Cruzo la Plaza de Armas de Santiago a paso lento, contemplativo, me muevo entre variedades de turistas y retratistas lánguidos, entre un catálogo de gentes que van y vienen ajenas a la oferta y la demanda prostibular bolivariana, o a los atarantados funcionarios camino a alguna parte. Un barrido en 360° de un panorama que, en ciertos días –con cierta luz y extravío melancólico–, de tan conocido me llega a parecer ajeno.

Levanto la vista y me detengo en lo más alto del frontis de la Catedral, en la figura de la virgen María con la clara mancha informe que se derrama por su cabeza en un manto de caca de paloma. Bisoñé blanco que también lucen Rosa y Santiago, los otros dos santos que miran, extraviados, la Plaza un poco más abajo, ataviados del mismo pálido grisáceo de excremento que a veces se escurre libre por el cuello y los hombros de las esculturas. Rostros fantasmales deformados por capas y manchas que anulan todo semblante, como en un cuadro de Mariana Najmanovich. Y en esa visión no sé por qué pienso qué sentirá el Papa cada vez que se asoma al balcón del Palacio Apostólico y ve la plaza San Pedro cagada por cientos de palomas. ¿Habrá pensado acabar alguna vez con la complicidad eclesiástica y eliminar a ese plumífero cagón? Pero no es tan simple. Habría que acabar también con las simbologías: no más blanco emblema de la paz ni representación del espíritu santo, ni la alba y cándida mensajera entregándole a Noé la ramita de olivo para avisarle el fin del diluvio.

Aunque la porfía de las palomas por ganarse la antipatía de la gente no tiene límites, ellas están en todas las urbes del mundo. A esta plaga de plumíferos les importa un moco la belleza de las ciudades, cagan todo, y a todos. A ellas solo les interesa comer lo que los turistas ñoños reparten para la foto del fanfarroneo turístico de redes sociales.

Tal vez quedó alojada en alguna parte de mi memoria una noticia que había visto en la cuenta de Instagram de algún medio –lectura de equilibrista en el Metro–, decía que en Italia el Estado gasta anualmente quince millones de euros en detergentes y quitamanchas. La caca de paloma es ácida y va deteriorando día a día los monumentos históricos de las metrópolis (miro al cielo y pienso que, si ahora mismo una paloma caga en mi cabeza, debo lavarme de inmediato o tendré cráteres de calvicie). 

Para sus declarados enemigos, el problema es la superpoblación de estos pajarracos; eso, sumado a sus malos hábitos de aseo. Según un experto en el tema, estos plumíferos construyen sus nidos con cualquier material o desecho, incluso con cadáveres de otras palomas. La vida que encuentran en las grandes ciudades –buenos escondites, abundancia de alimento, ausencia de depredadores y una temperatura más alta que en el campo– permite que una paloma se reproduzca tranquilamente hasta ocho veces al año, casi tanto como los conejos. 

El principal argumento que enarbolan los detractores de las palomas es que transmiten más de sesenta enfermedades, entre hongos, virus y bacterias, sin contar las garrapatas, que de vez en cuando deciden dejar su hostería de plumas para pasarse al homo sapiens urbanus. Sin embargo, los veterinarios aseguran que la probabilidad de contagio es mínima. Pero a los enemigos de las palomas no les importa la ciencia, la consigna es una: eliminarlas. Sus enemigos pueden estar en cualquier parte, como en la novela La Paloma, en la que Patrick Süskind relata la historia de uno de estos plumíferos que se instala con camas y petacas en el edificio del personaje, Jonathan Noel, para quien el encuentro con el pájaro “desquició su existencia de la noche a la mañana”, y transformó su vida en una pesadilla digna del mejor Hitchcock, el tormento está en la propia casa: “Al llegar arriba, sin embargo, muy cerca ya del sexto piso, volvió a inquietarle el final del camino: allí arriba esperaba la paloma, aquel animal horrible. Estaría sentada al fondo del pasillo con sus pies rojos, parecidos a garras, rodeada de excrementos y plumones volátiles, y esperaría, la paloma, con su temible ojo desnudo, y aletearía con estrépito, rozándole a él, Jonathan, con las alas; sería imposible esquivarla en la estrechez del pasillo”.

O el padecimiento palomar del personaje del cuento “La Señorita Cora” (Todos los fuegos el fuego) de Julio Cortázar, quien se queja de las bulliciosas y hediondas palomas que anidan en las cornisas del patio del hospital en el que está internado. En su agonía, y en total delirio, le dice a la enfermera Cora: “Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol”.

