Play. Comienza la ponencia.
Primero, lo anecdótico: durante su exilio en Canadá, mientras escribe La ciudad, el poeta Gonzalo Millán dicta clases de español a personas angloparlantes. Para no distanciarse de su lengua natal, lengua madre, “como el pianista que necesita practicar varias horas al día para no perder la agilidad de sus dedos”, anota frases imitando el estilo de los diccionarios. Esas frases, despojadas según Millán de toda intencionalidad retórica, las va acumulando. De esa acumulación de frases, susceptibles de ser montadas, va apareciendo una especie de movimiento. Esas frases, han dicho otros, funcionan como los planos de una película documental o una sinfonía de ciudad. Si me oriento por lo que apunta Pablo Molina en un ensayo, hay en el poema reminiscencias de Dziga Vertov y su Cine-Ojo. Los versos funcionan como las acciones que organizan un guión. Por ejemplo:
Las aves abren las alas.
Las aves abren el pico.
Cantan los gallos.
Se abren las flores.
Se abren los ojos.
Los oídos se abren.
La ciudad despierta.
La ciudad se levanta.
En una entrevista con el periodista Pedro Pablo Guerrero, Millán dice que orientó formalmente la escritura de ese y sus libros posteriores con procedimientos tomados de las artes plásticas y la música serial. Me llama la atención que, a propósito de esto último, Millán nombre a Philip Glass, que estuvo a cargo de la banda sonora de la película Koyaanisqatsi de Godfrey Reggio. No sería ocioso avecindar el trabajo de Reggio con La ciudad: en ambas hay una especie de poética de la indagación urbana; palpan, cada uno a su manera y a escalas distintas, el ritmo de esos complejos aparatos mutantes de hormigón, electricidad y sangre humana. A propósito, mientras escribo esto, pienso lo siguiente: podría transcribir los planos de Koyaanisqatsi siguiendo el mismo procedimiento millaniano y el resultado no distaría tanto de lo que encontramos en aquel largo poema:
La cámara filma la carretera.
La carretera es larga.
La carretera atraviesa la ciudad.
La ciudad está llena de automóviles.
Los automóviles atraviesan la ciudad.
Los automóviles avanzan por la carretera.
Los choferes manejan sus automóviles.
Los choferes van a sus trabajos.
Sus trabajos están en la ciudad.
La ciudad está llena de rascacielos.
La cámara filma los rascacielos.
La cámara filma.
Ahora, lo ecdótico: La ciudad aparece publicada por primera vez en 1979 en Québec, Canadá. En Chile, Cuarto Propio publica el libro el 94. Walter Hoefler señala que este poema-libro es deudor en parte del Paterson de William Carlos Williams, que por cierto fue motivo de la película homónima de Jim Jarmusch. Pues bien, a través de un largo poema dividido en 68 partes –que pueden leerse también como poemas independientes—, Millán intenta reconstruir una ciudad perdida. Es la experiencia del exiliado. Son las obstinaciones de la memoria. Las insistencias de quien ha sido obligado a abandonar el lugar donde nació. A figurarse el mundo y las cosas con una lengua extranjera. Escribe Carlos Gamerro a propósito de Joyce y el Ulises: “Un escritor atrapado en su ciudad la desrealiza (Kafka, el Borges de La muerte y la brújula). Cuando la ha perdido y no puede volver, la recrea con el maniático amor del fetichista”. De Millán podríamos decir que la recrea con la morosidad del duelo. Si fuera una película sus planos serían largos espacios de tiempo que invitan al trance.
Pero ese trance en un momento es interrumpido.
Ese momento, en la primera edición, es el poema 48. Es probable que muchos de ustedes lo conozcan. Es fácil dar con un video donde Millán aparece leyéndolo. Patricio Guzmán además lo incluyó en la secuencia final de su documental Allende del 2004. Pero antes de pasar al 48, me gustaría leerles unos fragmentos del poema que lo antecede, porque funciona musicalmente como una especie de in crescendo:
Hoy es 11 de septiembre.
Todos los años amanecen paredes rayadas.
Panfletos amanecen en las calles.
Los dispersa el viento.
Recuerdan los durmientes.
Los trabajadores recuerdan.
La ciudad recuerda.
Amanecen velas en su tumba.
Los soldados patean las velas.
Amanecen flores en su tumba.
Las pisotean botas de soldados.
Aniquilaron la Moneda.
Destruyeron la ciudad.
No podrán aniquilar su recuerdo.
