Mandelstam era un magnífico conversador: no se escuchaba y se respondía a sí mismo, como hacen ahora casi todos. En la conversación se mostraba educado, ingenioso y hablaba de temas infinitamente diversos. Nunca le oí repetirse o echar mano de temas trillados. Osip Emilievich [Mandelstam] tenía una capacidad extraordinaria para aprender lenguas. Recitaba de memoria en italiano páginas enteras de la Divina Comedia. Poco antes de su muerte le pidió a Nadia [Nadiezhda Mandelstam] que le enseñara inglés, una lengua que desconocía por completo. Hablaba de poesía de manera espléndida y subjetiva, y a veces se mostraba sorprendentemente injusto, por ejemplo con Block. De Pasternak decía: “He pensado tanto en él que hasta me he cansado” y “Estoy seguro de que no ha leído una sola línea mía”. De Marina: “Soy anti-Tsvietáieva”.
Con la música se sentía como en su propia casa, tenía una relación muy especial con ella. Lo que más temía era quedarse mudo. Llamaba a eso sofoco. Cuando tenía un ataque de asma, sentía verdadero pánico y se ponía a pensar absurdas razones para explicar esa desgracia. La segunda y más frecuente causa de su pesadumbre eran los lectores. Siempre tenía la impresión de que no lo apreciaban aquellos que él quería, sino otros. Conocía bien y recordaba la poesía ajena, y a menudo se deleitaba recitando de memoria algunos versos que había leído. Por ejemplo:
En el barro que hierve por las pisadas de los caballos
Está tirada la ropa blanca del hermano-nieve…
Sólo los recuerdo con su voz. ¿De quién son?
Le gustaba hablar de lo que él llamaba “idolatría”. A veces, cuando quería entretenerse a mi costa, contaba cualquier cosa sin importancia. Por ejemplo, me contó que en su juventud había traducido el verso de Mallarmé “La jeune mère allaitant son enfant” (“La joven madre alimentaba a su hijo”) como “La joven madre se alimentaba de sueño”. Nos reímos tanto que caímos en un diván al cual le crujían todos los muelles, en “Tuchka” (la nubecita) y casi nos morimos de risa, como la muchacha del Ulises de Joyce.
Conocí a Osip Mandelstam en “La torre” de Viacheslav lvánov en la primavera de 1911. Por entonces, era un joven flaco, con un lirio en el ojal, una cabeza grande echada hacia atrás y largas pestañas. Lo vi por segunda vez en casa de los Tolstói, en Staro-Nevski (la vieja avenida Nevski); él no me reconoció, y Alexei Nikolaevich [Tolstói] le preguntó quién era la mujer de Gumiliov y él hizo señas con las manos de que era yo, la del sombrero grande. Temí que sucediera algo irreparable y me presenté yo misma.
Ese fue mi primer Mandelstam, el autor de La piedra (editorial “Acmé”) con esta dedicatoria: “A Anna Ajmátova, llamarada de conocimiento en días inmemoriales. Respetuosamente, el Autor”.
Con su peculiar y adorable autoironía, a Osip le encantaba contar cómo un viejo hebreo, dueño de la tipografía en que se imprimió La piedra, lo felicitó por la publicación del libro, estrechándole la mano y diciéndole: “Joven, usted escribirá cada vez mejor”.
Lo veo como a través de la rara niebla de la isla Vasilievski y en el antiguo restaurante “Kinshi” (en la esquina de la Segunda Línea y el Bolshói Prospekt; ahora hay allí una peluquería), donde, según la leyenda, Lomonósov solía trabajar y donde nosotros (Gumiliov y yo) íbamos a desayunar desde “Tuchka” (La nubecita). No hubo ni podía haber ninguna reunión en “Tuchka”, que era, sencillamente, la habitación de estudiante de Nikolai Stepanovich [Gumiliov] y, donde ni siquiera nos podíamos sentar. La descripción de las reuniones “five o’clock” de Georgui lvánov (en Poetas) es una invención desde la primera hasta la última palabra. N. V. Nedóbrovo no pisó el umbral de “Tuchka”.
