la infancia: una casa sin puerta
adonde entrar como al lenguaje
(para reconstruir su imposibilidad)
De Carne de tesoro*
Aunque mire a lo hondo, no veré el lecho musgoso,
lo que allí se macera desde siempre, acumulando
residuos, tantos pies que entraron y no volvieron
a salir, risas que cubrían el aire, el agua sacudida
por los brazos. Hubo felicidades de cuerpos ajenos,
hubo crimen y silencios para flotar en la transparencia.
Pero aunque mire más hondo aún, no lograré ver
ni la mitad de lo vivido por otros, ni la mitad terrible,
ni la mitad de la mitad de lo vivido por mí.
Ella dice algo así como “cada uno es su propia trampa”
y siempre vuelvo a leer su historia de la estola de zorro
usada como alfombra para dar de comer a los verdugos.
Es probable que yo haya escapado, que haya podido
romper la puerta, la tapa, la reja, la soga, la letra
en la que estuve atrapada, y la escriba y la escribiré.
Pero si miro a lo hondo no veo lo que quisiera ver:
las marcas del daño se borraron, no son duras cáscaras,
no duelen, sólo tapan el aire, muescas en un cuerpo
que agitan las risas, el agua, lo que podemos saber,
y yo insisto en mirar, buscar allí, raspar y ver la sangre,
sus hilos finos, como alambres que cosen mis días.
A cierta edad, casi todas las poetas
tienen una madre que escriben:
amorosas o feroces con palabras
donde ajustan sus cuentas, sus caricias,
las ajustan como una soga
al cuello, como un collar
y a veces hay amor,
pero líbrame de ese
amor, a veces solo odio
o compasión destilada
del alambique de una
crueldad antigua
y aún la ternura más
inevitable, la calidez
menos pensada,
si se escribe, está
al borde del deseo
de una liberación,
como un hilo de baba
que se escapara de la boca
con que las nombran y las besan.
Yo también.
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Señora de los milagros:
yo soy mi cuerpo
y eso es lo que escribo
florecer incansablemente, estar a la vera
del camino y que ningún pasar destruya
los brotes de eso que llamamos felicidad,
proliferar en mí misma, y en el pequeño
universo que hace lugar a mi insistencia,
reirme de los obstinados, de los obstáculos,
y de los que inflingen daño no reirme,
como si fueran humo, tragar el veneno,
escupirlo y sobrevivir.
Yo soy mi cuerpo y doy
flor, incansablemente.
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Instantáneas: un largo collar de pequeñas penas y dificultades,
como el collar de la paloma , aprieta el escenario del mundo:
la ventana a una calle de una ciudad de un país mortalmente
herido en una guerra que no pudimos imaginar: torpes niños
que juegan con sus ideas, eso fuimos, y ahora no hay permiso
para llorar sobre la leche derramada, que como sangre
prometida corre por las piedras, entre los pastos, y no es
más que lo que no pudimos retener.
Fotos, rostros pequeños de lo que fuimos,
las branquias que se abren y cierran
mientras los cuerpos sedosos golpean en la arena,
el agua apenas pasando su lengua en una
línea lejana, al atardecer después
de la caída, gris y plata
acumulándose en más y más recreaciones:
(nosotros, copiando en la arena niños,
volviendo en la última ola, muertos pronto
ahogados en su propia reconstrucción)
un dedo basta para señalar, reconocer
en el borde algas o la basura
que deja el mar al retirarse las fotos,
sueltos, sin redes, nosotros,
pronto boqueando, aletas
al aire con la marea baja
y lo que esa luz que resplandece
en los rostros
dice de haber estado, pero
nada más, muda mira, y calla.
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En el museo de la mente camino en círculos:
grietas pueden ser años de experiencia,
distancias sentimentales que cuelgan como humedad
en las paredes, manchas dibujando siluetas de alguna
situación. Camino y miro cada una de las piezas,
sin etiquetar pero ordenadas según el día: éste es
el museo de hoy y aquí no hay obras,
ni arte, ni testimonio.
Coda
Estamos tejidas en la red del pescador
que cada día repite su trabada ceremonia:
tender la red, darle tiempo al tejido
para que actúe, más tiempo más tiempo,
pide, pero el pescador la retira
cuando cumple su ritual: un hombre
que sólo hace lo que sabe y recibe
su recompensa, exigua o no, según la fuerza
de la red, sus formas de eludir, o no,
la pesca, y obtener solo brillo y escamas al sol,
nada de muerte en el agua, nada
de asesinato, entre hilos y sogas
sabemos escurrirnos, hacer
de nuestro naufragio un navío,
aguantar el aire soltando
burbujas de aire, aguantar
el hilo que aún queda, soltando
sonidos armoniosos, un canto
de sirenas para confundir
a las redes y al pescador,
así es,
ganamos nuestro reino soltando,
tramando otros rituales entre las olas,
solas, ahora y siempre, a veces
de la mano de otra clase de pescador
rompemos
la red, a mordiscos, llenas de sonido
y de furia cultivamos perlas, nuestras flores el musgo,
el coral nuestro tesoro, la tierra nuestra
tierra prometida.
Por Liliana Lukin
De
El Museo de la Infancia,
Espacio Hudson Ediciones,
2022