Hoy llegué temprano a la oficina, es invierno, y las ventanas son cristales congelados, ojeras de un frío despreciable. Al frente de mi módulo no hay nadie. Enciendo mi computador, subo el volumen del teléfono. Es martes, aunque perfectamente puede ser miércoles o jueves. De fondo escucho a ———, la canción ————–, por mera casualidad miro a mi derecha en la ventana una hoja, producto de la humedad está adherida, el gris de la niebla y el marrón de la hoja me trae un recuerdo antiguo, casi abandonado.
Es 1996 o 1997, mi familia pasa por una de las crisis económicas más duras de su existencia, mis viejos se ven obligados a pedir fiado en el almacén de la Sra. Gloria, mi viejo está destinando su sueldo o más a pagar préstamos, comida, mi vieja, lo mismo. Estamos al tres y al cuatro, viviendo el día a día. Mi hermano debe tener siete años, yo diez. Los días pasan entre pan con mantequilla, uno que otro huevo y arroz con salchichas, una pequeña ensalada de tomate, la madre, eterna y abnegada, nos prepara papas fritas, un par de papas, que para nosotros son enormes y suculentos banquetes. Decir que pasamos hambre sería una mentira, la vieja siempre supo (y sabe hasta hoy) como parar la olla. Mi viejo, omnipresente, se hunde en su trabajo, llega a ver las noticias, se duerme temprano o fuma en la oscuridad, escucha la música de su padre, hace los juegos del diario. Ha dejado de leer, sus libros están ahí al silencio impertérrito del abandono, tiempo más adelante serán míos. Nos inventa juegos, nos habla de cosas pasadas, luce tal como es, un futuro viejo sabio, deprimente, realista, y autoritariamente gracioso.
Acá en la oficina sigo mirando la hoja, el café cliché del oficinista mediocre es la antesala a la acidez que maldeciré por el resto de la mañana, respondo correos, cosas sencillas. La hoja ya no está en la ventana. Siento que debo volver al recuerdo.
Cierto viernes llega el hermano mayor de mi papá, está acongojado, nos mandan a la pieza, es conversación de adultos. Nuestras opiniones, con justa razón, deben ser silenciadas, suprimidas, no pueden participar de los errores adultos, los niños tendrán sus propios errores que cometer. Mis padres nos dicen que se quedará con nosotros un tiempo.
Años después el misterio se revelaría, nuestro tío había encontrado a su mujer acostada con su primo, mientras sus hijos jugaban en el living, dicho suceso lo precipitó fuera de su casa, fuera de su familia, alojado a los cuatro palos parados que era nuestra casa, al menos un hogar donde esos sucesos eran desconocidos por completo. Durante meses estuvo con nosotros, dueño de una serie de teorías propias, fuimos su distracción, dos niñitos normales y traviesos. El tío nos dijo una vez que el cuerpo humano no podía estar 48 hrs. bajo el agua, vale decir, con el agua hasta el cuello, las células podían transformarse en agua y la muerte entraba por cada poro de la piel. Mirar al fuego por más de dos minutos te garantizaba ojos sanos, y que tomar de un golpe un litro de agua en la mañana, en la tarde y en la noche, te garantizaba una vida sexual plena. Escuchábamos ese tipo de cosas sin saber muy bien que significaban, lo mezclaba con sonidos de robot y chistes absurdos, todo él era un absurdo, un enorme corazón sin un poco maldad, y es ese el enorme complejo, no tener un poco de maldad, aunque sea un poquito, algo a la cual se pueda recurrir, el tío era una esponja que no podía explotar, una enseñanza de temple y de estupidez.
Entre las deudas asfixiantes, una casa minúscula, cero posibilidad de rehacer la vida, con un hermano mayor separado, el aire de la casa era un nube tóxica a sólo un paso de cristalizarse y transformarse en un cubo de hielo y cemento de más de 5 metros cuadrados, que nos imposibilitaba tanto el respirar, el comer, el vivir. Las paredes, delgadas, una habitación compartida con un tío, comidas en una mesa para dos donde comían cinco. Mi madre, acostumbrada a la precariedad, mucho más que mi padre, miraba todo con normalidad, hija mayor de ocho hermanos sabía lo que era postergarse y anularse, y veía esas situaciones como martillazos lógicos en lo que se denomina el actuar familiar.
En el patio de la casa, no hay plantas, un par de ligustrinas que brillan al sol del invierno contrastan con el negro de un Chevrolet Opala, un auto antiguo, feo, tosco, una hermosa pieza de chatarra con luces, el auto de mi tío era, para nosotros, casi un juguete gigante. Algunos días nos paseaba, recuerdo paseos a Providencia, desde San Ramón era todo un viaje. No salíamos del auto, y a veces mi tío nos inventaba que eran cientos y cientos de kilómetros. Cuando en realidad era cruzar un par de comunas.