Ese Mandelstam es el generoso colaborador, si no coautor de la “Antología de la estupidez antigua”, que los miembros del Taller de los Poetas componían (casi todos, excepto yo) antes de cenar: “Lesbia, dónde estuviste”, “El hijo de Leonid era avaro” (…)
En los años diez nos encontramos, naturalmente, en todas partes: en las redacciones, en casa de conocidos, en los viernes de “Hiperborrea”, esto es, en casa de Lozinski, en “El perro errante” (Brodiachaya sobaka), donde, por cierto, me presentó a Maiakovski. Una vez en “El perro”, cuando todos estaban cenando y armando ruido con la vajilla, Maiakovski se puso a recitar poesía. Osip Emilievich Mandelstam se acercó a él y le dijo: “Maiakovski, deje de recitar. Usted no es una orquesta rumana”. Eso sucedió ante mis ojos (entre 1912 y 1913). El ingenioso de Maiakovski no supo qué contestar; eso lo contaba con mucha gracia Jardzhiev. También nos veíamos en la “Academia del verso” (La Sociedad de los defensores de la palabra artística, donde reinaba Viacheslav lvánov), y en las reuniones hostiles a esa Academia, del Taller de los Poetas, donde Mandelstam pronto se convirtió en el primer violín. Por entonces, escribió un poema misterioso (y no muy logrado) sobre “El ángel negro de la nieve”. Nadia [Mandelstam] afirma que está dedicado a mí (…)
Gumiliov estimó pronto y bien a Mandelstam. Se conocieron en París. (Véase el final del poema de Osip sobre Gumiliov). Allí se dice que Nikolai Stepánovich iba maquillado y con sombrero de copa:
Pero en Petersburgo el acmeísta está más cerca de mí
Que el Pierrot romántico de París.
Los simbolistas nunca los aceptaron.
También me visitó Osip Emilievich en Zárskoe Seló. Cuando estaba enamorado, lo que sucedía con bastante frecuencia, yo era, en algunas ocasiones, su confidente. A la primera que recuerdo es a Anna Mijailovna Zelmanova-Chudovskaya, una bella pintora. Ella le hizo un dibujo con fondo azul oscuro y la cabeza echada hacia atrás (¿en 1914?), en la calle Alexeevski. Él no escribió versos a Anna Mijailovna, de lo cual se quejaba amargamente ante mí, ya que no era capaz de escribir poemas de amor. La segunda fue Tsvietáieva, a la cual dedicó poesías de Crimea y Moscú; la tercera es Salomé Andronikova (Andreeva, ahora Galpern, a quien Mandelstam inmortalizó en su libro Tristia: “Cuando no duermes, Solominka, en tu inmenso tálamo … “. recuerdo ese tálamo suntuoso de Salomé en la isla Vasilievski).
Desde luego que Mandelscam fue a Varsovia y que le llamó enormemente la atención el ghetto (de eso se acuerda M. A. Z.), pero de su inrento de suicidio, del que habla Gueorgui lvánov, ni siquiera Nadia [Mandelstam] ha oído hablar, ni de Lipochka, la hija que dicen nació allí.
Al comienzo de la revolución (1920), cuando yo vivía completamente sola y ni siquiera lo veía, él se enamoró de Oiga Arbénina, actriz. del teatro Alexandrinski que luego se casaría con Yu, Yúrkina, y le escribió poemas (“Porque no supe retener tus manos” y otros). Dicen que los manuscritos se perdieron durante el bloqueo, sin embargo yo los vi hace poco en casa de J.
A todas esas damas de antes de la revolución (temo que entre ellas me encuentro yo), él las llamó al cabo de muchos años “dulces europeas”:
Y de las bellezas de entonces, de esas dulces europeas.
¡Cuánta confusión, desgarro y desgracia recibí!
Mandelstam saludó a la revolución como poeta maduro y conocido, al menos en un pequeño círculo.
(Su alma estaba llena de todo lo que ocurría).
Mandelstam fue uno de los primeros en escribir poesía de tema cívico. Para él la revolución fue un gran acontecimiento, y no es casual que la palabra “pueblo” aparezca en su poesía.
Vi con bastante frecuencia a Mandelstam entre 1917 y 1918, cuando yo vivía en Vyborg en casa de los Sreznevski (en la calle Botkinskaya, 9), no en la casa extraña, sino en el piso del viejo doctor Viacheslav Sreznevski, marido de mi amiga Valeria Serguievna.
