1.
Amabilidad: no es una palabra que frecuentemente se escuche respecto de un poemario. La ciudad produce –y no nos hacemos la ilusión de que un libro no sea un producto, guardamos la esperanza de que sea más y, a veces, menos que eso– artificios usualmente afilados, corrosivos o aplastantes y este libro, que, como todo buen libro, no es su temática sino su factura, está escrito en la ciudad que no enuncia, que lo porta y que permite la distancia necesaria para un acercamiento. Contra el lugar común de la tranquilidad rural como lugar silente y concentrado, al cual retirarse del ruido de la urbe para emprender su escritura, se me antoja que, paradójicamente, es en la ciudad donde se encuentra la calma para la descripción del pagus, el campo, donde es posible extraer los fantasmas y los colores de (por ejemplo) el centro campesino de Chile, su ausencia de peso y de ruido, rasgados a veces por gritos, perros y postones, pero en general los correspondientes contrarios de la infiltración insidiosa, inescapable del silencio, del calor y sequedad rurales. Por supuesto –excúseme desde ya– aquí habla el citadino (puedo sentir casi la mirada de reprobación de alguien como Mario Verdugo) pero es desde la configuración urbana –del texto, del libro, del autor si cabe– de donde este libro actúa, si no desde donde se genera.
2.
Pero, decía, este bello enjambre de palabras no surge, por dura que nos parezca su forja, con un martillo en la mano sino con una entrada al kinetoscopio, diez centavos para el nickelodeon de los recuerdos. He aquí la amabilidad –una mala palabra, en este malvado año 2025–, la de sumergirse en una piscina oleosa y fría todavía, lenta como el verano, inquietante por el miedo y el sol, refrescante como la sombra y la memoria del ocio (o tal vez el ocio de la memoria, como en una hamaca, mirando pasto, bichos, ramas): “se veía tan relajante esa/ vanidad aceitosa y un traje de baño/ de mi papá fue el único/ pasaporte que necesité ese verano/ para entrar al agua” (“Taller municipal 8:30 hrs.”, pág. 10).
3.
No hay juicio en este libro, aunque exhibe materiales que podrían ser juzgados por un poeta menos valiente que Maximiliano. No hay ingenuidad, pero tampoco sentencia sobre las calidades de lo que muestra, sobre sus carencias y lugares rotos (La liebre que hace hoyos en/el rosal se adapta al ruido/del postón (…) pero ni su silbido/ sacado de un pueblo de cuatro/ calles o el infierno de estación/ vacía/ asustan tanto a mi abuela/ como las gárgaras del canal que transporta/ sin benevolencia los sacos/llenos de cachorros. Todos enviados/ desde un terreno por allá/ al fondo. Nos han traído/ la maravillosa noticia del miedo”, “Requínoa, pág. 35) Hay una convocatoria desde la comprensión, si no alcanzada –pero muchas veces alcanzada, conmovedoramente–, cruzada por la simpatía por sus observados. Sus observados: el lugar del verano de una infancia, los seres amados como lugar, esos sitios alternadamente calcinados y mojados, aliviados pero no realmente sanados (quizá una dimensión política acá, un retrato deforme del país, en ambos sentidos de comarca y nación), los seres vivos que acompañan y abandonan en su mixtura de aridez y cariño; los muertos que, ahora, fusionan consigo mismos el lugar donde estuvieron.
4.
Este es un libro sobre (en general) un pasado. Quizá la reconstrucción de un pasado, en el poema u otra forma, no sea un intento de serle leal sino de extraerse, llevarse hacia él. Pero dicha reconstrucción solo nos transporta de vuelta a un lugar tercero, que no al pasado, el que, tomándonos de la mano, muta con nosotros, fundiéndonos —si no en una nueva estabilidad, tal vez en un residencia titilante, pasajera, que parece estar fuera del tiempo. Volvemos al pasado porque no podemos volver al pasado, pero suplicamos; es decir, tanto creemos que no debiera escapársenos como pedimos que no se nos escape. El pasado no debe, creemos, quedarse en sí, ser su propio lugar. Tal vez acá el poema sea, entonces, una seña de acuerdo, un contrato de transporte mutuo, texto que movemos y nos mueve. Porque, intentando un cabotaje, un comercio que tiene tanto de adición como de pérdida, de desgarro como de auxilio, ese vehículo ha sido frecuentemente el poema en este libro, que lo constata, practica, corrobora.
