No conocí a Carlos Correas, pero dos textos suyos, distantes en el tiempo, han permanecido en mi recuerdo con una resonancia que limitaría si la llamase literaria. Pertenecen, más bien, a ese ámbito lábil, mal definido pero no indefinido, por donde se deslizan, y a veces se rozan, la palabra impresa, la experiencia recortada y remendada por el olvido más que por la memoria, la reflexión sobre los años perdidos, gastados entre tedio y ensoñación y cuyo sentido sólo la distancia permite entrever: años que nos gustaría rescatar, aunque más no fuera para no coincidir una vez más con el ciego infalible (‘‘le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”).
Esos textos son el relato “La narración de la historia” y el ensayo, más bien el memorial La operación Masotta. Pero no quiero releerlos ahora, en agosto de 2001, al enterarme tardíamente de que Correas se suicidó en diciembre pasado. El suicidio es siempre un acto misterioso y los temporarios sobrevivientes no pueden eludir la tentación de interpretarlo. Puede prestarle algún misterio, por ejemplo, a una autora de best-sellers anodinos, o cierta dignidad a un literato francés más frívolo que oportunista. Aunque preferiría no entrar en ese juego no puedo dejar de pensar que no es extraña a la decisión (o al arrebato) de Correas la circunstancia de que su presencia, incómoda para el mundo académico, había sido evacuada con un pretexto reglamentario por colegas y burócratas.
Yo era un demorado estudiante de Letras, más bien un ocioso merodeador de la calle Viamonte, cuando leí “La narración de la historia”. Días más tarde, fui testigo del escándalo provocado por la publicación de ese cuento, revuelo que a los jóvenes de hoy parecerá increíble, ridículo. Para mí su autor era. como Sebreli y Masotta. una silueta familiar e inabordable del barrio de la facultad. Los rodeaba cierto halo novelesco, “peligroso” (el periodismo de hoy diría “transgresor”), que los protegía del contagio, por otra parte improbable, de tantas chicas casaderas que hacían tiempo alrededor de la “carrera” de Letras (¡ese inverosímil fin de los años 50!), y a la vez los distanciaba de las jóvenes generaciones que abordaban impacientes el umbral del saber totalizante, prometido por las “carreras” nuevas de Sociología y Psicología.
Mi antipatía por la órbita de Les Temps Modernes, con la que asociaba, a través de la revista Contorno, a ese trío marginal y prestigioso, me había vetado abordarlos; prefería entonces la frecuentación de mayores a la de contemporáneos, así como con los años iba a preferir la de menores, y la lectura de Henry James, recién descubierto, y los new critics norteamericanos a la de Sartre.
Para ese literato que no se atrevía a escribir. “La narración de la historia” apareció como un meteorito. “Mezcla rara de” Genet y Bernardo Kordon. no eran estas referencias -las únicas entonces a mi alcance- lo que me atraía. Era más bien el hecho de descubrir en la página impresa un mundo cuya existencia conocía, cuya realidad había entrevisto, intuía y fantaseaba. En el relato de Correas, traspuestos sin sentimentalismo pero con impulso romántico, sin sociologismo pero con precisión, latían los datos de la realidad. Era posible -sentí confusamente- escribir sobre un Buenos Aires innominado, conquistar para la ficción un territorio bastardeado por la crónica periodística, hacer personajes de criaturas ajenas a la supuesta dignidad de la prosa narrativa.
Pero publicar lo escrito era otro cantar. Intervenciones policiales y judiciales, repudios timoratos por las autoridades de la facultad cuyo centro de estudiantes había publicado en su revista el relato, venta clandestina de esta revista en las librerías cercanas a la facultad… Durante unas semanas todo esto hizo crecer el prestigio de Correas por encima del de sus habituales compañeros. En lo que me concierne, creo que fue el descubrimiento de The Real Life of Sebastian Knight de Nabokov lo que desvió mi entusiasmo del relato prohibido y de su autor hacia una literatura que me resultaba más congenial.
Muchos años más tarde llegó a manos de aquel lector, ya recubierto de transparentes identidades sucesivas, La operación Masotta. Le llegó, es necesario declarar, en París, y la distancia, banal madeleine proustiana, se despertó, infatigable. Con el tiempo, aquel lector se había hecho asiduo de Sebreli. en quien veía afianzarse una independencia de criterio y un coraje para publicar sus opiniones que culminarían en un ensayo como Los deseos imaginarios del peronismo.
De Masotta, en cambio, me había desinteresado por completo. Supongo que su “lacanización” me lo había identificado con un pícaro, simpático para unos, insufrible para otros, oportunista para todos; parecía confirmarlo su instalación en España, en esa ocasión que se conoció como “destape”, al morir el generalísimo, y que el exilio argentino aprovechó para ejercer ante un público desarmado el arte tan porteño del chanterío.
(Por más que el Martín Fierro haya sido entronizado como arquetipo nacional, en el bajo nivel de la experiencia siguen siendo las Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreyra las que captaron un “ser” argentino que Martínez Estrada vislumbró en sus páginas más pesimistas.)
Es decir que abordé el libro de Correas llamado por la promesa implícita en la palabra “operación” del título. Pensé en un ajuste de cuentas, no esperaba la crónica entrañable de una, de varias épocas contiguas, ni el testimonio lúcido y temerario. Mi antigua desconfianza por los espectáculos de la vida intelectual francesa, con su programada caducidad, había multiplicado mi desinterés por los indígenas que mimaban sus coreografías. Dejo a otros, versados en teoría marxista y psicoanálisis, menos ignorantes en filosofía, la tarea de evaluar las intervenciones de Masotta en el proceso que lo condujo de Merleau-Ponty a Lacan. ¿Habrá sido nuestro Slavoj Zizek cimarrón? Para cierta formación intelectual anglosajona, poco afecta a someter la literatura a la filosofía, el pensamiento francés de la segunda mitad del siglo XX ha sido una riquísima trama de charlatanería. And yet, and yet… Basta que asome el fantasma del positivismo lógico para elegir la metáfora, la ficción, la metafísica. Si la alternativa es Mario Bunge. el único refugio es Heidegger.
