Las tres obras, completamente inéditas, habían sido leídas por el jurado de los premios literarios 2018 y las habían declarado ganadoras, La Editorial QR era la flamante editorial de ese año. Los textos eran esperados con expectación absoluta; hay que entender que expectación absoluta es en realidad, veinticuatro personas entre amigos y familiares, tal vez treinta si tomamos a los curiosos del azar y tal vez cincuenta si somos generosos. El ambiente de arrebol, de que pudiese existir una performance tenía a todos atentos, entre el naranja del atardecer y la noche incipiente daba la sensación de que todo lo que se había escuchado se haría realidad, algo se había filtrado sobre una performance brutal realizada en la Patagonia, donde incluso, registros audiovisuales brillaban por su ausencia pero que las redes sociales compartieron como una ostentosa y fatídica fake news, podía ser gloriosa. Me senté a varios metros, casi en la última fila, mirando hacia el centro, ya asumido en pertenecer al grupo de los curiosos del azar. Cuando entraron los tres autores con bolsas en la cabeza, las mujeres con la bolsa negra y el hombre con una bolsa color marrón, único indicio de identidad que se nos otorgó, supimos de inmediato que todo sería muy extraño. Lo cierto es que se habló de los textos, de los poemas, del cruce que existían entre la prosa y los versos. A esa altura llamaba poderosamente la atención que las caras de los autores no se mostraran. Los directores de la editorial, un hombre y una mujer que se identificaron como el Sr. Q y la Sra. R, en honor, los ya comunes códigos de verificación QR, comentaron que su idea era plasmar libros sin autores, como si el autor fuera un adorno del texto, que lo único importante fuese el texto que todo lo demás no debía existir. Los tres libros tenían como leitmotiv el mar y el sentido del hundimiento. Los autores debían estar postrados a tal nivel que no pudiesen respirar en la superficie, pero no había que matarlos, sólo acostumbrarlos a nadar bajo, lo más hondo posible. Las cabezas tapadas con las bolsas asentían, sus manos tenían guantes negros y sus pies mostraban mezcla de tacones rojos, bototos y polainas, el cuerpo velado por sotanas púrpuras depositaban una pátina de silencio y quietud, es más, hasta ese punto varios supusimos que el Gobierno estaba involucrado porque había un Funcionario de Educación que asentía a todo y sacaba fotos con profesionalismo y esmero, esperando que el logo del Estado brillara fuerte. Largos minutos mutaron a dos horas de introducción, de mucha teoría literaria, de citar bastante a Steiner, Montalbetti, Celine, Bolaño, Bioy, Arguedas y Foster Wallace, incluso se leyó un ensayo completo de Wallace sobre las langostas. A esa altura ya no quedaba nadie, salvo un par de familiares y curiosos extremistas, las expectativas comenzaban a derretirse bajo los asientos. Se esperaba que en cualquier momento uno de los autores comenzara a defecar al costado de la mesa o de frentón que alguien parara todo eso y bailara zamacueca con la bandera de Dubrovnik. No ocurrió. Al final los autores se fueron en un taxi que los esperaba, quedaron los directores para la venta de los textos. Continuando con la no- si-performance se vendieron los textos sellados, los tres, con una cinta numerada, el monto fue bastante irrisorio para tres libros de casi trescientas páginas cada uno. Todos obedecieron. Nadie leyó página alguna, muchos llenaron sus Instagram con fotos sobre los autores, el hermoso enigma que suponían esos versos, esa prosa. Yo mismo junté un par de billetes para adquirirlo. Me vine en el metro pensando si debía o no abrir los libros. Las instrucciones eran claras, se debían abrir cuando llegase un mensaje de texto al celular con un código QR, algo totalmente innovador, que por supuesto nadie respetó. Muchos llegando a su casa abrieron los textos, otros en el bar de la esquina, en el metro, en el baño, cada uno abrió y retiró el hermoso listón negro para darse cuenta de que cada una de las páginas estaban en blanco.
Por Carlos Matteoda