I

Hasta antes del libro La visión de los vencidos, publicado en 1959 por Miguel León Portilla, la narrativa predominante acerca de la colonización en México fue la de los invasores. Así como este libro invitó en su momento a reflexionar sobre el pasado irresuelto de México y, por lo tanto, sobre una identidad en la que no se había pensado, el primer largometraje de Annalisa D. Quagliata Blanco, ¡Aoquic iez in Mexico! / ¡Ya México no existirá más! (2024), se pregunta a lo largo de cinco capítulos o episodios, ¿existe algo así como una mexicanidad? Y de ser así, ¿es posible representarla en pantalla, aprehenderla? 

En ese sentido, no es en vano que, al inicio de la película, una voz en off en náhuatl lea un fragmento de La visión de los vencidos: vemos a dos personas que portan cascos morriones de cresta (imagen convertida en iconografía del metro de la Ciudad de México y que aparece segundos antes) y que asumimos son Cortés y sus hombres, quienes se colocan en frente de un numeroso grupo de mexicas. Es evidente que la imagen en blanco y negro está dañada. El celuloide rayado e intervenido, funciona como punto de partida para entender dos cosas: la primera, es que una parte fundamental del pasado fue borrada, violentada durante décadas, como deja ver la imagen en pantalla, y como sucedió con la narrativa histórica de países de latinoamérica que atravesaron procesos de colonización. La segunda, es que a partir de esos retazos de imagen, se fue construyendo una narrativa histórica en la que es casi imposible separar el pasado del presente cuando pensamos en la tan sacralizada identidad mexicana. Debido a esto, y a diferencia de La visión de los vencidos, la directora no ve el pasado como algo lejano, inmodificable y atrapado en un museo, sino que propone entenderlo como un continuum en el que es imposible comprender y narrar la historia de México pensando en líneas narrativas de tiempo “pasado” y “presente”. Es por esto que une, a través del montaje, a personas tatuadas con deidades como Xochipilli, Quetzalcóatl, Cipactli y Coatlicue que van caminando por la Ciudad de México, con el registro visual de la estatua de Xochipilli que se encuentra en el Museo Nacional de Antropología. No hay separación ni distancia entre pasado y presente, y es a través del cuerpo que esta idea se materializa.

II

El cineasta Rubén Gámez, en su película experimental La fórmula secreta (1965), plasmó también un cuestionamiento sobre la identidad nacional y su lugar frente a la estadounidense. Escenas emblemáticas como la de una salchicha interminable que recorre la ciudad de México y, literalmente, pasa por encima de un comal con tortillas, de la Torre Latinoamericana y de un metate con diversas semillas, planteaban una profunda reflexión sobre la promesa de la “modernización” en nuestro país a mediados de la década de los sesenta. La propuesta de Quagliata mantiene una estructura similar a la de Gámez, pero su enfoque es distinto al priorizar al cuerpo, el baile y el performance para aproximarse al tema de la identidad. El cuerpo es enfatizado por medio de planos medios y primeros planos. No hay separación alguna entre cuerpo e identidad, y la directora lo muestra con una reinterpretación de la diosa Tlazoltéotl, asociada a la luna, el barrer y las serpientes, a través de una performance: en el hogar de una joven, la transformación comienza cuando, después de barrer en una noche de luna llena, embarra su cuerpo desnudo de una sustancia que parece lodo, mientras se mueve en un estado de éxtasis y concentración total. Ni una sola imagen de archivo está presente en este episodio: la prioridad es el cuerpo performático, que imita la posición de la diosa en imágenes de códices vistos en momentos previos y posteriores. Con un tono más lúdico y una imagen en timelapse, aparece un códice con Xochiquétzal, diosa de las flores (las lleva en su cabeza a manera de tocado), seguido de una joven que camina y reparte flores en el metro de la Ciudad de México, y que, en lugar de un tocado de flores, lleva unos lentes de sol con diseño floral. La idea detrás de ambos performances es la misma: no hay distancia entre el supuesto “pasado” histórico y el presente, ya que ambos existen en lo corpóreo.