Mandelstam venía a visitarme a menudo y recorríamos en un coche de simones los increíbles baches del invierno de la revolución, entre célebres hogueras que ardieron casi hasta mayo, escuchando el tableteo de fusiles, que no sabíamos de dónde procedía.
Así íbamos a las veladas organizadas en la Academia de las Artes a beneficio de los heridos, y en las que intervenimos los dos en algunas ocasiones. Osip Emilievich estuvo conmigo en el concierto de Buromo-Nazvanóva en el Conservatorio, en el que ella cantó a Schubert (véase: “Esa tarde no resonaba el bosque ojival del órgano: nos cantaban a Schubert … “).
De esa época son todos los poemas dedicados a mí: “En los instantes floridos no busqué … ” (de diciembre de 1917); se refiere a mí la profecía, en parte cumplida:
Algún día en la loca ciudad,
en la fiesta de los escitas, a orillas del Neva,
al son de un baile abominable
alzarán la toca de tu bella cabeza.
También me está dedicado: “Tu pronunciación asombrosa … “. Además, en diferentes momentos, Mandelstam me dedicó cuatro cuartetos:
- “Quieres ser un juguete” (1911)
- “Los rasgos faciales desfigurados. ..” (años 10)
- “Las abejas se acostumbran al apicultor … ” (años 30)
- “Nuestra relación está en declive … “
Después de algunas dudas, decido recordar en estas notas, que tuve que explicar a Osip que no debíamos vernos tan a menudo, ya que eso podía dar a la gente pie para hacer comentarios perversos sobre nuestra relación. Después de lo cual, más o menos, en marzo, Mandelstam desapareció. Aunque por entonces todo a nuestro alrededor era bastante confuso e informe -alguno desaparecía para siempre, otro por un tiempo, y a todos nos parecía que se habían ido a las afueras, por supuesto que no en el sentido actual de esa palabra; por decirlo así, no había un centro (la observación es de Lozinski)-, a mí no me sorprendió la desaparición de Osip Emilievich (…)
Vi de nuevo a Mandelstam, de paso, en Moscú en 1918. En 1920 pasó por mi casa de la calle Serguiévskaya (en Petersburgo) una o dos veces(…)
El verano de 1924 Osip Mandelstam trajo a mi casa (en Fontanka, 2) a su joven esposa. Nadia era lo que en francés dicen “laide mais charmante”. Desde ese día comenzó mi amistad con Nadia, que llega hasta hoy día.
Osip quería con locura a Nadia. Cuando la operaron de apendicitis en Kiev, él no salió del hospital y vivió en una habitación del portero del hospital. No abandonó por un momento a Nadia, no la dejó que trabajara, era muy celoso y le pedía consejo sobre cada palabra de su poesía. En general, no he visto nada parecido en mi vida. La correspondencia de Mandelstam a su esposa confirma plenamente mi impresión.
En 1925 viví con los Mandelstam en un pasillo de la pensión de Zaitsev en Zárskoe Seló. (…) Los Mandelstam pasaron un invierno en Zárskoe Seló, en el Liceo [Imperial], a causa de la salud de Nadia. (…) A Mandelstam no le gustó vivir allí. Detestaba con todas sus fuerzas los llamados “ceceos imperiales” de Gollerbraj y Rozhdestvenski y la especulación en nombre de Pushkin.
Mandelstam tenía una relación muy singular, casi terrible, con Pushkin. Me parece ver en ella una especie de aureola de pudor sobrehumano. Estaba en contra de cualquier “pushkinismo” Respecto al verso de Pushkin, “El sol de ayer llevan en negras parihuelas…”, ni Nadia ni yo lo conocíamos y sólo ha salido a la luz ahora de los borradores (en los años cincuenta). Mandelstam cogió mi “Último cuento”, esto es, mi artículo sobre “El gallo de oro” [de Pushkin], de mi mesa, lo leyó y dijo: “Vamos a jugar una partida de ajedrez”. (…)
De los escritores contemporáneos, Mandelstam tenía en gran estima a Bábel y a Zóschenko. Mijail Mijailovich [Zóschenko] lo sabía y se sentía muy orgulloso de ello. A quien más detestaba Mandelstam, por algún motivo, era a Leónov. (…)
En otoño de 1933 Mandelstam obtuvo por fin (lo celebro) un piso (dos habitaciones, quinto piso, sin ascensor, gas ni baño) en la travesía Naschokinski (“El piso es silencioso, como el papel…”), y la vida errante pareció acabarse. A esa casa llevó libros por primera vez. En su mayoría, se trataba de viejas ediciones de poetas italianos (Dante, Petrarca).
