A ella sólo le vemos el rostro. En un principio, no vemos más que eso. Mirada restringida. Sentidos abstraídos, condicionados. Su rostro es pálido, reluciente, brilla. Brilla, prácticamente. Se advierte un extraño fulgor, intermitente, en su perfil casi perfectamente delineado, atravesado por la luz del sol que ya se empieza a extinguir, solapado, en el horizonte. Ahora vemos un poco más, y se descubre esa ruta en el fondo de la escena. Una carretera larga, eterna, plateada y relumbrante. El pavimento como electrificado, efectos ópticos que producen los rayos del sol. Como un espejismo que se agobia, que se va apagando muy de a poco, muy paulatinamente. Pastizales a los costados, como danzando al compás de alguna música inexistente. Vacío, vacío en el ambiente. Vacío en la atmósfera que se percibe cálida y ardorosa, pesada, a pesar de la brisa. Silencio, quietud infinita. Salvo los pastos.
Su rostro. Algo parece indicar que la estabilidad que lo gobierna no se mantendrá por mucho más tiempo. Los primeros en menguar son sus ojos, se denota la inquietud en ellos. El miedo. Algo se desmorona. Algo empieza, más bien, a desmoronarse. El clima, afuera, sigue igual; el derrumbe es interno. Las pupilas se dilatan a medida que los labios de ella sucumben ante un temblor irregular, como un estremecimiento espontáneo. Algo pierde el equilibrio, dentro de ella. En sus labios ya se percibe un temblequeo trepidante. La brisa se hace viento. Los pastos ya no sólo bailan, ahora también silban, susurran, balbucean. El rostro de ella comienza a arrugarse, casi de repente, primero su entrecejo, luego su boca, luego sus mejillas, luego sus pómulos. El estremecimiento se vuelve agitación, la agitación se vuelve contracción, la contracción retorcimiento. Y ahí cae la lágrima, que se desliza insegura. Es lenta, aunque impulsada por el inexorable parpadeo. Ella baja la cabeza, mira hacia el suelo. Suena el primer disparo. Abruptamente, levanta la mirada. Hacia el frente, de nuevo. Fuera de campo. Sus labios ya no tiemblan, pero su boca se mantiene entreabierta. Su expresión se congela. Un forcejeo sutil y censurado, en fuera de campo.
El viento se vuelve a transformar en brisa. La acción se exigua, se apaga, de a poco. La imagen pierde intensidad, se torna frágil. La vida pierde el ritmo. Sus cabellos tapan su rostro, de pronto no vemos más sus ojos. Posiblemente ya los haya cerrado. Y se mantiene ahí, como expectante, aplacada, sofocada. Entonces suena el segundo disparo. Rotundo. Seco y letal. No hay reacción en ella. No se mueve todavía. Sus cabellos siguen bailando sobre la imagen. De repente, ella sale de cuadro, casi corriendo, hacia la derecha. No emite sonido alguno, no pronuncia ninguna palabra.
La ruta, interminable, se vuelve difusa y borrosa. Recién ahora empezamos a percibir las respiraciones, entrecortadas y ahogadas, a medida que la imagen se va apagando. Respiraciones que suenan desesperadas. Son dos. Son ellas/os dos, pero no las/os vemos. Hay un silencio. La ruta borrosa, opacada, silenciosa. El cielo que se cierra, muy de a poco. El sol que se muere. Las voces que no se animan a hablar. Tal vez ya no lo necesitan.
Por Juan Velis
Foto por Grete Stern