a la memoria de Luisa Toledo

a la porfía de lxs anónimxs en El Jardín de la Resistencia

“Pero la época es de igual modo eso que encontramos en el fondo de nosotrxs mismxs cuando aceptamos descender hasta ahí, cuando nos sumergimos en lo que vivimos, sentimos y percibimos. En todo esto hay un método de conocimiento y una regla de acción. Es en el fondo de cada situación y en el fondo de cada unx donde hay que buscar la época. Es ahí donde nosotrxs nos encontramos, donde tienen lugar las amistades verdaderas, dispersas en los cuatro puntos del globo, pero caminando en conjunto” Comité Invisible

La prohibición de deplazamiento fue una de las primeras restricciones en las que nos vimos inmersxs durante los primeros meses de pandemia (a excepción, por supuesto, de aquellos trabajos precarizados y/o “esenciales”). Desplazarse, caminar, andar, salir y ver qué pasa fueron experiencias que se vieron quebradas por una sustracción del cuerpo del espacio público, debido a la circulación del virus. En ese sentido, la experiencia de la ciudad se volvió otra, el ritmo de las cosas más cotidianas se alteró profundamente (mismas situaciones que se venían experimentando ya, desde esa otra irrupción de un otro-espacio y otro-tiempo que significó la insurrección de octubre de 2019). Pero tranquilxs, este no es otro texto más sobre la pandemia. Solo sirve como detonador para pensar algo así como un movimiento hacia adentro, un (re)pliegue en sentido de que la memoria y los trayectos, las líneas y los recorridos que trazamos al andar, evocan múltiples métodos para pensar las diferentes grafías que entrañan nuestros desplazamientos. Y es que hay ritmos y memorias que suturan las condiciones de aislamiento cotidiano, donde la sujeción a las temporalidades de los diferentes dispositivos de la metrópolis es posible sortearlas o subvertirlas en una (a)puesta en común ya no solo de nuestras memorias, sino también de los múltiples modos de narrar(nos) los relatos, recorridos y vivencias. Una percepción epocal, una inteligencia compartida y luchas de otros tiempos que se actualizan al clamor de las fisuras del presente.

En el libro Guía para perderse en la ciudad de Víctor López Zumelzu (Jámpster Libros) despunta cada tanto cierta tentativa por trazar y delinear la pregunta por aquello que hace (la) memoria “con todas sus incertidumbres/ y elipsis” porque “los recuerdos son un pozo sin fondo (…)/ y a esa parte mi lenguaje jamás pudo llegar/ en esa parte tracé los límites de mi escritura”. Pero, ¿qué significa memoria? ¿Cuál su límite? Ya de por sí, la pregunta abre un abismo enorme en el que muchxs han caído. Y es que pareciera ser que no importa tanto saber qué es algo, sino más bien cómo funciona, cómo hace algo. Para el sujeto moderno, el mundo está de un lado, él del otro y el lenguaje/memoria está para poder cruzar de un lado a otro del abismo. El lenguaje y la memoria, lejos de servir para describir el mundo nos ayuda más bien a construir un mundo: poblar el abismo. Al igual que la memoria, para Víctor “la escritura no es la representación del mundo/ sino una concesión con él” puesto que “con el tiempo aprendemos/ que las cosas alrededor de nosotros/ tienen un nombre/ y nosotros también las aprendemos/ a nombrar”. Nosotrxs agregaríamos que, con el tiempo las cosas tienen un ritmo y que nosotrxs aprendemos también a callar, para así permitir que aquello que no pasa necesariamente por la palabra, adquiera otra tonalidad sobre nuestras percepciones, un ánimo desplazado que hace pliegues allí donde se va colando lo imprevisible. Como un retazo de memoria, un girón apenas: “Entonces, si lo pensamos bien, el ritmo deja de ser una cuestión de tamaño, se trata de una velocidad; y luego un verso abandonado, suelto, perdido no significa la falta de ritmo, simplemente sucede a un ritmo diferente, lo que permite que el lenguaje se vuelva borroso”. Quisiéramos que aquí ritmo dijerase -parafraseando a Meschonnic- de la irrupción del cuerpo en la escritura: un descentramiento de la palabra (logos), donde los claros/oscuros que componen la velocidad del poema habilitan la posibilidad de “que el lenguaje se vuelva borroso”, desatendiendo así el mandato escritural de representación y concesión: “Un poema es un inventario/ de silencios”, nos dice Víctor.

