“El paraíso es un sendero”, escribe Francisco Greene en su poemario 17 segundos. En este libro, parece que no ocurre nada, al menos nada en el sentido de grandes acontecimientos externos que puedan ser registrados, o profundas realizaciones internas. La práctica poética es en sí misma el acontecimiento, o más bien el proceso, el flujo continuo de impresiones en un diario que junta breves observaciones en prosa con unas glosas en la forma de haiku, una mezcla que en Japón se llama haibun. Quizás, en este sentido, Greene ha logrado escribir una de las pocas obras poéticas chilenas que no se detiene en la tragedia; sea cual sea la razón por la soledad reflexiva del autor, el libro es sereno, feliz de existir, contenta de transitar el sendero, de habitar en movimiento, de seguir su caminata.
El libro está escrito desde diferentes partes del mundo. Comienza en Indonesia —específicamente en Bali y Lombok, donde Greene observa la transición del hinduismo al islam— y recorre Tailandia. El diario asiático toma la forma de impresiones de paisajes con un cierto exotismo. Los comentarios sobre lo que ve tienen una especie de ingenio, los de un viajero que descubre lo que desconocía y busca transmitir la información al lector. Sin embargo, esta sección tiene algo muy distinta a una guía turística; Greene siempre parece estar aislado y en un entorno natural, o al menos esa es la ilusión que crean sus notas. Otro escritor podría haberse sentido atraído por el bullicio de la ciudad y la sociedad que lo rodea, pero incluso en esta primera sección, es evidente que Greene está más interesado en las intrincadas transformaciones de las plantas y en los catástrofes naturales que en las igualmente sutiles y turbulentas historias humanas. Le interesan los procesos lentos: “Dos frutos / caen a la hora señalada, / cosecha real”, señala. No leerías esto en la BBC. Esta primera sección termina con una observación que parece tan obvia que invita a la reflexión: “For the record: Asia no es de otro planeta”, seguida de un haiku: “Mi vida en viaje: / leo, camino, escribo. / Misma ecuación”. Chile se vincula con Asia a través del no dualismo de la conciencia poética de Greene.
El tono aquí, y la actitud del viajero, tienen mucho en común con la de Bashō en su libro Oku no Hosomichi (El estrecho camino hacia el norte profundo y otros bocetos de viaje). El viajero no busca necesariamente una revelación interna trascendental, ni ser sacudido y conmovido por lo divino, como los apasionados románticos europeos en busca de lo sublime; más bien, el viajero es una persona curiosa y afable, con un irónico sentido del humor, que se complace en observar cómo suceden las cosas, no necesariamente a sí mismo. Con las fechas y los lugares registrados con tanta claridad, resulta tentador contextualizar los cambios en el mundo interior con los acontecimientos del mundo en general. En algún momento, por ejemplo, Greene sí menciona la pandemia. Pero tal historización sería quizá una especie de ilusión. Greene observa la maduración o el crecimiento en la naturaleza, pero no fuerza un paralelismo con sus propios procesos. Como sujeto poético, es esquivo, presentando un yo lírico solitario, sin anécdotas; lo que ve le parece suficiente. Parece decir al lector, “Acepta el reto de la brevedad, en el que todo está dicho aquí mismo, y las palabras no se queden cortas.”
Los haikus que siguen a la prosa generan variados efectos. La mayoría de las veces se leen como una síntesis de la descripción previa, que condensa la prosa de la entrada del diario en una sola imagen. Si los haikus hubieran precedido a las entradas del diario, el efecto habría sido el de poemas crípticos que después se explican, tal como ocurre muchas veces en la crítica literaria. Pero aquí ocurre lo contrario. Primero se nos presenta una discursividad sin objetivo, y luego llega el momento del haiku, un acto de condensación que encierra todas las palabras en una envoltura oblicua, la glosa de un poema que no busca explicar, sino lo contrario, crear un misterio, una imagen sorprendente, un rayo de pensamiento lateral que ilumina, desafía y aniquila el acto previo de razonamiento. El lenguaje no es el producto de una imagen, no es la écfrasis de las tradiciones europeas en las cuales los poemas se escriben a partir de una pintura; aquí la imagen surge tras el proceso del lenguaje, o tras el proceso de haber pensado, soltando ese pensamiento. El poema es lo que queda, con sus huesos duros e irreducibles.
