Como en el título de este libro hay un artículo — «Un idioma del viento»—, me acerco a él pensando en la posibilidad de que el viento hable varios idiomas y de que David Villagrán vaya a mostrarme uno de ellos, a traducirlo para mí. Y, como el que busca encuentra, el primer verso del poema que inaugura el libro lo confirma. Una voz dice «Aguardo una invención tapiada a pulso, la solución esquiva reparada con un sueño».

Y quizá suene obvio: pero la onda que capta David Villagrán es una y no otra. La suya propia. En la onda que él sintoniza y amplifica se abre un espacio, uno para hablar de todo lo que nos rodea y, al mismo tiempo, nos atraviesa: algo como el mismo viento, que trae frescor, o un aire, mediante un rumor que corre, según estos poemas, en las casas sin libros (o al menos eso dice el poema Ovnis, cito: «Un idioma del viento corre por las casas sin libros»). 

Quien habla en Un idioma del viento observa sin actuar. Quizás ni siquiera observa: escucha. Como una antena o un buscador silencioso, quiere captar algo que, aunque opaco, existe, y no se revela con facilidad. Los poemas de Un idioma del viento dan espacio al pensamiento, pero no a la acción ni al enfrentamiento con las pequeñas tragedias que se van abriendo conforme avanza. La onda del viento captada aquí nos habla de una realidad a la que no se puede echar mano: «No sé si como o calculo / un movimiento. Prescindo / de mí, como en el ajedrez», reflexionando sobre la propia presencia antes de descartarse del acto por completo.

Fundiendo la inquietud de un animal con una resignación católica —aquella que refiere a la tolerancia o la alegre conformidad—, la búsqueda de estas voces parece ser la de lo divino, y no son una coincidencia las apariciones de un ángel azul o una virgen. 

Se lee en Cables: «De las hojas secas del alféizar/ recibo el rostro de una virgen». El hablante recibe, como un médium, y las imágenes y reflexiones le son entregadas de manera repentina, como una aparición. Sigo: «Orando a su manera/ dos ramas del árbol cortado/ aguantan la luz del poste», constatando así, la posibilidad de conectar con lo divino a través de las formas más íntimas.

«Escuchamos los cables / por donde la vida pasa escrita / y hasta las antenas, más lejos, / sostienen un pulso. / Aprendí y olvidé cómo se ama/ entre los muros de la casa de mis padres. / ¿Qué hago entonces / con el rostro de una virgen? / Sus secas mejillas declinan / junto a las cortinas demasiado claras». «¿Qué hago entonces con el rostro de una virgen?», se pregunta. No sabe qué. La virgen es la misma para todos. Un idioma del viento, en cambio, se deja ver como un concepto personal cuya comprensión pertenece al territorio de las sensaciones. Como cuando, en el poema Corteza, podemos leer: «El tronco se quedó solo/ y mis libros lo miran con envidia», y cuya traducción el médium nos entrega prístina, como en estos versos de Fechas: «“Amor” y “sufrimiento” / se confunden como sal/ y azúcar en el piso», en los que la claridad de la imagen contrasta con la confusión que la funda. Si el sentimiento fue opaco, el médium lo ha pulido con las palabras, ya no hay nada que temer. 

«Antes me preocupaba / lo que uno suele morir / en actos meros, / cotidianos / como lavar la loza y hacer aseo», dice en el poema Hábito. Quizás esa preocupación haya sido reemplazada por otra, tal vez por la que se plantea en el poema Signo: «¿Cómo no convertir la mínima cosa / en un signo que resiste / y arranca los sentidos?», dejando en evidencia la pregunta general que se hace este libro. 

Las personas que escribimos tenemos difícil la respuesta a esta transformación del signo. Ante esta pulsión, David Villagrán se ha propuesto escuchar. Escuchar el idioma del viento, que a cada uno de nosotros nos habla de una forma única y personal. En este libro encontrarán un mensaje que el viento ha querido entregar solo a David Villagrán y no podría encontrarse en ninguna otra parte. Les invito a leerlo.

Por Maximiliano Díaz

Fotografía de Manuel Álvarez Bravo

Sobre:

 

 

 

Un idioma del viento
David Villagrán
Overol
2025