Pero nada había acabado, todo el tiempo hacía falta llamar a algún sitio, esperar algo, confiar en algo. Y nada de todo eso resultaba bien. Osip Emilievich era enemigo de las traducciones de poesía. Una vez, en el piso de Naschokinski, le dijo a Pasternak en presencia mía: “Sus obras completas consistirán en doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propias poesías”. Mandelstam sabía que en las traducciones se escapa la energía creadora, y conseguir de él que tradujera era algo casi imposible. A su alrededor había mucha gente, a menudo bastante turbia y casi siempre inútil.
Sin tener en cuenta que aquellos tiempos eran relativamente “vegetarianos”, una sombra de infelicidad y condena habitaba en casa. Íbamos por Prechistenka (en febrero del 34) y no recuerdo de qué hablábamos. Giramos al bulevar Gogolievski (Bulevar de Gógol) y Osip dijo: “Estoy preparado para la muerte”. De eso hace ya 28 años y siempre que paso por ese sitio me acuerdo de ese instante.
Durante bastante tiempo no vi a Osip y a Nadia. En 1933 los Mandelstam vinieron a Leningrado con alguna invitación. Se alojaron en el “Hotel de Europa”. Osip tenía dos veladas poéticas. Acababa de aprender italiano y estaba tan apasionado por Dante que recitaba de memoria páginas enteras de la Divina Comedia. Nos pusimos a hablar del “Purgatorio” y yo recité un pasaje del canto XXX (la aparición de Beatriz):
Sopra candido vel cinta d’oliva
Donna m’apparve, sotto verde manto,
Vestita di color di fiamma viva.
……………….. ……………
…………………. ……” Men che dramma
Di sangue m’e rimaso non tremi:
Conozco i segni dell’antica fiamma'”
(Cito de memoria)
Osip se echó a llorar. Me asusté: “¿Qué pasa?”. “No, no es nada, sólo son esas palabras y su voz”. No me corresponde a mí recordar eso. Si Nadia quiere, que se acuerde. Osip me recitó de memoria fragmentos del poema de N. Kliuev: “Los difamadores del ane”, que fue la causa de la muerte del infeliz Nikolai Alekscevich [Kliuev].
Una vez, cuando yo reproché algo a Esenin, Osip me respondió que se podía perdonar a Esenin sólo por el verso: “No fusilé a los infelices en los calabozos…” En general, era difícil sobrevivir: sólo conseguíamos algunas traducciones, algunas reseñas y algunas promesas. El dinero apenas llegaba para pagar el piso y comprar la comida. En esa época, el aspecto de Mandelstam cambió mucho: más cargado de hombros, con más canas, y con asma, daba la impresión de ser un anciano y sólo tenía cuarenta años. Sólo sus ojos brillaban como antes. Y su poesía era cada vez mejor, y su prosa también. (…)
Recuerdo muy bien una de nuestras conversaciones de entonces sobre poesía. Osip Emilievich, quien sufría agudamente lo que hoy se llama “culto a la personalidad”, me dijo: “Ahora la poesía debe ser cívica” y me recitó su poema sobre Stalin: “Vivimos sin sentir el país a nuestros pies…” De esa época es su “teoría del conocimiento de las palabras”. Mucho más tarde afirmó que la poesía, festiva o trágica, se escribe sólo como resultado de una aguda conmoción. Del poema en que alababa a Stalin: “Quiero decir no Stalin, sino Yugashvili” (1937), me dijo: “Comprendo ahora que se trataba de una enfermedad”. Cuando le recité a Osip mi poema “Te llevaron al alba … ” (1935) [el poema inicial de Réquiem, sobre el arresto en 1935 de N. N. Punin, marido de Ajmátova], me dijo: “Se lo agradezco”.
A su vez Mandelstam me recitó justo el último verso de su poema “Un poco de geografía” (“No una ciudad europea…”):
El, celebrado como primer poeta,
Pecador nuestro, y tuyo.