¿Qué sucede con la memoria? ¿Cómo dar cuenta de aquello que nos pasó/pasa? Y es que “el ritmo tiene una función no restrictiva, como en las proporciones canónicas; más bien, él mismo es historia -memoria agregaríamos nosotrxs-, porque indica el lugar de descanso, lanzamiento, detención o ataque”. Un juego de distancias y acercamientos, un juego de los desplazamientos y representaciones en un campo abierto por las disputas que en este se dan. La memoria no es un terreno baldío, es un jardín donde disputar nuestras posiciones. Para Víctor la memoria son retazos desprendidos de cosas que vienen a detenerse en algún momento, en determinados sitios: “Solo un montón de hojas muertas acumulándose/ en la parte trasera de un jardín”; “¿Cuántas hojas pueden caer en el mismo lugar/ antes de que en nuestros labios se forme un pensamiento?”; “Si las cosas que estaban alrededor mío/ no estaban escritas en alguna hoja/ mi vida no habría valido la pena” ¿Cuántas hojas que se acumulan en un jardín hacen una memoria? ¿Cuántos muertos hacen un país herido? ¿Será necesario tanto dolor? “¿Acaso será necesario más dolor?” Como escribe Víctor, “cada país tiene una palabra para definir el miedo” y la necesidad de una materialidad (la hoja) en la cual encarnar cierta voluntad escritural que ponga límites al olvido.

“Si comprendes que la distancia entre los sentidos es insuperable, entonces no hay necesidad de buscar paralelos semánticos, metáforas. La poesía será lo que se precipite entre unidades semánticas, palabras, cosas, lo que se precipite lo más lejos posible de la anterior, con el verdadero propósito de tal erotismo en el no encuentro, en la no fusión entre tono y contenido”. Y es que, precisamente, los sentidos piensan cuando la frontera entre lo imaginario y lo real se raja, ahí donde el poema adquiere una velocidad autónoma y se lleva puesto los signos del logos: pura turbulencia continua.

¿Cómo se forma un pensamiento? ¿Por acumulación de lo que fuere? ¿Por desplazamiento? ¿Puede pensar un cuerpo? La pregunta del millón es ¿con qué se piensa? O más bien, ¿cómo se piensa? Si es que hay una velocidad rítmica del pensamiento que es corporal, puesto que se piensa a medida que nos desplazamos, a medida que hacemos carne aquellas ensoñaciones que recibimos como herencia y persistencia de quienes nos antecedieron, la memoria es aquel fogonazo que aviva los esbozos de una ciudad en disputa, como puede ser durante los tiempos de una insurrección. Siempre y cuando tengamos el valor de volver a mirar a los ojos el horror: “Ella se quedó dormida/ y cuando abrió los ojos/ miró hacia atrás/ y descubrió con terror que el pasado es un camino angosto/ repleto de aves muertas”. Y es que al repensar, retrotraer, convocar o (re)actualizar las vivencias de quienes nos precedieron, la fuerza de lxs oprimidxs se abre en el presente: un aquí y ahora que horada las diferentes opresiones, dominaciones, sujeciones. Por más que intentemos enterrar en el fondo del jardín aquellas aves muertas, todos esos cuerpos, todas esas evocaciones… todas esas generaciones muertas seguirán oprimiendo como una pesadilla -y como una posibilidad siempre actual- el cerebro de lxs vivxs. La memoria es esa guía para perderse en la ciudad, un jardín en medio del desastre que se va deshojando a medida que la extrañeza y la posibilidad del encuentro con nuestro pasado, se desliza y atraviesa el presente para levantar aquí y ahora las luchas de nuestrxs muertxs, que son también las nuestras.

La memoria es un pa(i)saje que, al igual que un jardín, hay que cultivar constantemente.

 

Por Nicolás González

Pintura por Alejandro Quincoces

 

 

 

 

 

Guía para perderse en la ciudad
Víctor López Zumelzu
Jámpster Libros
2010 – 2021