La noche es una turbina constante que ronronea como gato bajo el ala de un avión, es esa mesita que se mueve al menor movimiento de una silla angosta, dura, incómoda; es esa luz blanca que parpadea a los costados del techo, es esa otra luz amarilla que se esconde detrás de un aviso de abrocharse el cinturón y de no fumar que, además, va acompañada por su respectivo “ding” para que nadie quede indiferente con su aparición; son los pasos de las azafatas que van para allí, como hormigas en busca de comida o bebida para su reina, para allá, con vasos y platos mientras mantienen el equilibrio y esquivan bolsos, mantas y uno que otro pasajero que no aguanta más y se para al baño. La noche, el último refugio que creí encontrar para distraerme y no pensar, no sentir, la ausencia de quien se fue sin haber estado.

Cuando tenía 6 años, mi abuela me llevaba a su casa para que lo visitara porque él no podía ir a ninguna parte. Había tenido un accidente con unos amigos, con alcohol, y casi pierde la vida, casi pierde una de sus piernas. Al final perdió su independencia, tuvo que irse a vivir con su mamá, mi abuela, quien llevaba ya un par de décadas tratando de enderezar su camino. Yo vivía en Bogotá, cerca del pueblo en que estaban ellos. Recuerdo muy bien cómo los edificios quedaban atrás, las filas y filas de carros y ella siempre sonriente contándome chistes, diciendo malas palabras. Yo, mientras tanto, estaba tan nervioso por el encuentro que se aproximaba que trataba de distraerme con el paisaje. Recuerdo los grandes pinos, monótonos, uniformes, las vacas, los puestos de fruta, hasta que casi una hora después tomábamos otro camino de tierra y piedras, y así llegábamos al portón metálico. Recuerdo la casa grande, el pasto, las flores, las uchuvas, los olores, los colores, las texturas. Recuerdo todo… casi todo. Pero no a él.

“Ding”, un anuncio de abrocharse el cinturón de seguridad me trae de vuelta. El avión se sacude un poco, tanto que el piloto habla, anuncia que estamos pasando por la cordillera, que se espera algo de turbulencia mientras la atravesamos. El anuncio parece dar vida a un enjambre de murmullos, de almohadas saliendo de sus bolsas.

Sigo sin entender este viaje. Tal vez debí ver una señal de advertencia, de lo inutil que sería, en la forma en que me comunicaron lo que estaba pasando: un audio en Facebook de una persona desconocida, luego un texto aclarando que se trataba de la “señora que le hace el aseo a su abuela”. Luego llamar y romper el silencio, escucharlos decir que sí, que fue hace 2 días —¡2 días!— y sobre todo la aclaración: no vale la pena que venga. Eso me había dicho mi tío, sin embargo le dije que no importaba, que lo iba hacer. Y así viajé pensando que lo vería, creyendo que su cuerpo me haría cerrar y curar las heridas; viajé para nada. Apenas llegué a Colombia salí corriendo del avión, busqué un baño para ponerme la ropa correspondiente para este tipo de eventos, llamé para pedir la dirección y me dijeron que estaban donde mi abuela, que fuera y luego iríamos a su casa. El desconcierto.

La carretera ha cambiado: menos pinos, menos curvas, más espacio. El camino que lleva a la casa tampoco es el mismo: menos tierra, más casas, más carros entrando y saliendo. El portón metálico de la entrada, en cambio, es el mismo. Me dicen que ahí pondrán la urna la otra semana, cuando la entreguen. No, definitivamente no veré ni su cuerpo. Todo será como siempre ha sido, casi sin su presencia. Nos bajamos, me dan la llave de la habitación. Subo la rampa, trato de disimular que me pesan los pies. No quiero, no quiero. Meto la llave en la puerta, giro la cerradura, le doy un pequeño empujón, respiro profundo.

La cama está unos pocos metros, en línea recta, más allá de la entrada. Está destendida. Su pijama está a un lado, en el piso. Recorro con la mirada el lugar: un perchero, un escritorio, su computador portátil, un almanaque. Me acerco, lo abro y, un mes atrás, casi solitario veo mi nombre. También, dos semanas atrás, veo un 82. No sé qué querrá decir. Sigo retrocediendo en los meses y esos números siguen apareciendo: 85, 87, 90 y 92, este último con las “kg”. Pienso, siento, que es otra persona, que ese no puede ser su peso. En mi recuerdo él tenía muchos más. Dejo el almanaque, giro la cabeza y, en la pared junto a la puerta unas fotos: fotos mías, fotos de mi hijo, que he puesto en redes sociales, impresas, pegadas allí.

“Ding”. La voz del capitán rompe el silencio, el sol es una tenue insinuación, pronto saldrá. La ciudad se divisa a lo lejos. Buenos Aires, casa.

 

Por Andrés Lozano