El 13 de mayo de 1934 lo arrestaron. Ese mismo día, tras varios telegramas y llamadas por teléfono, llegué a casa de los Mandelstam desde Leningrado (donde había tenido lugar poco antes su incidente con [Alexei] Tolstoi). Éramos todos tan pobres por entonces que para comprar el billete de ida y vuelta tuve que empeñar la medalla de la condecoración, (la última concedida por Remizov en 1921) (me la entregaron ya después de la huida de Remizov en 1921) y el busto que me había hecho Danko en 1924 (lo compró S. Tolstaya para el museo de la Unión de Escritores).
La orden de arresto había sido firmada por el mismo Yágoda. El registro duró toda la noche. Buscaban poemas y estuvieron buscando entre los manuscritos que había tirado a un baúl. Nosotros estuvimos sentados en una habitación. Todo estaba en silencio. Tras la pared, en casa de Kirsánov, sonaba una guitarra hawaiana. Vi como el inspector encontró “El lobo” (“Por el valor ruidoso de los siglos venideros…”) y se lo mostró a Osip Emilievich. Él asintió en silencio. Al despedirme, me besó. Se lo llevaron a las siete de la mañana. Había mucha luz. Nadia fue a casa del hermano, y yo a casa de Chulkov, en el bulevar de Smolensk, 8, y acordamos juntarnos en alguna parte. Al regresar a casa juntas, arreglamos el piso, y nos sentamos a desayunar. De nuevo golpearon en la puerta, de nuevo eran ellos, de nuevo un registro. Yevgueni Yakovlevich [Jazin] dijo: “Si vienen otra vez, la llevarán a usted con ellos”. Pasternak, en cuya casa estuve ese mismo día, fue a interceder por Mandelstam a “lzvestia”, ante Bujarin, y yo fui al Kremlin a ver a Enukidze. (Por entonces acceder al Kremlin era casi un milagro. Ello fue posible gracias a la gestión del actor Ruslanov (del Teatro Vajtangov), a través del secretario de Enukidze). Enukidze estuvo bastante amable, pero enseguida preguntó: “¿es posible que haya algún poema?” Con esas gestiones se aceleró y, seguramente, se suavizó el desenlace. La condena fue tres años en Cherdin, donde Osip se tiró por la ventana del hospital porque le pareció que iban por él. (Véase la tercera estrofa de las “Estanzas”) y se rompió el brazo. Nadia envió un telegrama al Comité Central. Stalin ordenó revisar el caso y autorizó la elección de otro lugar para cumplir la condena. Después llamó a Pasternak. Lo demás es demasiado conocido.
Fui con Pasternak a casa de Usievich, donde nos encontramos con los jefes de la Unión [Soviética] y con muchos jóvenes marxistas. Estuve también en casa de Pilniak, donde vi a Baltrushaitis, Spet y S. Prokofiev. En ese tiempo el antiguo síndico del Taller de los Poetas, Serguei Goroderski, al participar en algún acto, pronunció la siguiente frase inmortal: “Esos versículos de una tal Ajmátova, que se pasó a la contrarrevolución”; incluso en la “Literaturnaya Gazeta” (Revista Literaria), que publicó un informe de esa reunión, se suavizaron, esas palabras auténticas (Véase la “Literaturnaya Gazeta” de mayo de 1934).
Bujarin, al final de su carta a Stalin escribió: “Y Pasternak también está preocupado”. Stalin informó que había dado la orden de que todo estuviera en orden con Mandelstam. Le preguntó a Pasternak por qué no había intercedido. “Si mi amigo poeta cayera en desgracia, haría todo lo posible para salvarlo”. Pasternak le respondió que si él no hubiera intercedido, Stalin no conocería el caso. “¿Por qué no se dirigió a mí o a las organizaciones de escritores?” – “Las organizaciones de escritores no tratan esos asuntos desde el año 1927” – “Pero ¿acaso es su amigo?” Pasternak se quedó callado y Stalin, tras una breve pausa, continuó la pregunta: “¿Es acaso un maestro, un maestro?” Pasternak respondió: “Eso no importa”. Borís Leonídovich [Pasternak] pensó que Stalin lo estaba poniendo a prueba para saber si conocía o no el poema y por eso se mostró inseguro. “¿Por qué siempre hablamos de Mandelstam y de Mandelstam? Hace tiempo que quería hablar con usted” “¿De qué?” “De la vida y la muerte”. Stalin coligó.