Dicho todo esto, en ocasiones el momento sintético del haiku no es tan obvio, y el poema breve existe en relación con la entrada del diario como un complemento más que como una síntesis. Pienso en el famoso haiku de Bashō sobre la rana saltando al estanque, y el sonido del agua. La relación entre la rana, el estanque y el sonido del agua puede interpretarse de muchas maneras, al igual que la relación entre la entrada del diario, el haiku y el efecto en el lector. Me gusta que Greene no siga una estructura demasiado rígida. La distinción entre las entradas del diario y los haikus tampoco está totalmente estandarizada; a veces la prosa poética se transforma en poesía, con saltos de verso que resultan naturales. Y, ¡por qué no!
Eventualmente Greene y el libro regresan a Chile, primero a Valparaíso y luego a Coilaco, un pequeño valle cerca de Pucón, en la región de la Araucanía, donde reside Greene. La preocupación por observar los detalles del paisaje persiste, y Greene sigue siendo un forastero, o como él mismo lo define, un “afuerino”, ya que ha elegido habitar estos lugares. Hay una especie de serenidad en su falta de pertenencia, en su incategorización, que lo abre a su entorno; deja que el mundo lo invada. En Chile, Greene vive en la naturaleza, lee, medita; ocurren incluso menos cosas que en Asia. “Esto es aquí, tus pies pisando el pasto. Esto es ahora”, escribe. Y: “Domingo al sol, / un revuelo de abejas / aroma en flor”.
La manera en que Greene se describe a sí mismo, en Asia, en la ciudad portuaria de Valparaíso —hogar del viajero— o en La Araucanía, es como una especie de ermitaño, o quizás un poeta guerrero, dedicado a aprender patrones mentales para la existencia, atraído por diferentes formas de la disciplina de la conciencia. El formato de diario es una de esas estructuras. Cada entrada, como dije, está encabezada por una fecha y un lugar, y más allá de los lugares, meses y años mencionados, es evidente que el acto de anotar es importante para Greene: una precisión que le permite una lucidez poética especial, una conciencia de dónde se encuentra en ese momento particular. Esta precisión se extiende a sus detalles, la mirada del viajero o del forastero que todo lo ve con nuevos ojos. Greene escribe los nombres de ríos y volcanes, de árboles —castañas y piñones, aromas y araucarias, koiwes y lengas, ñirres y hualles— y de numerosos libros, de escritoras tan diversas como Cecilia Vicuña (“El hallazgo del paraíso / co-incidirá con el hallazgo / de un lenguaje”), Rebecca Solnit e Irene Vallejo. Las alusiones a ciertas figuras como Jorge Teillier también sirven como puntos de referencia para comprender su poesía, en su énfasis sobre el lugar y cierta claridad lingüística. Dicho esto, si bien Teillier evocaba algo invisible en las raíces de lo visible que se podría buscar entender para volver a la pureza, el formato del haiku no evoca necesariamente esos significados ocultos. A diferencia de las capas ocultas, que ofrece un puzle al crítico que llega después, el objetivo en los poemas de Greene es la transparencia. Lo que se ve es lo que hay.
Si existe alguna metáfora en su obra, algo que queda en el misterio, son las transiciones y las conexiones entre momentos. “Subir, bajar / la escalera invisible / que lleva a casa”, escribe Greene desde Coilaco. Esta “escalera invisible” me parece no solo la memoria, sino los procesos que permiten recordar y los estados mentales necesarios para acceder a ciertas imágenes o emociones. A estos procesos no se puede acceder directamente, y así Greene también elogia el zigzagueo, la necesidad de perderse. Quizás esto también explique cierta rebeldía que se percibe en su actitud hacia los programas de meditación, que menciona y valora —empieza con el Kirtan Kriya y practica su Sa Ta Na Ma—, pero también abandona o continúa con irregularidad. La escritura del cuaderno y del haiku se convierten en su forma preferida de meditación.