Neruda las ignoró completamente dejándolas fuera de su Libro de Pájaros. Ni siquiera una línea para estas despreciadas aves. En cambio, Nicanor Parra –seguramente para llevar la contra– se ocupa de ellas en Poemas & Antipoemas y les dedica su “Oda a unas Palomas”, en la que hace un llamado a estar atentos a su gen okupa:

Que divertidas son
estas palomas que se burlan de todo,
Con sus pequeñas plumas de colores
Y sus enormes vientres redondos.
Pasan del comedor a la cocina
Como hojas que dispersa el otoño
Y en el jardín se instalan a comer
Moscas, de todo un poco (…)
Pero al menor descuido se abalanzan
Como bomberos locos,
Entran por la ventana al edificio
Y se apoderan de la caja de fondos.
A ver si alguna vez nos agrupamos realmente todos
y nos ponemos firmes como gallinas que defienden sus pollos. 

Claudio Giaconi, en cambio –quien vivió largos años en Nueva York dedicado al periodismo–, en su poema “A una paloma muerta” (El derrumbe de Occidente) se detiene en una escena, fija una emotiva imagen callejera de una pareja de palomas: 

En la elegante Quinta Avenida
un auto arrolló a una paloma.
Terriblemente herida en un ala
murió en espasmo lento en plena vía.
Solícito, un palomo se detuvo a su lado
a protegerla contra el tráfico
sin saber aún que estaba muerta.
Alguien se inclinó a rescatar el ave
y evitarle al palomo una muerte parecida.
En aleteo afligido la siguió el palomo.
Y en la noche fría seguía allí
quieto contra el parapeto de la acera.
Levántate palomita, le decía
nos vamos a casar apenas apunte el día.

Y tal como la ficción y los poemas hacen su agosto en una mente que divaga en el fango de un tema, las melodías llegan y se instalan en la cabeza del que las invoca. Canciones como la ultraversionada “Cucurrucucú Paloma”, del mexicano Tomás Méndez en la que un amante despechado se reencarna en un triste ejemplar palomo que cada mañana mortifica al barrio con su desgarrador lloriqueo. Al final parece que los vecinos, hartos de su llanto, la espantan a peñascazo limpio. Por estos lares, estos pajarracos parecen han gozado de una reputación más amable y han sido carne de metáfora: Víctor Jara, nostálgico durante su estadía en Londres, las utilizó como transfiguración romántica del ser amado que estaba en Chile, y cantaba: “Paloma quiero contarte que estoy solo, que te quiero / Que la vida se me acaba / porque te tengo tan lejos /palomita verte quiero…”.

¿Y Tesla? 

El inventor pensaba que el sexo entorpecía la actividad científica, cuestión que se tomó muy en serio y decidió llevar una vida de castidad para entregarse por entero a sus invenciones, a pesar de tener gran arrastre entre las mujeres por su prestigio científico. (Odiaba las perlas, no soportaba verlas, tanto que se negaba a hablar con las mujeres que llevaran alguna joya con las mentadas gemas). Tesla decidió no compartir su vida con ninguna mujer, pero desarrolló un especial cariño por las palomas: se preocupaba de alimentarlas diariamente, buscaba a las que estuvieran enfermas o heridas y las llevaba a su taller para curarlas; y si debía alojarse en un hotel, acostumbraba tener un nido y un barril con granos para darles de comer; hasta llegó a obsesionarse por una de ellas, asegurando que “le daba razones para vivir”. A comienzos de la década de los cuarenta –poco antes de morir–, le confesó a John O’Neill del diario New York Herald Tribune su estrecho vínculo con la emplumada elegida: “He alimentado palomas, miles de ellas, por años. Pero había una de ellas, ave hermosa, de blanco puro con rayos grises en sus alas; esa era diferente, era una hembra. La reconocería en cualquier lugar. Sí, amé a esa paloma; la amé como un hombre ama a una mujer, y ella me amaba a mí. Era una luz real, una luz poderosa, deslumbrante y cegadora; una luz más intensa que la que habría producido con las lámparas más potentes en mi laboratorio”. (El periodista después dijo que de no haber tenido un testigo que confirmara lo que había escuchado por boca del propio Tesla, habría estado seguro de que se trataba de un sueño).

Ahora pienso que, a estas alturas, la paloma de ciudad sabe que no es considerada comestible y se mueven como Pedro por su casa. Caminan a sus anchas entre los humanos, permiten que se le acerquen y hasta comen de su mano. Las muy patudas ya ni siquiera vuelan. Uno se les acerca y ellas solo dan unos pasitos para alejarse. Y si uno insiste, baten las alas para alejarse solo unos metros, pero es más un salto que un vuelo corto. Un simulacro.

Abandono la Plaza de Armas con estas ideas inútiles en mi cabeza, y pienso que tal vez las palomas han desarrollado una mentalidad aristocrática: desprecian las zonas rurales y los barrios periféricos, y creen que ganarse la vida significa pasearse por las plazas a esperar que los demás trabajen para ellas y las alimenten. Al igual que los respingados miembros de la burguesía y la clase política, son inútiles, caras y ni siquiera sirven de atracción turística.

 

Por Felipe Reyes

Fotografía de Marie Sechtlová

 

 

 

 

Felipe Reyes F.
Romper el mar congelado.
Editorial: Carbón libros (se presenta este viernes 31 a las 13:00 en la Furia).
2024