El cuerpo de Josefa es pequeño en comparación con su cabeza. Al momento de nacer, la partera decía que la niñita tenía pinta de ser prematura, pero la compañera le decía que no, que todas las fechas habían resultado bien. Tiene completito los 9 meses, salió cabezona nomás. Pero con el pasar de los días, tanto los brazos, las piernas junto con el tórax, se fueron expandiendo a paso lento, sobre todo por las noches. Su padre, en las horas de insomnio, cree ver cómo la piel de la niña se estira lentamente mientras duerme arropada bajo las sábanas de su pequeña cuna. Josefa tiene dos lunares pequeños, uno en el antebrazo derecho y otro en el muslo izquierdo. Rodrigo acostumbra tomar una cámara y graba con cuidado las manchas cutáneas de su hija, luego pasa las grabaciones a su computadora y se queda observando el avanzar del tiempo a cámara lenta. Los lunares se extienden como pequeñas rosas giratorias, como tuercas calidoscópicas o como aquellos torbellinos que se forman en la corteza de los árboles. Mi hija crece rápido, escribe Rodrigo en una libreta que lleva siempre consigo. Mi hija crece sana, es una flor exótica a la que apenas sé cuidar debidamente. Dios se apiade de mi niña.
Josefa ha cumplido 9 años y es una chica hiperactiva. Sus dos pasatiempos favoritos son dibujar dinosaurios y mirar revistas de superhéroes. Un día le muestra a su padre uno de sus últimos trabajos: un dinosaurio con una capa al estilo de Superman que lucha contra una villana de cuerpo reptil. El dibujo que sostiene la niña parece demasiado grande, como si en cualquier momento la fuera a aplastar. Rodrigo recuerda haber leído que es así como lucen las obras maestras. Trozos de papel manufacturado que superan la propia medida del autor. Sus notas en el colegio son sobresalientes, tiene muchas amigas. Algunas noches trae a la casa dos o tres de sus compañeras y se pasan en vela jugando por los pasillos. Mientras tanto, los padres charlan y ríen en la mesa de seis patas que ocupa el salón. La noche transcurre al ritmo de una cinta corredora a máxima potencia. El reloj marca las tres de la madrugada. Los padres sacan a sus hijas durmiendo en brazos. Josefa queda recostada en su cama, abandonada entre las sábanas revueltas. Rodrigo se acerca y con mucho cuidado, quita el cabello del rostro de su niña flor de madera (es así como a ella le gusta que la llamen). Sus lunares giratorios se han desplazado desde el antebrazo hasta el cuello y del muslo hasta la altura de su vientre. Papá, dice. Papá, la Rocío dijo que cuando grande nos vamos a tener que morir. Las luces de la habitación están apagadas, de la puerta entreabierta llega la luz del pasillo, en la ventana resplandece la luz de los autos a velocidad media. Es parte de estar viva, morir es parte de estar viva, no es nada del otro mundo, es el inicio de otra cosa. Hace un rato, Josefa no lo miraba. Ahora, los ojos somnolientos se clavan en el joven rostro de su padre. ¿De qué cosa?, pregunta. No lo sé, eso tienes que descubrirlo tú. No quiero. Es una aventura, le dice Rodrigo, la mayor de todas. Los peluches dispersos por el suelo lo distraen por un rato. En penumbra, sus cuerpos parecieran caer de manera distinta. Desarticulados, desparramados, estas son las palabras que le llenan la cabeza. Cuando sea viejita no me quiero morir. Los peluches parecieran estar a punto de ponerse de pie. Rodrigo abraza el cuerpo delgado de su hija. Los peluches no logran hacer nada. Todos duermen mientras el padre, horrorizado, se aleja de la cama y cierra la puerta. Por primera vez, Rodrigo siente que teme por la vida de su niña.
