Esta historia me la contó mi amigo de la infancia, Julio Baeza. Fue lo último que supe de él. Hace años que no lo veo. Una mañana, sin previo aviso, dejó un par de cartas, escritas a mano en hojas de cuaderno, debajo de la puerta de mi casa. Después de leerlas intenté contactarme con él, con su familia. Fue inútil. Pusieron la denuncia por desaparición y después de un par de años se lo dio por muerto. Así de simple, como si la tierra se lo hubiese tragado.
Las cartas eran confusas. Las habré leído unas doscientas, trescientas veces. Busqué mensajes entre líneas. Algún código secreto. Nada. Lo único que mencionó era una casa, donde iban a construir un restaurante de comida china, en pleno centro de La Serena. La casa se encuentra ubicada en el límite del casco histórico de la ciudad, camino a Las Compañías. La construyeron a principios del siglo XX. Es de esas típicas viviendas antiguas de la clase acomodada, con murallas de adobe, techos altísimos y patios de luz. Era propiedad de una extinta familia aristocrática de la ciudad, ligada a la administración eclesiástica y propietaria de extensos terrenos al interior del valle. La familia Alcayaga-Aguirre. Durante la epidemia de tuberculosis de principio de siglo el patriarca de la familia falleció. Dejó a su viuda gravemente enferma, y a su única heredera, de veintiún años, a cargo del patrimonio. Después de la muerte de la madre, la heredera cayó en una profunda depresión y abandono. Se aisló del mundo. Terminó suicidándose a los pocos años. La historia está registrada en un diario de la prensa local de la época.
Extinto el linaje, el patrimonio quedó en manos de la iglesia católica. La casa, en particular, quedó en abandono durante décadas, olvidada entre los campanarios católicos y las fachadas de estilo colonial. Existe un testimonio que señala que la casa se utilizó como centro de tortura durante la dictadura. El único registro sobre aquello aparece en el informe Rettig, con una breve mención por parte de un obrero de la embotelladora CCU. Sin embargo, posteriormente fue desmentido en el informe Valech, quedando el testimonio en nada.
Tras hablar con un par de vecinos me contaron que, entre finales de los noventa y principios de los dos mil, la propiedad fue utilizada como casa okupa por grupos punkies de la ciudad. Varios testimonios confirman esta versión. Cuando entrevisté a una vecina, particularmente vieja, contó que la casa estaba cargada, que adentro se reunían para realizar ritos de ocultismo, «rituales satánicos» dijo, que en varias ocasiones vio a entrar tipos a la casa, cargando perros sobre los hombros, que iban con el hocico y las patas amarradas.
Nadie más corroboró esta versión.
El año 2014 la iglesia puso en venta la propiedad. Extrañamente la casa fue comprada en pocas preguntas al par de días, por un misterioso empresario de la zona. El empresario: un conocido narco de la región. El plan: construir un restaurante de comida china que sirviera como lavado de dinero. La casa siguió en abandono hasta a mediados del año siguiente, cuando comenzó la remodelación. Sin embargo, después del terremoto de septiembre de ese mismo año, la infraestructura quedó profundamente dañada. Actualmente la casa sigue funcionando como restaurante de comida china. No se supo sobre ninguna investigación policial, ni denuncia por homicidio, ni nada por el estilo.
Esto es todo lo que pude recolectar de información. No hay más registros, al menos no de forma pública. El resto son las cartas de Julio Baeza.
Habla Julio:
Matías. Soy el Julio. Te escribo esta carta para dejar un registro. Hay cosas que necesitas saber. Lo más probable es que no nos volvamos a ver. Espero que me entiendas. Todo partió un par de semanas atrás, antes del terremoto. La verdad es que no me renovaron contrato en el liceo donde hacía clases, no te quise contar porque me daba vergüenza. He sobrevivido haciendo clases particulares por aquí por allá. Pero no alcanza. Un día, de la nada, llegó mi primo, el Kevin, ofreciéndome pega. Hace rato yo había notado que le estaba yendo bien. Llegó en su camioneta nueva. Vestía ropa de marca. Me contó de qué iba el asunto. Al parecer llevaba un par de meses trabajando para un nuevo empresario de la zona. Eso me dijo: un empresario. Me contó que su jefe había estado bien activo en la reconstrucción de casas en la población Baquedano, casas que el tsunami arrasó. Es buena gente el tipo, me dijo, aunque anda corto de gente, por eso te necesito primo. Lo miré desconfiado, desde cuándo los empresarios andan buscando profesores de historia, le dije en broma. Él rio amable. El asunto es que el jefe estaba instalando un local de comida china en el centro y, con el terremoto, necesitaba gente de confianza para ordenar y limpiar los escombros del recinto. Al principio le dije que no, un poco ofendido, motivado quizás, en mi calidad de docente, por un cierto rechazo hacia los trabajos manuales. Luego me dijo cuánto pagaban. Harta plata, varios sueldos de profesor, como para vivir sin grandes lujos durante un par de meses. En el mejor de los casos no serían más de seis o siete días de trabajo intensivo.
