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En el cuarto a oscuras veo
lo mismo si cierro o si abro los ojos,
siempre hice la prueba pero no hay caso,
mi vista jamás se ajusta al negro absoluto.
Envolver la sal en una servilleta,
barrer las migas con el dorso de la mano,
son apenas dos maneras comunes
de transitar la desgracia.
Comunes, pero no por eso
de menor importancia.
No hay mucho que distinga
a la maldad de la estupidez,
y esto percibimos en la nota
que dejó Kevin Carter al morir:
Lo siento, lo siento muchísimo.
El dolor de la vida anula la felicidad
hasta tal punto que la felicidad
se vuelve inexistente…deprimido…sin teléfono…
sin plata para el alquiler…sin plata para la cuota alimentaria…
sin plata para las deudas…¡¡¡sin plata!!!
Me persiguen las memorias vívidas de asesinatos
y cadáveres y la ira y el dolor…de niños famélicos
o heridos, de locos de gatillo fácil, policías,
verdugos asesinos…Fui a reunirme con Ken,
si llego a tener esa suerte.
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Inventamos un nuevo método,
espero que ustedes juzguen su utilidad
o su falta de: es posible medir el diámetro
de la caparazón de un caracol, sí,
utilizando una regla o un metro.
Pero suele ocurrir que en una distracción,
por maldad o por alguna diversión,
podemos pisarlo y destruirlo. De aquí
se deriva un método más. Consiste en
oír con atención el sonido que hace al crujir
y romperse, y sigue los mismos principios
con los que medimos la distancia de un rayo
al caer dependiendo de cuánto tarda
en emitir su sonido. Al seguir este paso
hemos dado con cálculos y cifras
más certeras de las que nos proveía
cualquier otro instrumento de medición,
por lo que hemos estado día y noche
aplastando caracoles bajo la suela
de nuestros zapatos.
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Me han regalado una lupa, que todavía no he usado para nada.
Por añadidura, me han investido con la capacidad de leer la letra chica,
la que se nos suele escapar de alguna manera, la que queda oscura
e indistinguible de cualquier otra marca de la página.
Me encontré leyendo, gracias a ella, las líneas de la mesa,
porque la madera ha dicho cosas imposibles de entender
hasta haber podido internarse en su microscopía.
Se la lee, entonces, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo,
igual a como se escribe, igual a como se piensa.
La falta de márgenes o renglones puede parecer problemática,
pero llega un momento en que la vista se acostumbra.
Por más ensamblada que sea esta mesa,
aunque no podamos dar cuenta de su lectura,
hasta la madera compacta puede contarnos su historia,
nada más hace falta tener paciencia.
Por desgracia carezco de esa cualidad,
y en las horas que interrogué la superficie
no hallé nada de valor,
solo el brillo esmaltado de lo defectuoso
devolviéndome la mirada.
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Aclaremos desde el vamos:
lo insignificante no existe.
Debo precisar, por medio
de una lista, las siguientes conclusiones:
Seguimos respetando a rajatabla
la didáctica dada por el renglón.
Empollar un durazno
o empollar una mandarina
equivaldrían a ser lo mismo.
Presumir de algún logro espiritual,
del avistamiento de un milagro,
es reconfortante, un latín bárbaro
para curar a los animales.
Un mosquito en invierno
no es un sobreviviente,
es una plaga.
Aquel que perfeccionó el uso del papel
sentó las actas de nuestra desaparición.
Por último, un comentario que oí al pasar:
“Yo quería un nombre común
y no un nombre de santo”.
Por Manuel Pérez