El haiku, al igual que el haibun, son formas poéticas originarias de Japón, pero China también aparece en varias referencias en los poemas de Greene, y como el propio autor nos recuerda, la tradición poética japonesa estuvo muy influenciada por la tradición poética china: “Bashō leía a Lao-Tsé y Chuang Tzu los maestros taoístas chinos”, escribe. Greene también cita a Confucio: “Los peces están hechos para el agua, los hombres para el camino”, y su mención del “hombre íntegro” evoca el ideal chino de ren, o integridad.
Toda obra artística existe a la vez como continuidad y ruptura. Tanto el formato de diario como la tradición del haiku tienen tradiciones en español, donde podríamos ubicar el poemario de Greene. Pienso en los haikus del poeta mexicano José Juan Tablada como Li-Po y otros poemas y El jarro de flores en la década de 1920, el Diario de Oriente de Luis Oyarzun de 1960, y los poemarios del escritor contemporáneo Bernardo Colipán Filgueira que experimentan con formatos de las tradiciones japonesas, haciendo conexiones con la tradición mapuche y su relación con la percepción y la naturaleza. Son muchos los poetas chilenos que han tomado el haiku como punto de partida para su escritura, desde Vicente Huidobro hasta María José Ferrada. 17 Segundos termina con un hermoso postfacio del poeta Rafael Rubio, que sintetiza la obra de Greene así como los haikus sintetizan las entradas del diario, y describe los poemas como “un regalo de honda sencillez, pero también como una implícita protesta hacia la vida contemporánea, desarraigada de las cosas verdaderas y obnubilada, en cambio, con cosas perfectamente falsas, producidas en serie, y destinadas al consumo fugacísimo”.
Al comienzo de su poemario, Greene escribe: “17 segundos. Eso dura ‘Her Majesty’, mi canción preferida de los Beatles. Diecisiete segundos es una eternidad dado el contexto preciso. Te puedes enamorar en 17 segundos. Morir en 17 segundos. Hablamos de la elasticidad del tiempo y del lenguaje. De las infinitas posibilidades contenidas en solo 17 sílabas”. Dice que la canción “Her Majesty” de los Beatles dura exactamente 17 segundos, pero la versión que encontré en línea dura 25, quizás porque es otra toma. Igual me gusta la idea de que hay ocho segundos que faltan entre su libro y lo que existe, una especie de ruptura de la percepción, una desestabilización de la realidad. En el espacio vacío entre el final de la canción literaria y el final de la canción de la banda británica, hay una brecha en la que cualquier cosa podría pasar. O quizás la canción sí duró 17 segundos y los segundos de más son un mini cuaderno de viaje sonoro, invisible a millones de fans.
El libro de Greene me hace pensar tantas cosas, algunas profundas y algunas tontas, como incentiva el budismo zen. Con su estilo, Greene busca algo peculiar, la nada y el todo, la eternidad del instante, la pura legibilidad e infinitud de un “libro abierto”. Cierro con unas palabras del cuaderno de viaje de Bashō, donde leemos algo así en las últimas páginas: “En este pequeño libro de viajes se incluye todo lo que hay bajo el cielo: no solo lo canoso y seco, sino también lo joven y colorido, no solo lo fuerte e imponente, sino también lo débil y efímero ( . . . ) También hay momentos en que deseamos ponernos en camino nosotros mismos, agarrando el impermeable que tenemos cerca, o momentos en que preferimos sentarnos hasta que se nos arraiguen las piernas, disfrutando de la escena que imaginamos ante nuestros ojos. Es tal la belleza de este librito que puede compararse con las perlas que se dice forman las sirenas que lloran en el mar lejano”.
Por Jessica Sequeira
Fotografía de Emmy Andriesse
Sobre:
17 segundos
Francisco Greene
Editorial Aparte
Arica
2025