No vi nada raro, no sospeché.
Acepté, enceguecido por la promesa de dinero rápido.
El local estaba hecho mierda. Los muros de adobe, de más de medio metro de ancho, trizados a lo largo de la habitación. Apenas crucé la puerta pensé que las murallas podían derrumbarse en cualquier momento. Quizás mi primo vio el miedo en mi rostro. No se van a caer, tranquilo, me dijo. En una habitación, al fondo de la casa, un muro se había derrumbado por completo. Había harto trabajo que hacer. Los primeros tres días fueron de arduo esfuerzo, de tirar pala y empujar carretilla. El Kevin supervisaba y, cada mañana, llegaba acompañado de dos o tres viejos, siempre distintos, que nos ayudaban. Al final de la jornada les pagaba en efectivo a los viejos, y juntos, él y yo, íbamos a algún bar a tomarnos una cerveza. Yo quedaba reventado al final de cada día. A la mañana siguiente llegábamos temprano, hechos mierda, a repetir la operación.
Así hasta el cuarto día.
Esa mañana el Kevin llegó solo. Todos los viejos se habían hecho humo. Llamó al jefe y este le ordenó que se pusiera en contacto con el chino que iría ser el administrador del restaurante. Así lo hizo. Hablaba un español quebrado y su trato bordeaba una formalidad incómoda, ridícula a ratos, una distancia empaquetada por decirlo de algún modo. A eso del medio día llegaron dos jóvenes chinos, probablemente menores de edad y familiares del administrador, para ayudarnos en la faena. A esa altura de la jornada los salones frontales ya estaban libres de escombros y ordenados, por lo que nos mandaron, a mí y a un chino a ordenar la pieza de al fondo. Empecé a despedazar el muro con un mazo mientras mi compañero despejaba los escombros. El terremoto había abierto la tierra y se veían las diferentes composiciones del terreno. El plan era pavimentar el lugar, y para eso, tenía que despejar el sitio. Tomé la pala y comencé a despejar la gravilla, la tierra, los restos de construcción, y entre esa mezcla geológica encontré un pequeño sedimento amarillo. No le di mayor importancia. A medida que seguí excavando con la pala siguieron apareciendo sedimentos. Los reuní sobre mi mano y los miré largos segundos; cuando entendí lo que eran una lengua helada me recorrió la columna: las falanges de una mano, una mano humana. Seguí cavando la tierra en silencio. Encontré el resto de la mano, el brazo y un par de costillas. Eran evidentemente huesos. Solo eso, sin restos de carne ni otros tejidos. De la nada, por alguna asociación misteriosa de mi cerebro, pensé en las momias diaguitas de El Olivar, las momias que habían encontrado recientemente en ese tremendo cementerio indígena a un par de kilómetros de distancia de la ciudad. No sé, quizás fui ingenuo, lo admito. Me vi como un arqueólogo, empuñando una pala y desenterrado los restos fósiles de alguna cultura antigua. Llegó el chino joven y le conté sobre mi hallazgo, le expliqué mi teoría. No entendía mucho español, pero al menos se comunicaba mejor que el administrador. Mientras le explicaba él miraba atento y movía la cabeza. Se me salió lo profesor; le comencé a hablar sobre la cultura diaguita, y cómo los incas los conquistaron, y empecé a divagar en eso, cuando vino a mi cabeza una pregunta, como un mazo quebrando un muro. ¿Y si no fuera el esqueleto de diaguita, sino de un chileno? Ahora que lo pienso, era lo más obvio. Los huesos eran muy viejos, se notaba, pero el sentido común obligaba a pensar de forma más realista. Entonces recordé lo que me dijo un profesor de la universidad, en plena peña de fiestas patrias. Estaba cocido como tuna, pero era sabio el viejo, un marxista vieja escuela respetado por colegas y alumnos. Aquí mataron gente, dijo el viejo y se tomó una pausa, en toda esta ciudad culiá mataron gente, lanzó una mirada de asco y liquidó el vaso vino de un trago. Se refería a la dictadura, aunque él nunca mencionaba esa palabra. Claro, era sabido que al viejo lo agarraron los de la CNI cuando joven y lo dejaron dado vuelta. Quedó cagado para siempre. Siempre repetía de la nada, quizás cuántas cosas pasaron piola, cuántas cosas no se van a saber nunca, y todos sabíamos a lo que se refería. Volví a mirar los huesos y sentí terror.