Nadia nunca fue a casa de Boris Leonídovich y no le pidió nada, como escribe Robert Pane. De los hombres, fue a visitar Nadia a un tal Perets Markish. Muchas mujeres acudieron a su casa ese mismo día. Recuerdo que eran guapas y muy bien vestidas, con vestidos ligeros y primaverales: Sima Narbut, quien todavía no había sido atacada por la desgracia; la mujer de Senkevich, a quien llamábamos “la cautiva turca”; Nina Olshevskaya, de ojos claros, esbelta y extraordinariamente tranquila. Nadia y yo estábamos sentadas con prendas arrugadas, pálidas y entumecidas. Con nosotros estaba Emma Guerstein y el hermano de Nadia.
Al cabo de quince días, temprano por la mañana llamaron por teléfono a Nadia y le dijeron que si quería acompañar a su marido, debería estar en la estación de Kazán por la tarde. Todo había terminado. Nina Olshevskaya y yo fuimos a conseguir dinero para el viaje. Dieron mucho. Elene Serguievna Bugákova lloró y me puso en la mano todo el dinero que tenía en su bolso. Nadia y yo fuimos juntas a la estación. Antes, fuimos a la Lubianka por los documentos. Hacía un día claro y soleado.
Desde cada ventana nos miraban los bigotes de cucaracha del “culpable del festejo”. Tardaron mucho en traer a Osip. Estaba en tan mal estado que ni siquiera podían sentarle en el furgón policial. Mi tren (que salía de la estación de Leningrado) se marchaba y no podía esperar. Los hermanos, esto es, Yevgueni Yakovlevich Jazin y Alexander Emilievich Mandelstam me llevaron allí y luego regresaron a la estación de Kazán, y sólo entonces llevaron a Osip, con quien ya estaba prohibido hablar. Siento mucho que no pudiera esperarle y que él no me viera, porque por eso empezó a pensar en Cherdin que me habían matado. (Fueron leyendo a Pushkin bajo la escolta “de los bravos muchachos de la férrea puerta del GPU”).
En ese tiempo tuvieron lugar los actos preparatorios del primer congreso de escritores (año 1934) y también a mí me enviaron una encuesta para que la rellenara. El arresto de Osip me causó tanta impresión que ni podía levantar la mano para rellenarla. En ese congreso Bujarin nombró a Pasternak primer poeta (para espanto de Demián Bedni), me criticó duramente y, probablemente, no dijo ni una sola palabra sobre Osip.
En febrero de 1936 estuve en casa de los Mandelstam en Voronezh y conocí todos los pormenores de su “caso”. Me contó como, en un ataque de locura, echó a correr por Cherdin y se le apareció la imagen de mi cuerpo fusilado, de lo cual habló en voz alta a quien se encontró en la calle, y que los arcos en honor de Cheliushkin los consideraba erigidos en su honor. Pasternak y yo fuimos a ver al magistrado de turno del Tribunal Supremo para interceder por Mandelstam, pero en aquel tiempo ya había comenzado el terror y todo fue inútil
Resulta sorprendente que la libertad plena, la grandeza y el aliento profundo surgieran en la poesía de Mandelstam precisamente en Voronezh, cuando carecía de libertad.
Al regresar de casa de los Mandelstam, escribí el poema
“Voronezh”, que termina así:
Pero en el cuarto del poeta caído en desgracia
Miedo y musa se turnan en la guardia.
Y viene una noche
Que no conoce el alba
(El paso del tiempo, 1965)
De sí mismo en Voronezh, Osip dijo: “Por naturaleza soy alguien que espera, por eso mismo, estar aquí me es aún más difícil.”
Al comienzo de los años 20 (en 1923), Mandelstam por dos veces criticó duramente mi poesía en las revistas (“El arte ruso”, nº 1,2-3). Nunca hablamos de eso. Y tampoco me habló de sus elogios a mis versos. Sólo ahora los he leído -la reseña en el “Almanaque de las Musas” (1916) y la “Carta sobre la poesía rusa” (1922, Jarkov).
