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“Es un gaucho asqueroso… y tiene el torso desnudo de puto atorrante. Y de última no es ningún gaucho. Aunque tengo raíces muy argentinas, vos sabes lo que nos pasó con esas costumbres… yo nunca domé un caballo, ni ordeñé una vaca, ni estuve en ninguna yerra, aunque cometí muchos yerros, tampoco asesiné a nadie con un facón, aparezco armado de puro guapo que soy. En realidad es un gaucho raro, hasta parezco medio trolo, pero vos sabés cómo son las cosas, las apariencias engañan”

Miguel Abuelo (sobre el arte de tapa de “Buen día, día”, entrevistado por Tom Lupo, en 1985)

I

 

Hace un tiempo asistí a una conferencia por los 150 años de El Gaucho Martín Fierro, texto fundante del mito de lo nacional y de una historia de la literatura argentina cifrada en el canon consolidado por la crítica y la academia a lo largo del siglo pasado. Todo canon funda un adentro, una identidad, una genealogía y una moral. En la ciudad de las letras, el canon traza avenidas. Se lo reivindica, se lo discute, se lo reactualiza por la identificación o por la diferencia. Brilla con sus luces, sus comercios, sus plazas con prócer a caballo, sus moles de cemento: la iglesia, la comisaría, la escuela, la municipalidad, el juzgado, el museo, los bomberos. Lo que queda afuera, no existe, o se lo observa a la distancia, con suspicacia, curiosidad o indiferencia. Los callejones, las cortadas, las callecitas sucias, los asentamientos caóticos: la rareza o una “literatura menor”.

Unx de los disertantes, al referirse a las reversiones del texto de Hernández, describió “Las aventuras de la China Iron”, de Gabriela Cabezón Cámara, como “oportunista”, “políticamente correcta”, y acorde a “una moda”. Así expuso la calidad de la ofensa infringida contra el mito, que se veía en la necesidad de defender como si se tratase de su propio nombre mancillado por lo chabacano. Cuando se lo invitó a ampliar sus opiniones, agregó que mientras en el cuento “El amor”, Martín Kohan leía la relación homosexual entre Fierro y Cruz desde la tradición borgiana, Cabezón Cámara lo hacía amparada en la militancia. Desde el público, una chica alertó sobre el disparate de que se leyeran escritoras mujeres sólo por el hecho de ser mujeres y que estas se escudaran en la literatura para expandir la cola de sus ismos. Qué era eso de la literatura haciendo bandera. Y el análisis de género aplicado a la literatura, a quién le podía importar. La polémica estaba instalada. A partir de ese momento se escucharon una seguidilla de balbuceos pseudoteóricos, un malestar incontenible por parte de una crítica a la que se le revolvieron los papeles hace rato. Cuando otrx de lxs disertantes mencionó a Sylvia Molloy, se hizo silencio. Sylvia Molloy, sí. Sylvia Molloy era seria, una académica acreditada.

II

 

¿Cuál es la materia de la que está hecha la literatura? ¿En qué consiste la famosa y ya longeva “autonomía literaria”? ¿Cuál es el vínculo entre una obra artística y su contexto de producción?

¿Existe una relación entre experiencia y arte? ¿Es más o menos ficción un texto de convención autobiográfica? ¿“Dialoga” una obra con su tiempo? ¿Cómo lo hace?

La polémica, aunque hoy la reduzcan al cada vez más débil boom editorial de lxs escritorxs mujeres y transgénero, es más vieja que el escolaso. La defensa de la autonomía literaria es la expresión de una transformación en el campo cultural. Si en algún momento significó la separación del poder monárquico, eclesiástico y más tarde estatal; se convirtió rápidamente en el chivo expiatorio de aquel sector que ve afectados sus propios intereses por la aparición y el desarrollo de un nuevo sector que viene a disputar sentidos. Ahora se rasgan las vestiduras, se arrancan los pelos, quienes ven de pronto tomada la que consideraban su casa. Acusan lobby donde las voces hasta entonces inaudibles comienzan a llenar las plazas y retumbar en las calles de la ciudad de las letras. A lxs desacatadxs, se le oponen lxs intocables. A lxs escritorxs de a pie, lxs próceres. ¿Cómo van a poner las patas en la fuente esxs negrxs? ¿Qué se han creído? Este país se va al tacho. La literatura también, mi amor.

Entonces se confunde la recepción y apropiación de las producciones culturales por parte de quienes ven en su realización una forma simbólica de justicia, con lxs autorxs, el proceso creador y la calidad de las obras. Todo en la misma bolsa, para el banquillo y la censura. Al comienzo, fue el desorden y los gritos en el cielo.

Una polémica similar se daba en la década del ‘80 en Argentina con la aparición de los relatos autobiográficos, primero bajo la forma de lo testimonial, pos dictadura, y más tarde, con la insistencia de una intimidad que hacía de lo cotidiano su objeto. Lxs defensores de la ficción “pura”, se escandalizaron. Con el tiempo, las fricciones se volvieron caricias. Más tarde, nada. En el fondo lo que choca no es tanto un tema, aunque sea lo primero en señalarse, como un modo, un estilo que viene a aflojarle los huesos a una literatura carcamán. Y de eso, de eso no se habla. Para desgracia de lxs abogadxs de la “buena literatura”, hoy se suman dos ingredientes abominables: frente a la merma de lectorxs, el “éxito” en las ventas y la popularidad. Las ciudades están condenadas a su transformación.