III

El consenso en cuanto a lo que significa la identidad nacional se logró en gran medida gracias al discurso aleccionador de la televisión, el cine y la radio. En México, el cine de la Época de oro (1936-1956) mantuvo el dominio de las formas de representación y los temas importantes para el Estado en ese entonces: “los modelos de vida y los valores que el cine mexicano de la época proyectó en la pantalla cumplieron la doble función de presentar estereotipos con los que el público podía identificarse y ser guías de comportamiento, de lenguaje, de costumbres, de prácticas culturales: las relaciones de parentesco, la maternidad, el adulterio, el trato varonil, la belleza como feminidad, la pobreza sobrellevada con honradez, la riqueza entendida como desgracia”. La fórmula secreta de Rubén Gámez fue una de las primeras películas en hacerle frente a la narrativa oficial del Estado, y ¡Aoquic iez in Mexico! / ¡Ya México no existirá más!, continúa en la misma línea, 50 años después.

Otra película que reflexiona sobre la idea de identidad producida en este caso por la televisión pública, es el documental colombiano Nuestra película (2022), de Diana Bustamante, realizado en su totalidad con material de archivo televisivo y brevísimas grabaciones en voz en off de la directora. En la película la directora se pregunta acerca de las imágenes que plagaron su infancia y que terminaron por perder sentido debido a su excesiva repetición. Nuestra película estructura a manera de ensayo más de 600 horas de material de archivo con las “mismas” imágenes de muertes, asesinatos y violencia generalizada, pero con una imagen ralentizada que permite cuestionar el papel de la televisión como creadora de identidad nacional en un momento particular. En palabras de la directora: “Si hay una narrativa que nos une a todos los colombianos es la violencia, sin embargo, el negacionismo es impresionante, y es una contradicción nacional: es lo único que nos une pero tampoco hemos construido una relatoría de lo que le ha pasado al país.” 

El largometraje de Quagliata se vincula fuertemente con la idea de relatoría que propone Bustamante: fuera de los discursos institucionales y mediáticos, ¿cómo se construye un discurso de identidad más honesto y menos complaciente? Una posible solución parece estar en otorgar la misma importancia a imágenes tremendamente nacionalistas, y a otro tipo de imágenes que, aunque no son reconocidas por los medios oficiales-nacionalistas, son innegablemente identitarias. En la película de Quagliata, a través del montaje, conviven y son igual de importantes en términos identitarios imágenes de códices, de jóvenes practicando los “honores a la bandera”, y el sonido del programa La hora nacional que pregunta a la audiencia, “¿qué son las culturas indígenas? ¿Cuántas son? ¿Cómo se desarrollan?”, creado por iniciativa del presidente Lázaro Cárdenas del Río en 1937, cuyo papel fue “contribuir a la integración de la conciencia nacional”, e imágenes de flores en manteles de plástico de fondas, en bordados típicos, en las luces de una feria y como tapete para el cuerpo desnudo de una mujer, imágenes de cartas de lotería y de fuegos artificiales en una fiesta patronal.

En la propuesta de Quagliata, imágenes que son asociadas a un “pasado histórico”, oficial, nacionalista, que no admite cuestionamientos y cuyas respuestas son inalterables, se alinean por medio del montaje para establecer una reflexión sobre la representación del pasado como un tema pendiente, el cual suele ser abordado como algo ya resuelto y que entiende la identidad como algo que se puede definir, registrar y enseñar a través de distintos medios audiovisuales. La directora rechaza esta postura y por eso el largometraje funciona como un frenético caleidoscopio, en el que de la imagen supuestamente “original”, se desprenden otras que remiten a ésta, sin ser nunca iguales pero con una importancia cultural equivalente: infinidad de imágenes y sonidos que están en la cotidianidad de lo que asumimos como “lo mexicano”, que aparecen sin mayor explicación y cuya validación es ahora un criterio que quedará pendiente para las audiencias.

Antes de la colonización en México, la tradición del “corredor del fuego nuevo”, representaba la ceremonia en la que “los habitantes de México-Tenochtitlan desechaban las imágenes de sus dioses y todos sus utensilios domésticos y apagaban los fuegos de los hogares y los templos” para prepararse para la llegada de un nuevo ciclo. ¡Aoquic iez in Mexico! / ¡Ya México no existirá más! retoma esa postura iconoclasta para cuestionar y entender que las imágenes del pasado no son sagradas, y que, como enuncia el título, la supuesta “mexicanidad” nunca estuvo sólo en piezas arqueológicas, en el material de archivo o en el discurso nacionalista, sino que se trata de una idea casi infinita, inabarcable y aleatoria, contraria a la idea de que México “inició” con la Conquista.

Por Verónica Mena León