Hace unas semanas vi en las noticias un reportaje, de esos que transmiten hacia el final del noticiero, justo antes del tiempo. Trataba sobre qué se debe hacer en caso de una erupción volcánica, producto de los recientes “avisos” del volcán Villarrica. Durante el reportaje, construido a partir de visitas a centros vulcanológicos, registros de actividad volcánica captados por la gente y una entrevista a una vecina del volcán, iban apareciendo a ratos algunos términos que habitualmente surgen cuando se habla de volcanes, como cráter, sedimento o esta roca, ninguna de estas estaba aquí. Sin embargo, no fue sino hasta el final del reportaje que un término me dejó colgado: lahares

No “lares”, plural de “lar”. Ese lar de hogar, lar de fogón, lar de Teillier. No. Lahar, con una “h” en medio. Una “h” que atraviesa la primera vocal y la estira, la despliega en sí misma, como si al  centro de la palabra se abriese un surco que nos obliga a detener el paso, mirar hacia abajo y estirar un poco más la pierna –o la voz– para llegar a la otra orilla. Parecido a cuando caminamos por la vereda y el baldosado no se ajusta a nuestro paso, así que en el aire cuestionamos el ritmo de la caminata, para no pisar la línea siguiente. 

[Cabe decir que esta es la misma “h” que pareciera hacerse hueco en otras palabras del español, como azar o aprender. Recuerdo una vez que, varios años atrás, un amigo interrumpió una conversación con la siguiente noticia: “aprender” no era aprender, sino aprehender. (Silencio). Es decir, todo este tiempo arrastrando esa errata. Profesores, textos escolares, las cartulinas colgadas en la sala de clases: todos equivocados. Entonces, debía ser “¿Qué aprehendiste hoy en clases?”, “Mañana aprehenderemos el pretérito imperfecto”, “Anoten, algunas estrategias de aprehendizaje son:” (esta última la única que Word quiso corregir). Evidentemente, el trueque semántico no se extendió mucho, pero si lo suficiente como para que valiera acordarse ahora.]

La geóloga del reportaje despejó la duda antes de que alcanzara a googlear qué significaba. Los lahares son flujos que surgen de la interacción entre el material volcánico y la cobertura glaciar del volcán. (También conocidos como aluviones). Estos descienden de manera muy rápida, arrastrando todo tipo de sedimentos y siempre en búsqueda de cauces para continuar su trayectoria, por ello son sumamente peligrosos.

A estas alturas yo estaba pegado al celular, viendo imágenes de lahares en distintas partes del mundo, hasta que terminé por repetir el ejercicio que hago siempre que tropiezo con una palabra nueva: dejarla escrita en alguna nota del celular, o en el documento de algún texto que esté escribiendo o en algún cuaderno que tenga escritos a medio camino, cuyo fin es el mismo que cumple el gesto de pegar un post-it contiguo a algún pasaje cautivante de algún libro que esté leyendo, y que sé que posiblemente puedo olvidar: no olvidarlo (aunque, a fin de cuentas, la existencia de esa nota adhesiva es lo único que acabo recordando, como si lo único que alcanzase a retener de dicho pasaje es esa lengua fosforescente que se asoma entre las páginas). 

Bueno, en este caso, el post-it es una palabra: lahares. Por tanto: agarrarla y dejarla en un verso de algún documento sin título. O comenzar con ella un verso de algún poema que sigue estancado, como el primero, a modo de empujón, o el último, como gancho de remolque, o en algún lugar del medio, como un caballo de Troya. O simplemente dejarla en un verso, al azar, y ver hasta dónde lleva. Pero, como sea, agarrar esa palabra. Y después averiguar en ella qué lugar ocupa en todo esto.

[¿Dónde están las últimas notas que pegué? Tomo de mi velador Este pequeño arte, de Kate Briggs. Página 137: la autora habla de Barthes y su complicada relación con la poesía traducida, excepto por su profunda atracción hacia el haikú. Página 139: la autora reflexiona sobre el haikú. “El haikú como una instancia de anotación, un medio para anotar el presente en sus detalles más pequeños (…). Una forma escrita que ofrece provisionalmente un fundamento”, que conecta “un cuerpo a una idea o a una línea de un libro, y así, quizás, a otra lectura y cuerpo que escribe, (…)”. 

Busco en mi estante Indeterminaciones de John Cage. Página 91, 125, escrito en el post-it: “ver p. 85”. 

No recuerdo otros].

Al día siguiente me reuní con unxs amigxs poetas, para vernos y aprovechar de leer y revisar lo último que cada unx había escrito y, entre la selección que hice, iban esos lahares en uno de los poemas que pensaba leer. 

[(…) / lahares — —– – —- / (…)]. 

 

Nadie reparó en ella. Quizá ya la conocían. Quizá pensaron que la inventé y que, por ende, no significaba nada (o sea, nada especial). Podía ser que también hubiesen visto el reportaje el día anterior y no quisieron delatarme. O no la conocían y la buscaron camino a casa, para dejarla entre sus propios poemas. Probablemente no les haya importado en lo absoluto, y en realidad el verso era malo y estaba lejos de hacer valer la palabra. O, tal vez, escucharon lares –incluso uno de ellxs andaba con un libro de Teillier–, y la “h” pasó, pasó como h, desapercibida, sorda, como si no hubiese existido todo este tiempo. Y el salto que creí haber dado al leerla pasó como titubeo, como tropiezo de la lengua. Y, posiblemente, el verso les hizo más sentido con “lares” (tienen razón les diría). Y la noche se consumó entre lecturas.

Ahora ese verso no existe. Existe otro, parecido. O no existe y transmutó en esto. Y, en efecto, puede que funcione más con “lares”. Como si lahares llevase escrito “lares” o “ver lares” por encima, como una nota adhesiva. Y la “h” solo arrastró esto, que no sé si es ensayo o apología o esquela, o mero asomo de algo más, pues cómo no decantar en preguntarse cuántas más pudieron pasar desapercibidas en la lectura, o porqué el sonido de muchas “h” seguidas se asemeja a una contracción muscular, o a aguantar la respiración, o cuántos versos de un poema o escenas de una película son h, y cuántos no. O pensar, por ejemplo, qué palabras podrían hacerse de una “h” en medio, como un cauce a la espera, en especial aprovechando ese sonido sordo que posee en nuestro idioma (y que, por ejemplo, no goza en el inglés). Palabras como sed, mar, oquedad, espera, entre otras.

Aun así, quiero pensar que esa “h” encontró cauce en uno de los poemas de algunx de mis amigxs, y aún no se seca.

Por Ignacio Pantoja