Adaptó a Proust, Giono, Stevenson, Kafka y Balzac. El director franco-chileno, fallecido el viernes 19 de agosto a los 70 años, siempre buscó generar un diálogo entre el cine y la literatura.  

Los fanáticos de Raúl Ruiz saben bien a lo que el cine y la literatura se deben mutuamente. Era un director nutrido por la novela. No fue el único de su generación en querer romper la linealidad propia de la narración cinematográfica, pero concibió este proyecto de una manera profundamente literaria, intentando filmar incansablemente la volatilidad del relato novelesco, traduciendo en imágenes lo que solo el lenguaje —con sus posibilidades infinitas— parecía poder lograr.  

Sin duda, se recordará su adaptación de “El tiempo recobrado”. Pero este experimento proustiano distaba de ser su primera incursión en la adaptación literaria al cine. En 1970, a los 29 años, rodó en Chile un extraño largometraje que pocos han visto: “La colonia penal”, (muy) libremente inspirado en el relato de Kafka. Como en la obra original, un visitante llega a una isla-prisión. En la versión de Ruiz, se trata de una periodista que descubre que los reclusos son en realidad esclavos que trabajan produciendo información para agencias de prensa de todo el mundo. La película es para incondicionales: la imagen es de baja calidad y el desarrollo de la trama, particularmente errático. Pero ya aparecen esa sátira y esa atmósfera fantástica sin serlo, que definen el encanto de su estilo.  

A principios de los años 80, Ruiz en Francia buscó integrar el dispositivo teatral en el cine. Recordemos que fue autor de varios textos dramáticos, como “Le Convive de Pierre” (Actes Sud, 1988). Dirigió una serie de films producidos por el Festival de Avignon, inspirados en obras del repertorio clásico. Adaptó “Berenice” de Racine y “Ricardo III” de Shakespeare, iniciando una reflexión que, a partir de entonces, sería central en su obra: ¿cómo puede el espectador enfrentarse a lo que sabe que es ficción sin dejar de creer en ella? ¿Y cómo expandir los límites de esa creencia? El teatro, con su artificio ficcional asumido, le permitió explorar lo que Coleridge llamó —refiriéndose a la literatura— “la suspensión voluntaria de la incredulidad”, como explica el académico Didier Plassard.  

En “Ricardo III” (Shakespeare se presta especialmente a este tipo de acrobacias), la mise en scène presentada en Avignon por Georges Lavaudant sirvió de material cinematográfico, prefigurando de manera oscura y sorprendente el “Looking for Richard” de Al Pacino, doce años después.  

Luego vino su famosa “La isla del tesoro” de 1985, una aventura desbordada que lo llevó a escribir una secuela de la novela de Stevenson. En “A la poursuite de l’île au trésor” (Dis Voir, 1989), un niño busca una aventura que vivir. Una vez más, la historia original se multiplica en un caos paródico de imágenes impregnadas de una poesía absurda. Y una vez más, lo importante no era tanto el relato como la manera en que el espectador debía apropiárselo.  

“Decidí meter a Proust en todas mis películas”

Pero fue a mediados de los 90 cuando el cine de Ruiz adquirió un vuelo decididamente literario. Hay que ver (o revisar) “Genealogías de un crimen”, coescrita con Pascal Bonitzer, y sumergirse en su trama plural de colisiones: entre la esquizofrenia de René, el duelo de su abogada y sus ramificaciones psicoanalíticas. La superposición de tiempos no podía sino llevarlo a enfrentarse a Proust y sus “seres monstruosos, que ocupan en el tiempo un lugar mucho más vasto que el exiguo espacio que se les reserva”.  

Ruiz explicó a Le Monde, tras el estreno de “El tiempo recobrado”, que siempre había querido adaptar a Proust: “Pero como el proyecto era financieramente inviable durante mucho tiempo, decidí meter a Proust en todas mis películas”. Se ha dicho mucho sobre esta adaptación. Entre todas las versiones de “En busca del tiempo perdido”, destaca por la afinidad casi fraternal entre el relato proustiano y el proyecto cinematográfico de Ruiz: esa conexión de todo con todo, en una explosión de tiempos y puntos de vista.  

Sus últimos años los dedicó a profundizar ese diálogo entre texto e imagen. En 2002, abordó el relato polifónico adaptando “Las almas fuertes” de Giono. Matizando el pesimismo de la novela con toques barrocos, logró conservar su admirable complejidad y el entrelazamiento de voces que la hicieron célebre. Seis años después, hizo dialogar a Balzac con “La señorita Christina” de Mircea Eliade en “La mansión Nucingen”.  

“Un pesimismo saludable puede ser mejor que un optimismo suicida”

En 2010, adaptó una novela popular del portugués Camilo Castelo Branco (siglo XIX), una suerte de equivalente a “Los misterios de París” (Eugène Sue, 1842), titulada “Los misterios de Lisboa”. La película dura cuatro horas, y su realización se consideró una hazaña técnica (gracias, en parte, a una cámara de última generación que requería conocimientos de ingeniería aeronáutica). Su ambición ultra romántica era admirable, pero su estructura interminable —heredera de la telenovela— la hacía difícil de digerir. Algunas novelas siempre funcionarán mejor en papel que en celuloide.  

Cabe destacar que Ruiz desarrolló estas reflexiones sobre el relato, lo real y la linealidad en dos ensayos teóricos: “Poéticas del cine I y II” (editados por Dis Voir en Francia). “Poética I” (1995), con una mirada oscura, era un “llamado a la rebelión”. “Poética II” (2005) lo mostraba más desencantado: “Lo que escribo hoy es más bien una consolatio philosophica. Pero que no se equivoquen: un pesimismo saludable puede ser mejor que un optimismo suicida. En el cine actual (y en el mundo), hay demasiada luz. Es hora de volver a las sombras. ¡Media vuelta! ¡Regresemos a las cavernas!”.  

Por David Caviglioli, publicado el 24 de agosto de 2011 en nouvelobs.com

Traducción por Ricardo Olave Montecinos & Etienne Iraheta.