III

 

¿Quiénes pueden escribir literatura? ¿Quiénes pueden tomar la palabra? Que durante siglos fue el hombre blanco de clase alta o media acomodada, no es novedad para nadie. Que el esquema de clase fue modificándose gracias a toda una serie de fenómenos que incluyen el acceso masivo a la educación, la profesionalización del escritor a través, sobre todo, del periodismo, el desarrollo de las grandes urbes, la aparición y el fortalecimiento del mercado editorial y la demanda por parte de sectores populares de otras formas de consumo cultural, es también conocido. En esta misma línea, la aparición en el campo literario de nuevos sujetos, específicamente de las mujeres, forma parte del mismo fenómeno de acceso a derechos, de visibilización y de transformación social. ¿Acaso no escribían antes literatura?, ¿y Virginia Woolf, y las hermanas Brontë, y Carson McCullers, y Marguerite Duras, y María Luisa Bombal, y Silvina Ocampo, y Sara Gallardo, por nombrar un puñadito? Es obvio que sí, e igualmente obvio que se trataba de una minoría que lo hacía en condiciones de marginalidad, aunque pertenecieran a una clase acomodada. Con un alcance limitado, el pase se obtenía siendo “la esposa de”, “la amante de”, “la protegida de”, “apadrinada por” o, en el mejor de los casos, integrante de algún grupo. Eso por no hablar del uso de los pseudónimos masculinos. Si el alcance era amplio, entonces eran escritoras de masas, una mancha ignominiosa para cualquiera que se preciara de escribir literatura. No es difícil: alcanza con mirar los programas de estudio de hace no tantos años atrás de colegios y universidades, los anaqueles de las bibliotecas privadas y públicas, el listado de autorxs publicadxs por las editoriales, las notas y reseñas literarias en diarios y revistas, los premios municipales, nacionales e internacionales, para reconocer el famoso “techo de cristal”. Los podios literarios del canon les estaban vedados a las mujeres. Si alguna entraba en la llamada “buena literatura”, era porque “sorprendentemente” escribía “como hombre”.

Hace una década alguien me dijo que me gustaban las escritoras suicidas. El comentario, que quiso ser maledicente, me sorprendió. No lo había pensado. Tardé años en darme cuenta de que la mayoría de las escritoras que leía y con las que daba después de prolongadas pesquisas en librerías de usado, habían pagado con la vida su propia rebeldía. Cuando Artaud escribió “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”, nos enseñaba algunas cosas. La principal: que la marginalidad compromete la vida.

Hoy las mujeres escribimos, tenemos acceso a la publicación y como todx artista lo hacemos desde las condiciones que forman parte de nuestra experiencia singular en el mundo. Debería ser una obviedad. Porque también lo hacían y lo hacen los varones, por mucho que (todavía!) algunos insistan en arrogarse el derecho de lo universal.

El feminismo, en todas sus variantes, nos hizo tomar conciencia del proceso por el cual se nos adjudica un lugar en la sociedad en función de un género biopolíticamente asignado. No es distinto de tomar conciencia de la clase social a la que se pertenece y la manera en que eso nos condiciona, aunque lo anterior resulte más abarcativo. A veces, lo tematizamos. Otras veces, nos limitamos a contar una historia, que hasta ahora apenas si habíamos encontrado entre las páginas de los libros. Y hasta ahí todo el escándalo. Porque también escribimos sobre otros asuntos, sin duda menos disruptivos para lxs defensorxs de la “buena literatura”. Que somos narcisistas, que hacemos autoficción, que hablamos de femicidio, de violaciones y abusos, de relaciones homosexuales, que demonizamos la maternidad, la familia, el amor, que usamos la literatura para darle letra a una prensa barata. Qué horror.

Hay una pregunta poco verbalizada cuyo ensayo de respuesta resultaría infinitamente más interesante y productivo que la impuganción pseudointelectual: ¿Tiene género la literatura, tiene clase social, tiene etnia, tiene religión, tiene cultura, tiene región? ¿Cómo se inscribiría todo esto en la literatura? ¿Cuáles serían los límites de este análisis? ¿Sirve para algo? ¿Enriquece o empobrece la lectura?

IV

 

¿Desde cuándo existen restricciones para hablar de una cosa u otra? ¿De qué hablaba antes la literatura: de la vida en marte, de ninfas y unicornios, de joyas maoríes, de nubes con forma de corazón? ¿Lxs escritorxs escriben sobre las cosas que se relacionan con sus intereses, que lxs atraviesan, que lxs involucran, o trabajan con una agenda? ¿Lo hacen con idénticas posiciones sobre lo literario, sobre cómo contar, para qué, para quién, o está permitida la diferencia? Está claro que existe todavía un sector de lo más retrógrado al que le sigue molestando que se nombren ciertas cosas, y sobre todo, que el derecho a la palabra ya no sea privilegio de unos pocos. Bueno, acostúmbrense, porque falta un montón y a ustedes no lxs va a leer ni su madre.