Les insistimos tanto a mi padre como a mi tío, que nos llevaran a la playa. Accedieron, mi madre preparó huevos duros, pan con queso, algo de pollo y jugos en polvo. Como deprimente, cansada. Fuimos un sábado temprano en la mañana, era septiembre, el tío ya llevaba dos meses con nosotros.
Son las tres de la tarde, acá en la oficina alguien habla del terremoto del 2010, de pronto todos comienzan a contar sus anécdotas, dónde estaban, qué hacían, cómo se salvaron. Palabras ya dichas y repetidas hasta el cansancio. Mi acidez desapareció luego del trago de agua y una cucharada de bicarbonato de sodio. Vuelvo a escuchar la entrevista que le hacen a Jorge Teillier en un programa antiguo, donde incluso se repite que es el candidato al Premio Nacional de Literatura, premio que no ganará nunca. La mirada y la risa del Poeta es un regalo, frases simples, nada forzadas. Morirá alcohólico en la Ligua. —Que respiramos y dejamos de respirar— en el poema Despedida me suena a la verdad absoluta.
El viaje a la playa, exactamente no sé el lugar, fue una suerte de cataplasma curativo, ese viaje abrió en mí, un abismo tan grande, tan hermosamente doloroso que recordarlo es un proceso de limpieza, un acto de redención por todas las cosas que poseo y no merezco. Ambos niños atrás, los adultos adelante, haciendo comentarios en doble sentido, con metáforas baratas, conversaciones que subestiman a los niños. Sepan que los niños entienden, en forma y fondo. Mucho más profundo que el pensamiento recto, diseminado, y poco esforzado del adulto común. Nosotros, los niños, íbamos a conocer el mar, a ver la playa, tocar la arena. Los adultos, mi tío hundido en la infidelidad de su mujer y mi padre carcomido por las deudas con un revolver en guantera elucubraban la posibilidad de un suicidio en el Opala, y el asesinato (como daño colateral) de los niños.
El auto quedó en una especie de mirador, abajo, por escaleras desordenadas, llegábamos a un lugar, una pequeña y minúscula playa. No había sol, había humedad, olor a sal y decenas de animales muertos en la orilla. No nos bañamos, solamente nos sacamos las zapatillas. Los adultos no bajaron, se quedaron en el auto, nos hicieron señas con sus manos, nos sonrieron, un sonrisa lenta y triste, mi hermano tal vez no lo notó, yo lo noté. No era el Océano Pacífico lo más grande que estaba allí, no era el horizonte, era la bruma, la desesperación en ese Opala, lo más grande, lo más grande y terrorífico. Mi hermano hizo un hoyo en la arena, jugábamos a la represa, las olas destruían todas nuestras construcciones. Alguien en la noche debió beber cerveza u otro trago. Pequeñas pulgas de mar salían a respirar, moribundas y más vivas que todos nosotros, las fuimos reuniendo en los vasos sucios y plásticos que el mar nos daba. Las mejillas rojas de mi hermano y sus suaves manos pequeñas, manos que nunca olvido, tibias por el juego fue lo único cálido que sentí en ese momento, y lo más cercano a la felicidad, él era el oasis de ese terrorífico desierto. Yo lo miré a los ojos, y el miedo completo de morir se apoderó de todo mi cuerpo. Jamás había sentido tanto espanto como en ese momento, a lo alto el auto era el testaferro del infierno, dentro mi padre y mi tío esgrimían el desastre.
Una familia llegó, no dejó a los niños jugar, hacía mucho frío. Fuimos a unas rocas, me caí y me hice una cicatriz en el mentón, nadie lo notó. Volvimos al auto.
Subimos, fuimos a buscar comida, comimos, volvimos a la playa.
Traté de ver en los ojos de mi padre que ocurriría, no lo supe o tal vez supe todo.
Un enorme barco cruzaba el mar, mis manos jugaban a tocarlo. Un estruendo enorme sonó. Era la bocina del Opala, volveríamos a casa. Mi hermano llevó en el vaso un par de pulgas. Mi padre dijo que morirían pronto. Mi hermano las botó por la ventana. Nunca supe muy bien, y nunca quise preguntar qué fue lo que ocurrió o por qué no ocurrió lo que temí. No doy gracias a nada, nada nos salvó, nada. El atisbo de la mirada de mi tío por el retrovisor, las bromas de mi padre, el retorno a Santiago.
Por momentos creo que se suicidaron, y de paso nos mataron a nosotros.
Hasta hoy sólo tengo certeza de la muerte suspirando sobre las pulgas de mar.
Por Carlos Matteoda
Foto de portada por Danixa Torres