El libro de Correas, más allá del comentario filosófico, descubre aspectos conmovedores y repulsivos de su personaje, pero lo importante en él es el narrador, testigo y autor de empresas intelectuales y espejismos ideológicos; Masotta es sólo el dudoso Virgilio que conduce a este desencantado Dante por círculos y terrazas de un infierno y un purgatorio intercambiables. Paradójicamente, algún ajuste de cuentas personales, algún rapto de malhumor, lejos de distanciar al lector, confirman que el autor es un hombre en quien no había cicatrizado la memoria. Así se lo ve pasar de la incredulidad a la ironía ante el patético número de seducción de su personaje (cockteaser, allumeur, franelero), que siempre necesita de una víctima para existir. Su caricatura es cierta “bohemia” de la época, que Correas también evoca; figuras como la Negra Renée y su círculo, supuestos “reventados” que parecen salidos de esos films norteamericanos donde los pequeños dealers subsisten informando regularmente a la policía.
Una última imagen de Masotta permanece en el lector. La escena puede ser patética pero Correas la describe, rehúsa explicarla. (Acaso no pueda, probablemente no quiera hacerlo.) Esta omisión otorga a las últimas páginas de La operación Masotta una intensidad, un pathos, que rescatan retrospectivamente toda posible endeblez ocasional en los capítulos precedentes. (Defectos, si lo son, que no me importan, pues sé que para otros estarán en otras partes, o en ninguna; que a mi desafección por ciertas ideas corresponderán muchas adhesiones, a mi solidaridad más de un rechazo.)
La escena, tal como me quedó grabada, es la siguiente: Correas camina tarde, de noche, por la avenida Santa Fe. La época es la posterior a la masacre de Ezeiza. aquel 1973 en que Perón empezó a arrancarse la careta que los montoneros y sus secuaces creían haberle pegado, y se muestra, “profeta velado”, como lo que nunca había dejado de ser: alguien capaz de asociarse con López Rega e Isabel Martínez. En ese momento en que las tres A ya ejercen el terror de Estado, un automóvil sombrío se detiene ante la librería cuya vidriera observa Correas. Como era habitual, tres hombres ocupan el asiento posterior, dos van adelante, y el del centro, atrás, parece aprisionado, inmovilizado por sus vecinos. Correas reconoce en él a Masotta. Este responde a su mirada con otra, impávida, inescrutable. Instantes más tarde el automóvil parte.
Para cualquiera familiar con el vocabulario infame de esos años infames, parece tratarse de una operación de las llamadas “lancheo”, en que un detenido era paseado para que “marque” a conocidos o sospechosos. ¿Estaba preso Masotta? Correas no propone una hipótesis. Esta omisión engrandece a su personaje por el silencio y la fingida indiferencia con que salva a su ex amigo. Consignado en las últimas páginas del libro, el episodio aparece como un atisbo, más sórdido que las abusadas anécdotas de desaparecidos, de las menudas lealtades y traiciones que hicieron la dostoievskiana cotidianeidad de la época. Creo, también, que referirlo, allí, es un acto de amor.
La homosexualidad, más bien su fantasma, cruza en diagonal pero explícitamente las páginas de La operación Masotta. Me pregunto si el libro no le debe mucho de la lucidez con que el autor examina personajes, episodios y compromisos de su pasado. Como en el caso de “La dolorosa transición”, ensayo de Sebreli recogido en Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades, la capacidad de atreverse a llamar las cosas por su nombre más encubierto, a no censurarse por temor a los cucos de lo políticamente correcto, me parecen derivar de una mirada tangencial. La disidencia sexual, en cuanto marginalidad (aun tácita, postergada, olvidada, pero siempre palpitante), ayuda a no ilusionarse con las volubles mayúsculas de la Historia. Lejos de la pavada camp y su constelación cinematográfica, hay aquí una intervención filosa sobre la realidad, cuyo tajo ninguna ficción consoladora anestesia.
He leído como una novela la historia de Correas, que eligió la sombra en su relación con el mundo y el saber, contrafigura del amigo ávido de los reflectores de la moda y la actualidad. Gran parte de la fuerza de La operación Masotta depende para mí de que su autor sea el de “La narración de la historia”; entre esos hitos publicados, yo leo una vida de intelectual que me parece profundamente, dolorosamente argentina.
Escribo estas reflexiones deshiIvanadas a pedido de Jung Ha Kang, quien me oyó comentar una vez que Correas me parecía el mejor testigo que conozco de una época. Espero que mi propia tangencialidad y marginalidad no las vuelvan indignas de ese autor que nunca conocí, que sólo crucé en alguna intersección de la vida, llamémosla literaria.
“Here and here did England help me.”
Browning: “Home-thoughts”
“Aquí y aquí me vino a ayudar Buenos Aires.”
Borges: Evaristo Carriego
“No puedo ahora no repetir a Borges: ‘Aquí y aquí me vino
a ayudar Buenos Aires’.”
Correas: La operación Masotta
“La ciudad ha de seguirte.”
Kavafis: “La ciudad”
Por Edgardo Cozarinsky, texto extraído del número 16 de la Revista Ojo Mocho, digitalizada gracias al invaluable trabajo de AHIRA, a quienes agradecemos muchísimo.