Toda la información que recibimos parece destinada a entristecernos a los invertidos. Pero antes de que esto termine, tengo la intención de celebrar nuestro rincón de Paraíso, esa parte del jardín que nuestro Señor olvidó mencionar
Derek Jarman en Naturaleza Moderna

Noto la proximidad de la primavera en la triste disposición que he adoptado durante los últimos días. Desconfío de la simplicidad con que atribuyen a la llegada (o partida) de estación el cambio de ánimo de las personas. No cabe duda de que esa relación existe, a fin de cuentas la composición del cuerpo con la misma agua y aire que conforman el mundo, es una teoría tan antigua como el acompañar a una persona afligida con un té caliente. Frente a la prohibición a los colegios de entregar medicamentos a sus estudiantes, la enfermera escolar no podía atender a las hipocondrías –con las que esperaba irme a mi casa y no volver a la sala de clases– más que con una agüita de manzanilla servida en un vaso de plumavit. Aunque no siempre lograba mi cometido, la calidez entrando por mi boca, deslizándose por mi garganta y pecho para alojarse en mi estómago, me daba el confort suficiente para reincorporarme a los dictados de la profesora.  

La llegada de la primavera no solo incomoda a los alérgicos, también desafía a quienes se han acostumbrado a la pena. Si bien fenómenos meteorológicos como el foehn en las laderas de los Alpes, el zonda del lado argentino de la cordillera, o el siroco mediterráneo han sido relacionados con la irritabilidad, la ansiedad o el desánimo, la primavera no arremete precisamente contra las narices de las personas abatidas. Es un carnaval escandaloso de la vida que florece, recupera su color en las ramas de los árboles e incentiva la caótica orquesta de los pájaros sobre ellas. Si no participas de esta fiesta, el jolgorio se pasea frente a tus ojos con la ligereza de la indiferencia. 

La gente juzga equivocadamente a los melancólicos al creer que el fundamento de su pesadumbre es solamente una cuestión climática. La primavera es prometedora para quienes dirigen su mirada hacia el futuro o han desarrollado la difícil habilidad de posarla en el presente. Quien se acuesta a ver las nubes y no sufre al despedirlas en el apremio del viento, vive en una cronología privilegiada, pues se ha desprendido del pasado. Septiembre recuerda la imposibilidad de los árboles de recuperar sus hojas perdidas. Esas hojas en  particular. Al árbol no le importa, a mí sí.  No me interpela la promesa de renacer que ofrece la estación. Me resisto a perder su pérdida. 

El verano es la época más alegre. No debemos despedir nada, por eso es mi favorita. Sobrevivir la primavera se recompensa luego con la tranquilidad estival de un sol permanente. Alcanza el día para todo tipo de emoción: te levantas hastiado, luego repuntas y haces alguna actividad que dejaste tirada el verano pasado –practicar el yoga, hacer cerámica, leer más libros–; te da el tiempo hasta para tomar luego unas cervezas con tu amigo, abrigados nada más que con lo que queda de sol.

El cuerpo recupera su robustez, sale de su estado de convalecencia. Asolearse es un ejercicio fácil. A veces accidental. El sol se tiende en los ojos, las manos, se escabulle entre medio de las ventanas. La práctica de buscar al sol, luego de haberse escapado de él por semanas, solo puede recompensarse con los primeros higos en mi frutero. Además de recuperar el vigor atrofiado en el ejercicio de asolearse, comer higos es la mejor forma para entrenar el desapego. Muerdes esa pequeña flor que ha florecido hacia su interior como queriendo protegerse. Recuerdas en su néctar cuán breve es su breve temporada.

Por Agustín Herrera
Fotografía de Marketa Luskacova