La joven Josefa de dieciséis años tiene un lunar en la mejilla derecha con la forma de un diente de león. Su otro lunar se oculta bajo la ropa, casi a la altura del diafragma; sigue pareciendo una flor, pero una desconocida, sin nombre. Del colegio regresa junto con sus amigas y algunos chicos interesados que viven por el barrio. Josefa los detesta, así que se dedica a ignorarlos con excepción del momento de la despedida, donde junta su mejilla con la de los hombres sin estirar la boca. Rodrigo ha encontrado trabajo en una oficina en el centro de Santiago como recepcionista. Sale junto a su hija por las mañanas y luego la vuelve a ver al comienzo de la noche. Josefa llega varias horas antes a casa, por tanto, a esa altura ya se encuentra encerrada en su habitación. Rodrigo la saluda, le pregunta que tal la escuela, hablan un rato y se despiden. La niña flor de madera, en el silencio de su cuarto, observa su cuerpo desnudo delante de un espejo, buscando la ruta que los lunares han hecho por su piel. Del antebrazo a mi cuello, de mi cuello a la cara. Del muslo a mi ombligo, de mi ombligo a la boca del estómago. Con un plumón se pinta cuatro lunares, en la posición donde antiguamente estaban sus manchas de flores. Salta, contorsiona su cuerpo sobre la cama, ríe, baila. A la hora de la comida se viste y se sienta a la mesa con su padre. Pan, tomate y palta. A Josefa le gusta la palta al igual que Rodrigo. Los tomates quedan olvidados. Hoy día una compañera de trabajo estaba hablando de que se robaban niñas por su barrio, arriba de una furgoneta ¿Has escuchado algo de eso? No, le contesta Josefa. Tiene pinta de ser mentira. ¿Por qué? No sé, muy exagerado, si hicieran algo así lo harían más secreto. Rodrigo la mira y cae en cuenta de la forma reveladora de su rostro. Cuando era pequeña, estaba convencido de que incluso podía ver el giro de sus lunares sobre la piel. Ahora, ni si quiera se ha dado cuenta de cómo ha avanzado el tiempo. Me gustaría que anduvieras con más cuidado hija, tienes celular y casi nunca me llamas. Sí, obvio, nunca me vengo sola. ¿Pero me podí llamar al menos? Josefa lo observa de reojo, luego se mira el reverso de sus manos. Sipo, obvio papá, desde mañana te puedo empezar a llamar. Las ventanas del comedor están abiertas. El viento, con delicadeza, recorre las paredes, los muebles, el suelo, el polvo acumulado, la mesa, el mantel y los cubiertos. El cabello de Josefa se agita como el follaje de los arbustos frondosos. Qué bueno que corre viento, así se ventila el olor de encierro de esta casa. Y se levanta, torpemente se levanta. Entra a su pieza y cierra la puerta. Y la brisa del incipiente verano ventila, limpia y se lleva todas las cosas.
La chica de flores y de madera tiene diecinueve años. Sus lunares cambiaron de color. Antes eran profundamente marrones, ahora parecieran ser pequeñas pintas de tinta morada. Uno se encuentra al filo de su oreja, justo a la altura de la patilla. El otro luce destellante en su cuello, por encima de la clavícula. Su mejor amiga, al próximo día, cumplirá veinte. Vive a dos horas de su casa y su padre, por un momento, se niega rotundamente a que vaya. Al rato, sin mayor esfuerzo, cambia de opinión. Anochece, asciende nuevamente el sol. Josefa se despide y Rodrigo se queda en casa, de cabeza en los formularios de su trabajo que debe revisar. Pasa una, dos horas, enciende el televisor y sintoniza una película de vaqueros. Los rostros arrugados de los hombres rudos lo agobian. Nunca antes había sentido de forma tan terrible el paso del tiempo. Apaga el televisor, observa los cuadros que adornan la casa. Pasan tres, cuatro horas. Rodrigo cocina arroz con vienesas y se sienta a comer, mientras busca nervioso algún mensaje de Josefa en su celular. Recorre la pantalla al menos unas diez veces, sin darse cuenta de que en realidad no está viendo nada. Pasan cinco, seis horas. Josefa se quedará a dormir en casa de su amiga, lo acaba de leer en un mensaje. Rodrigo se relaja y se tumba en su cama. Cae dormido, pensando en cómo los cuadros de la casa parecían haber cambiado de posición. Es un augurio, dice en su mente, antes de entrar en los sueños. Pasan siete, ocho, nueve horas. Amanece. El hombre se levanta y sale a su trabajo. Saluda a sus compañeros. Oye los mismos rumores, las mismas tragedias que hacen retumbar su cabeza. Pasan algunos minutos. Por alguna razón, no siente ningún deseo de volver a casa. Llama entonces a Josefa, pero no contesta. Pasa media hora. Llama a Josefa tres veces y no contesta. Una compañera de trabajo lo saluda y pega un salto por el susto. Le ofrecen agua. La rechaza. Pasa casi una hora. La amiga de Josefa llama a su celular y dice que la trae consigo a su casa, que va en camino y que llegará en unos cuantos sonidos fuertes del reloj. Rodrigo pide permiso en su trabajo y toma un taxi en dirección a su hogar. Recuerda nuevamente la posición de los cuadros, el rostro de los vaqueros, los terribles formularios esparcidos por encima de la mesa. En qué momento mi casa se ha vuelto un infierno, se pregunta, sintiendo vergüenza, no sabiendo en realidad las cosas que dice. Baja del auto, busca sus llaves y las guarda. La puerta está entreabierta. Josefa y su amiga están sentadas al borde del sillón. Una abraza a la otra, una tiembla y la otra calla. Rodrigo observa, se mueve, retrocede. Josefa tiene oculto el rostro, por debajo de los pelos que le caen de la cabeza. Rodrigo la busca, persigue sus ojos y no la encuentra. Que pasó, le pregunta, que fue lo que te pasó. No sé, le dice, no sé lo que me pasó. Y los lunares, como nunca antes, se han vuelto una marca terrible entre la ropa revuelta. En esta casa ya nadie sabe lo que verdaderamente pasa. Todo está cubierto por una terrible mancha.
Por Víctor González Astudillo