A veces un libro de poesía es también una imagen. Al leer Al río fui por una aguja de Mia Maurer, imagino la dificultad de enhebrar un trozo de hilo azul en un pequeño orificio. El ojo se coordina preciso con el índice y el pulgar para ajustarse a un único espacio, mientras el resto del cuerpo se prepara: entrecerramos los ojos y nuestra concentración se dirige a ese único momento de exactitud. Encontrar las palabras adecuadas para decir lo que queremos decir es, a veces, como ese ejercicio sencillo en el que se nos va el esfuerzo de días y de noches. En más de un sentido el trabajo de tejer se emparenta con el de la escritura. Se urde y se deshace el tejido de la escritura, mientras sabemos de la imposibilidad de comunicarnos en un sentido total. Cecilia Vicuña se pregunta en su libro Palabra e Hilo: «¿La palabra es el hilo conductor, o el hilo conduce al palabrar?» y en el siguiente verso pareciera darnos un tipo de respuesta, una esperanza: «Ambas conducen al centro de la memoria, a una forma de unir y conectar».
Quiero, entonces, recalcar la importancia del tejido y la escritura, anudadas en un volver siempre a la memoria. Mia Maurer escribe en la primera página de este libro: «la aguja no es /un simple /implemento /de costura /si me la trago /puede /coserme /por dentro /una aguja /también /es /la forma /más/ pequeña/ de/ una/ espada». ¿Para qué sirve y cómo se usa esa espada? Una espada hiere, cruza cuerpos, troncos, protege a quien la cuida. Con ello nos advierte la intervención de la escritura en el cuerpo, y también su peligro. Que una aguja sea la forma más pequeña de una espada nos habla de la posibilidad de defensa y ataque, y del daño que puede ocasionar un arma en miniatura, poderosa y al mismo tiempo mínima. En esa insignificancia reside su potencia. Al igual que la palabra, la aguja en un espacio reducido es una fuerza que a lo largo del tiempo genera un tejido fuerte y comunitario. Esto tiene un correlato además en la edición que tuvo este libro, nutrido de talleres y editores, en Chile y México.
Lo colectivo es también un aspecto compartido entre la poesía y el tejido. Un verso ocurre muchas veces en los momentos menos esperados, en una conversación, en un viaje en bus, en un paradero o en una fiesta. No hay manera de medir cuánto la experiencia y la convivencia con otres nos ayuda a la potencialidad de la escritura. Lo importante, pareciera, es darle espacio a la intuición para permitirse oír, para dejar entrar lo importante y soltar lo que el texto nos pide o nos exige.
En otro momento del libro la hablante indica: «la niñez es un soplido de tigre /que se relee infinitamente». Pareciera ser que Mia Maurer vuelve en este poemario a distintos momentos de la memoria, en el que la infancia mantiene un lugar central. Las imágenes que arma son a veces extrañas, a ratos oníricas, y por esa misma particularidad generan resonancia en quien las lee. «Desfile de nube /nido de cenote /ojo de tortuga», leemos como en un conjuro.
Hay otra imagen, mucho más personal, que se me viene a la mente cuando leo los poemas de Mia. Mi abuela materna, empeñosa tejedora, solía desenredar los nudos de las madejas soplando, porque decía que así era más fácil aclararlos. Con los años llegué a la conclusión de que esto sí era efectivo y en mi afán por racionalizarlo quise pensar que se trataba de una forma de dar calma. Si se sopla se tiene la tranquilidad para desenmarañar un nudo, para discernir las hebras como se aclaran las ideas de madrugada, con el silencio total, la cabeza despejada. Me parece que la calma es crucial para escribir, pero al mismo tiempo es un tipo intensificado de calma, concretado en una forma de conexión con el mundo.
Me es imposible eludir el hecho de que este libro está hecho con tipos móviles en Ciudad de México. Los tipos móviles son piezas metálicas que contienen un carácter o símbolo especialmente esculpido. Cada letra ha sido impresa de forma lenta, y me pregunto qué consecuencias habrá tenido en el lenguaje de estas páginas, cómo este cocimiento gradual del poemario afecta nuestra lectura, y cómo el territorio mexicano se inmiscuye. «Balam, por qué migramos?» se pregunta la hablante.
Quiero cerrar esta breve reseña con una imagen final, la de los volcanes que aparecen varias veces en el libro. Como en un cuento encriptado leemos: «al volcán fui por un hacha/ cosa que el volcán no tiene /o al menos /no necesariamente /pero escupía una flecha /cosa que igual me servía /dejé que rodara /hasta mis brazos /la acuné /hasta que se quedó dormida». Otra vez el arma, ya sea una aguja, un hacha o una flecha, en los poemas de la autora tienen un trato apaciguador, que de ninguna manera apaga el fuego de su potencia, sino que lo regula o lo conduce. Una aguja puede ser peligrosa como una espada, puede ensanchar ríos, destruir montañas, armar vínculos como túneles entre la Plaza Victoria en Valparaíso y el Templo Mayor en México, o entre el Parque Forestal y el Bosque de Chapultepec. Una aguja puede ser, finalmente, la forma más pequeña de una espada.
Por Victoria Ramírez M.
Sobre:
Mia Maurer
Editorial Librería Escandalar