El chino me miraba y parecía no entender la situación.
Con la mayor calma posible, le di una orden al chino y me escabullí de la habitación. Me acerqué, con pasos de ninja hacia mi primo, y le conté la situación. Él me miraba, a ratos se tomaba la cabeza con ambas manos, y seguía escuchando en completo silencio. Volvimos juntos al lugar de los restos, disimulando la mayor discreción posible. El Kevin miró los huesos y dijo son antiguos, quizás de la colonia o algo así. Lo miré nervioso y dije ¿Estái seguro? ¿Cómo sabís? Se pasó una mano por el rostro, suspiró hondo y dijo estoy seguro, seguro, no sé. Empezamos a discutir en voz baja sobre los posibles escenarios, sobre qué hacer, sobre las consecuencias, cuando escuchamos un ruido que provenía desde la parte frontal de la casa. Reaccionamos veloces, fuimos, y encontramos al administrador con el celular en la mano, junto a los dos jóvenes chinos. Estaba enterado de la situación. Vamos a llamar a la policía dijo, y mostró el celular en forma de amenaza. Kevin estalló en cólera. Intercambiaron un par de palabras furiosas, sin mucho éxito, hasta que el administrador se cansó y comenzó a manipular el teléfono para realizar la llamada. Entonces el Kevin, aterrado, se abalanzó contra el viejo. Le quitó el celular y lo rompió. Los dos chinos jóvenes se lanzaron contra él. A mí no me quedó más alternativa que unirme a la pelea. Los chinos eran pequeños y delgados, pero sabían pelear. Ahora, mirándolo con distancia, entiendo que el Kevin estaba protegiendo a sus jefes, les debía lealtad. En fin, todo ocurrió demasiado rápido. Un chino le conectó un puñetazo en la mandíbula a mi primo, derrumbándolo sobre el piso. Yo los intenté repeler lanzando patadas, puñetazos, lo que fuese. El administrador seguía en shock por la destrucción de su celular. Entonces, sin previo aviso, el Kevin se levantó del piso empuñando una pesada pala y, de un solo garrotazo, le desencajó la cabeza al administrador. Quizás fue la adrenalina o algún instinto de supervivencia primitivo, no le hallo otra explicación. Se hizo un silencio aterrador. Los chinos retrocedieron y se miraron entre sí. Un par de gotas de sangre habían saltado al rostro de mi primo. De la nada los chinos huyeron del lugar, se hicieron humo, como venados en fuga por el bosque. El Kevin se apoyó sobre una pared y se deslizó hasta quedar sentado sobre el suelo. Tenía la cara cubierta por un manto de sudor. Su pecho subía y bajaba al ritmo de la respiración agarrotada. Sacó un celular del bolsillo y realizó una llamada. Intentó explicar la situación como pudo y, después, permaneció largos segundos en silencio, escuchando la voz, inaudible para mí, al otro lado de la línea. Poco a poco su rostro comenzó a palidecer. Al final solo dijo «ok» y cortó la llamada. No me dijo nada. Se levantó como pudo y nos fuimos del lugar. Yo estaba desesperado, le inquiría preguntas, le exigía respuestas. Él estaba como ausente, incapaz siquiera de mirarme a la cara. Se despidió de mí, se subió a su auto, y sin decir nada, desapareció. Así de simple. Durante la noche pasé por fuera de su casa y el auto no estaba. Entendí que tenía que actuar rápido.
Escribo esta carta como un último registro. Lo más probable es que mi primo haya perdido la protección de sus jefes. Y sin lugar a dudas los chinos van a buscar venganza. Para qué hablar de la policía. Espero que entiendas mi posición. No te puedo contar más al respecto. Siempre fuiste un buen amigo, gracias por eso. Espero sepas entenderme Matías. Entender porque te elegí a ti como confidente. Ni se te ocurra contarle esto a nadie, menos a mi familia.
Cuídate mucho.
Tu amigo, Julio Baeza.
Por Matías Parra