenas pedagógicas que aparecen a momentos, marcando el ritmo de Cuaderno del poema (es notable la viñeta en que una chica llamada Clara se disculpa de la manera más encantadora por dormirse en clase y cuenta que su poeta favorita del curso fue Fernanda Laguna): “En tiempos en que se desdeña todo aspecto didáctico relacionado con la literatura, el poema viene a poner la pedagogía en el centro de la escena, ¿y cómo logra esto? A través de su apertura” (70).
El materialismo que propone Cortiñas insiste en la violencia de lo que es. Esto lo señala, entre varios otros lugares, a propósito de la operación que Punctum, de Martín Gambarotta, realiza en cuanto poema, que consistiría en devolverle, dice Cortiñas, “a través de su complejidad, las manchas de sangre a un discurso aparentemente saneado de la postpolítica de fin de siglo” (72). Pero en la explicitación de las condiciones materiales que hacen posible la producción y reproducción de lo que es, el materialismo no puede evitar mostrar que esas manchas de sangre no solo se encuentran en el discurso que intenta ocultarlas, sino que manchan a la cultura como un todo: documentos de cultura, documentos de barbarie. Contra esa violencia, la violencia del poema, que ciertamente no es una violencia de la misma naturaleza, sino una contraviolencia, un ataque al sentido común, a la reificación que parte en el lenguaje y se extiende al todo social para engullirlo: “No hay nada más emancipador para el sujeto que la lectura de un poema. Bueno, eso y la colectivización de los medios de producción, claro está” (69).
O según otra formulación feliz de Cortiñas: “El poema no se compone como una enunciación sobre cierta verdad, el poema ejerce una verdad. Lo bello no como una reconciliación con el estado de las cosas, lo bello es también crítica y verdad. Estos tres conceptos dentro del poema –y solo dentro del poema– se reenvían semánticamente” (49). Pero dos páginas más adelante, contraponiendo lo apolíneo a lo dionisíaco para tomar partido por este último, el autor habla de “un tipo de belleza que suele tender hacia lo blasfemo” (51). Quizás sea posible entender este tipo de belleza como la posibilidad de un sublime contemporáneo, un sublime del siglo XXI, un sublime no romántico, no burgués. Lo cual también supone la posibilidad de una poesía que funcione como otra cosa que como marca de distinción de clase, que expanda, que rompa los circuitos estrechos de la circulación literaria, que no tema a la dificultad y que no ceda a la condescendencia –siempre sospechosa– del alegato en favor de lo fácil o lo accesible.
Ante la insistencia de la crítica cultural conservadora en que sin literatura lo humano no tiene porvenir, habría quizás que recordar a Brecht cuando escribe que “la comida es lo primero, la moral viene después”, y señalar que también la poesía y la literatura vienen después, mucho después. Y que es lógico que así sea. Ahora, si dicha insistencia sirve para algo, quizás sea para pensar la poesía en la época de su inactualidad. Esto no supone un juicio de valor ni positivo ni negativo sobre el lugar de la poesía hoy; pretende, en cambio, despejar los equívocos, las mistificaciones y la mala ideología en nombre de la cual se realizan ese tipo de defensas de la literatura que no atienden a las condiciones materiales, sociales e históricas en las que se escribe y se lee –o no se lee– literatura hoy por hoy. Me parece que esta constatación también forma parte del gesto que Cuaderno del poema ensaya. Si lo que la insistencia en la importancia de la literatura enseña es la autocomplacencia, el arribismo o el autodesprecio –dependiendo de si se es rico, de clase media o pobre, es decir, de qué tan fácil o difícil es el acceso para cada quien al botín de los bienes culturales–, entonces quizás quepa preguntarse legítimamente cuál literatura es la que alberga un porvenir y para quiénes.
Así, entonces, en la época de su creciente inactualidad, tal vez le quepa a una poesía materialista, a una poesía de la oralidad, de la experiencia urbana, de experimentación con el lenguaje, de cierto tono blasfemo y de desconfianza frente al progresismo, reiniciar la poesía. Es esta, me parece, la inteligencia y la voluntad de Cuaderno del poema.
Por Rodrigo Zamorano
*Este texto fue leído a modo de presentación de la reedición chilena de Cuaderno del poema (Valparaíso: Marginalia, 2023) del escritor argentino Gabriel Cortiñas. La presentación se realizó el sábado 02 de septiembre en Casa Temporal, en Valparaíso. Salvo donde se indica lo contrario, todas las citas del texto pertenecen a Cuaderno del poema.
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Cuaderno del poema