Este será el relato ganador. No me cabe duda, no puede ser de otra forma. Tanto talento innato no puede ser dilapidado en menciones honrosas o selecciones de antología. No, señores. El número uno o nada. Ya es hora que los lectores de habla hispana conozcan a quien ha venido a revolucionar la manera de escribir, al fundador de una nueva corriente estética sin tanto rococó ni firuletes que no vienen al caso. Que tiemble la vieja escuela, la vanguardia llega con mi nombre. ¿Quién es Borges? Un viejito aburrido que no salía a la calle ni para los terremotos. ¿Quién es Unamuno? Eso de nivolas, niveles, nivilis, y ocho cuartos. Vamos poniéndole nombre a lo que ya existe y después alardeamos que inventamos un nuevo estilo de ficción. ¡Por favor!

¿Y qué me dicen de la temática? Hay escritores que se pasan la vida escribiendo sobre el mismo tema una y otra vez, no se dan cuenta que con pequeñas variaciones siguen escarbando sobre sus mismos traumas hasta el cansancio, and so on, and so on… Yo les ofrezco la versatilidad de un rapero freestyler, usted me lanza un concepto y yo le construyo un poema, usted me tira una idea y le edifico una novela. Así debe ser, el escritor no está para repeticiones, sino lo llamaríamos artesano y no artista. ¡Traigan tinta que ideas sobran! Yo he venido para quedarme, y no me conformo con menos que laureles y medallas.

¡Ah!, pero por la puta madre que no se puede así con la página en blanco. ¡No, no, no! ¿Qué me calme? ¿Qué baje la voz? ¡A la mierda este bloqueo mal parido! ¡#&%¥§¤∆ώ*@>$! ¡Me cago en tu parentela si no logro encontrar la primera línea para rajar la espesura de la página en blanco! 

Abro la ventana y prendo un cigarrillo. Nada saco con exaltarme. Tan distante e indiferente, se para frente a mí y me mira con esa carita lechosa de mosquita muerta. Pero ella no tiene la culpa, soy yo el que no ha sabido cortejarla. Me acerco con sutileza y la abordo con galantería. Noto la tensión textual, leo la invitación que me hace a explorar nuevas formas de placer. Yo solo le quiero echar mano al teclado, percutirla con suavidad y martillarla con precisión; rozar sus teclas con la punta de mis dedos y digitarla con maestría. Sé que quieres lo mismo, que me deslice con firmeza por el teclado y no pare, que te tabule con dulzura, que busque tus espacios y te presione el Enter con vigor hasta que no tengas escape y pierdas el control, que toque tu tecla G y me pidas + y llegues al ¡!

Tengo que lograr encontrar la primera línea. Ya empezada la primera línea el resto es como un tobogán, pero primero debo hallarla. No se me puede escapar, debe ser mía, esos morlacos me esperan, tengo que conseguir la plata, mira que las cervezas no las regalan. Y si a este premio le sumamos los otros siete en los que pienso participar este mes, ahí llegamos a una cifra considerable. Y solo por escribir, no está mal, ¿eh? Las lucas alcanzarían no solo para chelas, sino también para ropa nueva. Había pensado en una chaqueta con coderas, ¡Todo un escritor!, ¿ven? Luego publicarán mis poemas, mis cuentos, mis novelas y mis ensayos. Ahora me alcanzará el dinero para una escapadita por ahí de vacaciones. Luego los lectores pedirán más: nuevas ediciones, traducciones a otros idiomas, colecciones de tapa dura. Con esto ya tendré para un auto, pero hay más. Después que venda los  derechos de las obras a Netflix para que hagan una adaptación… ¡Ah! Qué maravilla será vivir en Beverly Hills.

Pero antes a romper la inercia. No es fácil remover el cerco que obstruye la creatividad. Hay días que las ideas me vienen a raudales sin que tenga que hacer ningún esfuerzo para conseguirlo, pero hay otros como hoy en que debo concentrarme y ponerle empeño si quiero que se me ocurra algo. O sea, de que se me ocurren cosas, se me ocurren, como a todo el mundo, pero de aquí a que sean cosas dignas de ser contadas es otro tema. Tanto esfuerzo por superar el vacío. ¿Valdrá la pena? Tantas horas con la cabeza enterrada sobre el teclado y la cara pegada a la pantalla. Y ¿para qué? Si al final la literatura no sirve para nada. Este relato podría haber sido lo mejor que haya escrito, pero me da flojera seguir insistiendo en algo que quizás jamás ocurra. Y si esto debe ser contado, de seguro que se le va a ocurrir a otro. 

