Me di cuenta.
Estoy enamorada de Ellen Bass.
No tengo interés en otras poetas
aunque fueran más acertadas
inteligentes o graciosas.
Quiero leer como Ellen describe
a una flor como un ano y a un ano como una estrella
como habla de Janet, de su hija o de un vecino
de la infancia, con analogías de tallos y ríos
o usando la palabra scoop
en uno de cada cinco poemas
y la tenga que buscar cada vez.
Nunca me había enamorado de una señora
de setenta y cuatro años:
en las tres únicas fotos
que aparecen de ella en Internet
la sonrisa fácil, la pera lisa, los pómulos
naturalmente colagenados
los ojos en forma de gota horizontal-
ashkenazíes como los míos-
los rulos perfectos y grises
sus aros turquesa.
Una noche
imagino que la conozco.
Ella viene a Buenos Aires
invitada por la Embajada de Estados Unidos
a la Feria del Libro, o voy yo
hasta su casa suburbana en Santa Cruz, California
a pasar una semana.
Llego con vino y alfajores
habiendo intercambiado varias decenas de mails
toco el timbre.
La puerta se abre y ahí está
más alta de lo que imaginé
la envuelve un aroma floral.
Al instante mi inglés empeora, como cuando querés
hablar con alguien que tiene la cara perfecta.
Ella entiende enseguida y nos abrazamos
a la vista de nuestros amantes.
Es una celebración íntima
al fin nos conocemos
después de haberla traducido
leído sus secretos, su dolor, sus preocupaciones
después de haberla llevado conmigo a la playa, a la casa de mis papás
a la hora de la siesta, al baño, al fondo de la mochila
después de haberme enamorado, separado
y de publicar su libro en castellano.
Siento su amor, esa calidez única
que tiene para contestarle a un desconocido.
Me doy cuenta de que nunca había escrito así
sobre el amor, impulsada por el amor.
Nunca
garabateé el nombre de un chico
en el margen de una hoja Rivadavia
dentro de un corazón
ni le dije a mi mamá que la quería
en esa carta que me hicieron escribir
en el campamento de verano
para decirle que todo
estaba bien.
Por Daniela Ema Aguinsky
Foto de Ellen Bass por Daniela Aguinsky