5.
Para los lectores que ya hayan disfrutado la poesía de Maximiliano este libro podría suponer una continuidad, otra mala palabra en este bobo año 2025. Continuidad es falta de originalidad, decimos. Pero si algo debiéramos hacer a esta altura es sospechar de la obviedad de un valor dado; en este caso, del valor del quiebre. Quiebre con qué. Maximiliano no quiebra con su propia poesía; no la repite, por cierto, pero el trazo de su aproximación no empezó en este libro ni, quizá, este libro la agote. Cuando toma sus materiales –una época de sí y de otros, un lugar al mismo tiempo ajeno y apropiado– no quiere presentarnos la originalidad de su intento ni la coherencia interna de su cristalización. Frente a la relativa banalidad de la pregunta por la primera, esto es, la originalidad, alza la evidencia del éxito de la segunda, la concreción legible, abrazadora de este libro. Lo que Maximiliano propone es actualizarnos en su indagación, que es tanto la reconstrucción del lugar ajado por el tiempo en la memoria como la incorporación del mapa de un crecimiento, con sus calles, sus amputaciones, sus tránsitos y estaciones, algunas ya clausuradas. Y resistir en su presencia.
6.
(Garrapateado a propósito de este libro: quizá, yendo al pasado pierdo presente y futuro pero avanzo, es decir, voy y estoy, ganando en parte lo que pierdo porque, como es obvio, en realidad no vuelvo nunca a nada. Pero, entretanto, sí he tomado otra ruta. El poema al pasado nos ofrece la presencia de una bestia ya dormida, que no volverá a despertar pero, de súbito, respira de nuevo a nuestro unísono. No somos nosotros, pero se nos parece. De la irremontable distancia con el pasado que un poema fija, también emana un boleto para viajar y una ruta de viaje: es decir, en ambos casos, un pasaje.)
7.
Otra arista de estos poemas, la táctil. Pienso en “Saliva” o “Una forma de luz”: “Cuántos/ años llevas ya en este/ caluroso patio cuánta tierra/ chanchitos escupos sobre caca hecha piedra/ has visto pasar sobre los arenales/ flojos de tu infancia” (pág. 8). Cuerpo que toca, nada, cae, se hunde y reflota, se expande en el calor y se contrae ante el miedo. Tacto que alimenta la memoria, que recuerda la piel del amor y a veces del dolor que son los otros: “Rompe/ el brazo si/ y solo si es necesario, si puedes/ hacer algo más sencillo: fracturar/ un dedo empeine manotazo en los/ genitales y arrancar, hazlo/ procura que la pelea/ sea corta” (“Daidō”, pág.22)
Afecto como tacto. Textura como poema.
8.
Así como no me sentí preparado para comenzar esta presentación, no me siento preparado para terminarla, porque escribirla me ha hecho descubrir otros sentidos de este este poemario, otras ventanas que fisgar, nuevos afectos que son casi de uno, al menos de leerse con una fracción del amor con que Maximiliano los escribe. Pánico: me descubro descubriendo que el pasado no es quizá la dimensión central de sus poemas; pienso en deshacer y rehilvanar esta presentación. Pero ustedes tienen derecho a leer a Maximiliano y yo a retirarme a mi lectura, a solas. Los invito a nadar en este libro, lleno de sol secante, temible, amable y duro, blando como la piel mojada sobre la tierra: “Ponte/ un par de guantes gruesos y limpia/ la maleza. Tu abuela te enseñó cuando/ tenías trece años y, generosa,/ la tarde te prestó un chuzo. ¿Y si te agarra/ el optimismo patológico que descansa/ sobre las arenas? Te espero/ regando. No pidas. Sabré oír/ tu dócil braceo sobre la tierra” (“Corrientes”, pág. 34).
Por Juan Pablo Pereira
Fotografía de Enrique Metinides

El día era nuevo para nosotros
Maximiliano Díaz Troncoso
Overol
2025