Allí, en Voronezh, lo obligaron, con no muy buenas intenciones, a dar una conferencia sobre el acmeísmo. No debe olvidarse lo que dijo en 1937: “No reniego ni de los vivos ni de los muertos” A la pregunta de qué era el acmeísmo, contestó; “La nostalgia de la cultura universal” (…)
¿Raro? ¡Claro que era raro! Por poner un ejemplo, echó a la calle a un joven poeta que había ido para quejarse de que no lo publicaban. El joven, turbado, bajaba las escaleras y Osip le gritó desde el descansillo del piso de arriba: “¿Publicaron a André Chénier?, ¿publicaron a Safo?, ¿publicaron a Jesucristo?” Lipkin y A. Tarkovski cuentan con gusto hasta hoy cómo Mandelstam los regañó por sus versos de juventud.
Artur Sergueievich Lurje, quien conoció bien a Mandelstam y escribió con mucha dignidad sobre la relación de Osip Mandelstam con la música, me contó (en los años diez) que una vez iba con Mandelstam por la avenida Nevski y vieron a una señora muy imponente. Osip propuso ingeniosamente a su compañero: “Quitémosle todo eso y se lo damos a Ana Andreevna [Ajmátova]. (Todavía Lurje puede verificar la exactitud de la frase).
Le disgustaban las mujeres a las que les gustaba El rosario. Cuentan que una vez fue a casa de los Kataiev y conversó amablemente con la bella dueña de la casa. Al final, quiso probar el gusto de la dama y le preguntó: “¿Le gusta Ajmátova?” Y ella contestó con naturalidad: “No lo he leído”, tras lo cual, el invitado montó en cólera, dijo groserías y se marchó furioso. Él no me lo contó.
En el invierno de 1933-34, cuando me alojé en casa de los Mandelstam en Naschokinski, en febrero de 1934, me invitaron a una velada los Bulgákov. Osip se preocupó: “¿Quieren traerla a la literatura de Moscú?” Para tranquilizarle, le dije sin acierto: “No, Bulgákov es un marginado. Seguramente habrá allí alguien del Teatro del Arte. Osip se enojó. Se puso a andar por la habitación y gritó: “¿Cómo alejar a Ajmátova del Teatro del Arte?”
Un día Nadia llevó a Osip a esperarme a la estación. Él se levantó temprano, helado y de mal talante. Cuando bajé del vagón me dijo: “Ha venido usted a la velocidad de Ana Karenina”. (…) ¿Raro?… No es ése el asunto. ¿Por qué los escritores de memorias (del tipo de Shatski-Strajovski, E. Mindlin, S. Makovski, G. Ivánov, B. Livshin) con tanta precaución y cariño reúnen y guardan cualquier cotilleo o estupidez como imagen principal y estrecho punto de vista del poeta y no inclinan la cabeza ante ese inmenso y sin igual acontecimiento que es la aparición de un poeta cuyos primeros versos asombran por su perfección y no vienen de ninguna parte?
Mandelstam no tiene maestro. Sobre eso vale la pena pensar. No conozco en la poesía universal un hecho semejante. Conocemos las fuentes de Pushkin y de Blok, pero quién dirá de dónde llegó hasta nosotros esa nueva armonía divina a la que llamamos la poesía de Osip Mandelsram.
II
VORONEZH
Toda la ciudad está helada.
Vidriosos árboles, muros, nieve.
Cruzo con temor entre cristales.
La carrera incierta de los trineos floreados.
Y sobre el Voronezh de Pedro, están los cuervos,
Los álamos y una bóveda verdosa,
Erosionada, turbia, de polvo solar.
Y en la batalla de Kulikovski soplan las laderas
De la tierra poderosa, vencedora.
Y los álamos, como cálices móviles
Resuenan con más fuerza sobre nosotros
Como si mil invitados bebieran
A nuestra salud en el banquete de bodas.
Pero en el cuarto del poeta caído en desgracia
Miedo y musa se turnan en la guardia.
Y viene una noche
Que no conoce el alba.
1936
Por Anna Ajmátova
Traducción del ruso: Jesús García Gabaldón
Transcripción y edición de Miguel Ángel Gutiérrez
Este texto fue originalmente publicado en la revista El poeta y su trabajo, dirigida por Hugo Gola.