Pero la cosa no termina ahí. Existe un sector que se piensa progresista por hacer lugar, por no negar la condición de escritoxs a los sujetos que irrumpen desde los márgenes en el campo literario. Hay un interés filantrópico, arqueológico, que se dice solidario. Este sector menos retrógrado, pone la mirada en los barrios periféricos y les concede una cucarda. Pero hay un límite para todo. Porque tomar al ícono de la literatura macha, al gaucho Martín Fierro y transformarlo en un Ney Matogrosso, en una loca contenta con sus plumas, es otro asunto. Vade retro Satanás. ¿Cómo se atreven? Encima de que lxs dejamos entrar, se toman hasta el agua de los floreros.

V

 

“Las aventuras de la China Iron” toma ese gran texto fundante del mito de lo nacional y lo cuenta desde el punto de vista de una mujer. La operación crítica de apropiación, resignificación y transformación de la perspectiva de la narración, a la luz de los tiempos que corren, no sólo habilita un diálogo directo, sin interlocutorxs con la gran historia literaria de la que hasta ahora lxs sujetos excluidos representaban un margen, un afuera; sino también una metamorfosis de los íconos de la literatura argentina. Con este libro cruzamos la calle, salimos del barrio y empezamos a amigarnos, dejamos de ser la gentuza de enfrente para construir nuestro chalecito en el centro.

Ante la extensión melancólica de la pampa del gaucho solitario o acompañado por la china lo mismo que por el cusco o el matungo, se levanta una pampa voluptuosa, hedónica y edénica, desbordante de colores, olores, texturas. Frente al falso desierto de las campañas de Roca, la exuberancia de la selva, la incontinencia de los ríos; frente a la triste y solitaria huida del hombre solo, el jolgorio de la vida comunitaria. Los entrecruzamientos disuelven los límites y las fronteras no sólo entre los géneros, sino también entre las lenguas, entre lo civilizado y lo bárbaro (volviendo a Sarmiento, con quien también se mete el libro). En el mundo que rediseña Cabezón Cámara para el relato del mito gaucho, hay translingüismo, travestismo, género fluido, renombramientos, reagrupamientos, todo tipo de desplazamientos, anteriores a la Ley. Se mete con el propio Hernández, al que convierte en estanciero abusador y ladrón: le habría robado al gaucho explotado los versos cuya autoría se adjudicó. Este gesto de desacato a la autoridad, pone de rebote sobre la mesa la pregunta por el sujeto, la literatura y su vínculo con la experiencia. Además, nos dice que no sólo la patria fue construida con sangre de gaucho, también nuestra literatura.

El gaucho es devuelto a su libertad, más que lejos de los estancieros, de la élite política que lo convirtió en rehén de lo nacional para oponerlo ya no a “los indios”, sino en pleno Centenario, al “aluvión zoológico” de lxs inmigrantes que llegaban con sus bocas con hambre, sus ideas revolucionarias y sus lenguas extrañas. La reterritorialización del relato se extiende a la literatura argentina: la gauchesca se acopla a la estética del neobarroco, la antropofagia y el tropicalismo, lejos del mito de lo nacional y de los modelos europeos. Cabezón Cámara vuelve a los cimientos de la ciudad de las letras y reescribe su historia, vuelve a trazar el mapa. Refunde los elementos que componen la literatura argentina y la refunda. No traza un plan, no diseña un programa, pone una bomba en la piedra fundamental.

Como el primer Martín Fierro, el libro de Cabezón Cámara es un libro de denuncia social. Tiene además la potencia del gesto de vanguardia que molesta y que divierte. Recuerda, en algún sentido, a la Evita de Copi. No son tan distintas las reacciones, aunque vengan de lugares diferentes. Para lxs amigxs de la literatura momificada, hay que decir que el texto de Cabezón Cámara, revitalizó la biblia gaucha, nos devolvió a su lectura y permitió que nuevos sectores pudieran apropiarse del texto. Punto para “Las aventuras…”.

¿Molesta que la literatura nos haga reír? ¿Molesta que denuncie? ¿Molesta la disolución de “lxs valores tradicionales” que imponen Dios y la Patria? ¿Molesta la popularidad? ¿Molesta que un texto sea tomado como bandera por gente que no tiene la “autoridad” para sancionar el valor de lo literario? ¿Molesta que lxs escritorxs hablen de algo más que de literatura o mejor, que integren la literatura a otras cosas? ¿De qué debe hablar la literatura? ¿No de la vida? ¿De qué deben hablar lxs escritorxs? ¿Sobre qué deben escribir? ¿Qué no pueden hacer los libros? ¿Qué no deben hacer los libros? ¿Por qué? ¿En qué consiste el valor literario de un texto?

La pesadilla de lxs defensores del statu quo: ex-marginales en pie de igualdad disputándole el terrenito.

 

Por Tamara Rutinelli 

Pintura de portada por Ana Eckell