Disculpen, quizás me demoro más, pero trato de hacer mis clases nombrando el masculino y el femenino, señaló la profesora dentro de un rectángulo en una pantalla, ese espacio líquido e ínfimo que ocupamos cuando aceptamos entrar a una clase remota. La gratitud que me produjo esa declaratoria no deja de parecerme extraña, casi molesta. ¿Por qué hay que pedir disculpas por darse un par de fracciones de segundo para reconocer que hay mujeres y hombres presentes en una instancia académica o en cualquier lugar? ¿Por qué, al mismo tiempo, agradezco en mi interior que la presencia de mis compañeras y la mía sean nombradas, incluso cuando somos mayoría? El hacernos visibles a través del lenguaje es, aún en 2021, un gesto político.

Sabido es que la negación de nuestra presencia trasciende los espacios de poder, permeando la mayoría de los lugares que habitamos, donde se sobreentiende que la enunciación en masculino alude al general, en una ficción de igualdad motivada, principalmente, por las ganas de dejar todo como está. Toda una tradición patriarcal sobre el lenguaje, intacta. Porque los siglos de invisibilización y la consecuente deslegitimación social y política de las sujetas femeninas se convierten en tradición bajo un pacto machista de raíces milenarias, que cruzó océanos para vulnerar nuestros cuerpos, presencias, e incluso, nuestro lugar en el lenguaje.

Pero estas contradicciones son probablemente históricas, pese a la ironía de no importarles real ni materialmente a la historia capital. Darle prioridad a la realidad de los hombres. Hace más de tres siglos, en 1791, plena Revolución Francesa, una mujer llamada Marie Gouze se dio el trabajo de reescribir la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano Francés. Firmada, en mayúsculas, por Olympe de Gouges, la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana apareció a fines del verano francés, escindida de su carácter patriarcal en pronombres, artículos, sustantivos y la terminación de los verbos que indican siempre “hombre”. En palabras de Lina Meruane, quien prologa esta traducción de sus Escritos disidentes (2019, parte de la Colección Perdita de Banda Propia Editoras), se trata de un texto en el que usará de estrategia un parafraseo que apenas disimula la parodia. Dos años después, fue guillotinada en la actual Place de la Concorde de París.

Esta corrección, en su contexto, no se trataba sólo de hacernos presentes por medio de la palabra, esa que casi un siglo después sería un arma para la lituana Emma Goldman, sino también de promover la igualdad en la vida política y literaria. Para de Gouges, la justicia era requisito indispensable del vivir juntos y juntas.

Hace 31 años en Latinoamérica se hizo visible la necesidad de una educación no sexista gracias al trabajo de la Red de Educación Popular entre Mujeres (REPEM). Sin embargo, la flojera o el apego a la tradición, al ser interpelado hace aparecer resabios de ese incondicional amor a la RAE y a la pulcritud lingüística del hábito, refiriéndose al docente, profesor, apoderado, padres, alumnos, en masculino. Pese a que la meta, en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing, era modificar y mejorar los materiales didácticos y la formación de profesoras y profesores, la resistencia a ampliar el uso del lenguaje sigue vigente por parecer poco operativo e incluso artificioso en el trabajo de desdoblar sustantivos.

Nuestra presencia no sólo se ve eclipsada por la norma del masculino genérico, también es escindida por el paradigma de la “inclusión”, una expresión que afirma la marginación y hace el favor de “incluir” a la vida social. El uso de la “e” contiende como una salida fácil a ser políticamente correcto en un mundo que ha cambiado, donde el humor de los noventas está más que vencido y la “picardía” del acoso sexual callejero puede llegar a ser penada por la ley (ya era hora). La sustitución de los “tics machistas” por el uso de la “e” para hablar en general también invisibiliza a las mujeres y evita, de manera sutil, reconocer de manera más concreta la existencia/presencia de otras identidades más allá de la tradición binaria, del masculino evidente, relevante y el femenino, complementario, católico, biológico.

Subvertir el uso del género produce molestia, porque intrínsecamente lo femenino sería inferior. Las mujeres no deberíamos molestarnos por el masculino genérico, pero si los hombres cuando se les trata en femenino. Una molestia evidente o que se traduce en una risa que no hace más que confirmar lo ridículo que sería para un hombre ser tratado como mujer, en una clave muy heterosexual.

¿Cómo el gesto de Olympe de Gouges, que sumado a su producción teatral y cartas directamente dirigidas a la élite en búsqueda de justicia, reconocimiento y trato justo a las mujeres, no ha resonado en los más de tres siglos que le suceden? ¿Qué pasó en esas Europas que han sido tan centrales para la academia latinoamericana? Es porque no se trata tanto sobre el lenguaje sexista, sino del comportamiento sexista de las personas y el uso instrumental del lenguaje. Y la violencia que deviene de esa costumbre peyorativa sigue castigando la insumisión de las mujeres, condicionando el deslenguarse, la denuncia y la puesta en tensión desde el juicio moral y la violencia material, tanto en el ámbito privado como en el ámbito público.

Claudia Guichard Bello introduce su Manual de comunicación no sexista. Hacia un lenguaje incluyente declarando que “en el lenguaje también se manifiestan las asimetrías, las desigualdades y las brechas entre los sexos”. La autora de esta publicación impulsada por el Instituto Nacional de las Mujeres de Ciudad de México, postula que el masculino genérico deviene un conocimiento sesgado de la realidad, que fomenta la invisibilidad y exclusión de las mujeres en todos los ámbitos.

No es el diccionario el que no te permite nombrarme, es tu machismo. Por eso, gracias a las profesoras feministas. Gracias a las mujeres valientes de todos los tiempos y sus gestos políticos diarios, en la academia, en la feria, en la fila del colectivo, en el arte, en la organización y la activación. Por más contradictorias que nos resulten las disculpas previas, hoy y siempre, a riesgo de cuestionamientos y violencias, el hacernos visibles levanta esos agenciamientos históricos, imperecederos, de quienes cimentaron los caminos que día a día recorremos sembrando para otras.

Nota al pie: mientras escribía la frase final, el auto corrector me sugirió “otros”.

Por Maite Mérida