Algo de distracción quizás me haga bien y me ayude a pensar. Me echo sobre el sofá y me pongo a ver videos aleatorios de Youtube: clases de zumba para principiantes, 3 videos que no deberían hacerte reír, pero que lo harán de todos modos, top 5 peleas entre invitados a programas de la TV. Cuánta basura, pero me da lo mismo, lo que quiero es relajarme y no pensar en nada, solo dejarme llevar. Abro un video y salto al siguiente y así me voy extraviando en un laberinto hedonista. ¡Jajaja! Llego a los payasitos de mi infancia. No entiendo cómo un humor tan pueril puede hacer reír a alguien, pero son payasos y su público son niños, no hay mucho que escarbar. La trama del número es sencilla y absurda. El payasito de peluca roja le pide a su amigo, el payaso de peluca negra, que le ayude a escribir una carta a su novia porque él no sabe escribir. Convenientemente para la trama, el payaso de peluca negra trae en sus manos una botella de bebida y un trozo de pastel que deja sobre una mesa. Entonces el payaso de peluca roja se sienta a escribir la carta a la novia de su amigo que, convenientemente para la trama también, se llama Genoveva, pero la apodan Veva. Hasta aquí todo es predecible. Como el de peluca negra le dicta las palabras de la carta, la fonética llama a la confusión y cada vez que éste llama a su novia por su nombre, su amigo entiende que “Beba” es una orden y se toma un trago de refresco. Y cuando el amigo dicta que debe hacer una pausa en la oración y dice “coma”, el payaso de peluca roja le da un mordisco al pastel. Así se van entre coma y beba por más de veinte minutos en que la sucesión del mismo evento provoca un estado de seudo hipnosis (no se me ocurre otra teoría) en el espectador, que a pesar de que sabe perfectamente qué es lo que va a suceder se ríe como si algo de esa dinámica lo sorprendiera. Al final viene la moraleja y ambos personajes miran a los niños que deben estar tras la pantalla y les advierten que comer y beber hasta el hartazgo es dañino. Qué sé yo si es malo o bueno, yo ya tengo treinta y tantos, y si me quiero atiborrar de cerveza y papas fritas nadie me lo impide. Me levanto y camino a la cocina para llevarle la contra a esos payasos moralistas, qué se creen. 

Me siento nuevamente frente al computador. Ahora sí. Con el estómago lleno es más fácil pensar. ¡Vamos, vamos! Algo tiene que salir de esta cabeza. Ya quisiera poder sacar un conejo del sombrero, o mejor un burro, como Juan Ramón Jiménez, y que me dieran el Nobel por ese asno azucarado y odioso. O llenarme los bolsillos por escribir las obviedades que narra Coelho o las historias de telenovela que cuenta Allende. Tanto best seller para inflarle las cuentas bancarias, pero para los escritores que nos jugamos el pellejo en cada libro, que con suerte conseguimos publicar, pasando hambre y frío, ni los aplausos. Para las Corín Tellado modernas y los psicomagos-gurú de la autoayuda y el desarrollo personal, casas con jardín y cocineros que les preparan la cena para así no interrumpir la conexión sagrada con el universo proveedor de la magia cósmica que los iluminará durante la escritura del libro que está destinado a traer paz y bienestar a las conciencias; pero para los escritores anónimos, ni nos responden de la editorial si recibieron el manuscrito.

Este debe ser el relato ganador. Solo falta que se me venga una idea genial a la cabeza y ya está. No me vayan a salir los miembros del jurado con que leyeron por ahí una obra que les pareció el non plus ultra de la literatura actual y que coincidentemente el autor resulte ser uno de sus amigos de las tertulias o de la facultad o de los clubes de lectura. Ya se alinearon los astros y se conjugaron los planetas para que de esta pluma surja el ganador del certamen. Que conste aquí que si eso no ocurre, dicha infamia será desde hoy considerada como el octavo pecado capital. 

Por Tony Riveros

Imagen de portada: El Sacerdote Casado – Magritte