Y entonces, como quien mira una cinta, Gonzalo Millán rebobina la historia. Vuelve a la mañana del once de septiembre del 73. El poema 48 parte con la imagen de un río que invierte el curso de su corriente. El río es Heráclito y Jorge Manrique. ¿A dónde va a dar ese río? ¿Qué hay en ese río? El agua de las cascadas sube. Los caballos caminan hacia atrás. Los militares deshacen lo desfilado. Ahora que leo el poema de nuevo me imagino lo siguiente: Gonzalo Millán sentado en su living toma una copia en VHS de La batalla de Chile y la mira en reversa. Puede ser La Spirale también. Aprieta el botón de rebobinar. Tiempo-celuloide enroscado en una bobina o carrete cuyo movimiento a favor de las manecillas del reloj pone ante nosotros la ilusión de la imagen en movimiento. Sabemos que esta posibilidad, que técnicamente se conoce como reverse motion, la abre la invención del cine y la lleva a escala doméstica el desarrollo del Video Home System que, a grandes rasgos, vuelven plástica una experiencia del tiempo y, ex post facto, si me lo permiten, una experiencia de la Historia.
Stop.
Pero volvamos al poema 48. Un día, chateando sobre estas cuestiones, mi amigo Nicolás Campos me dijo: “Eso de la historia en reversa aparece ya en Matadero 5 de Kurt Vonnegut. Estoy seguro que Millán leyó a Vonnegut”. Tomo mi ejemplar de la novela. La releo. Quiero saber si mi amigo, lector quisquilloso, fue traicionado por su memoria o su mala fe. Para quien no la conozca, Matadero 5 cuenta, en clave de ciencia ficción y humor negro, la experiencia que el propio Vonnegut tuvo como soldado norteamericano durante el bombardeo a Dresden hacia el final de la Segunda Guerra Mundial.
La escena similar ocurre, en mi edición, en la página 72. El narrador nos cuenta que Billy Pilgrim, un veterano de guerra que asegura poder viajar en el tiempo después de haberse contactado con los alienígenas del planeta Tralfamadore, baja hacia el living de su casa, toma una cinta sobre “la actuación de los bombarderos americanos durante la Segunda Guerra Mundial y sobre los valientes hombres que los tripulaban”. Prende el televisor. Aprieta el botón de rebobinar. ¿Qué ve Pilgrim? Cito:
“Aviones americanos llenos de agujeros, de hombres heridos y de cadáveres, despegaban de espaldas en un aeródromo de Inglaterra. Al sobrevolar Francia se encontraban con aviones alemanes de combate que volaban hacia atrás, aspirando balas y trozos de metralla de algunos aviones y dotaciones. Lo mismo se repitió con algunos aviones americanos destrozados en tierra, que alzaron el vuelo hacia atrás y se unieron en la formación.
La formación volaba de espaldas hacia una ciudad alemana que era presa de las llamas. Cuando llegaron, los bombarderos abrieron sus portillones y merced a un milagroso magnetismo redujeron el fuego, concentrándolo en unos cilindros de acero que aspiraron hasta hacerlos entrar en sus entrañas.
[…]
Los pilotos americanos mudaron sus uniformes para convertirse en muchachos que asistían a las escuelas superiores. Y Hitler se transformó en niño, según dedujo Billy Pilgrim”.
Hasta ahí Vonnegut.
Vuelvo a mi conversación con mi amigo Nicolás. Cuando me habló de la similitud entre el poema de Millán y el fragmento de Vonnegut yo recordé otra escena similar. Ocurre hacia el final de la película Idí I Smotrí [Ven y mira], dirigida por Elem Klimov y estrenada el 85. El personaje principal, Flyora, un joven que a lo largo de la trama presencia el horror de la guerra, encuentra, en compañía de su batallón, a unos soldados alemanes que han sido tomados prisioneros. La Unión Soviética venció a los nazis. La película, según leo en internet, fue filmada precisamente para conmemorar ese triunfo. Klimov filma a Flyora frente a un retrato de Hitler. Lo mira con impotencia. Nos transmite esa impotencia. Flyora toma su arma y dispara. Bang. Bang. Por cada disparo a ese retrato, Klimov monta escenas de ciudades europeas bombardeadas en reversa. El fuego súbitamente se apaga. Los escombros vuelven a ser un edificio. Hitler vuelve a ser niño. No sabemos si el horror se disipa. Si el acto de rebobinar esta película espantosa que nos quita el sueño sirve de algo.
En uno de sus ensayos, el filósofo alemán Friedrich Kittler escribió lo siguiente: “Lo real ya no es el alma, sino el celuloide”. ¿Cuánto de lo real cabe en la Historia? ¿Cuánto de la Historia cabe en el celuloide y, mutatis mutandis, la cinta magnética de un VHS? Lo real es el celuloide. Lo real es la imagen que digitalizamos para conservarla de la destrucción del celuloide. Lo real ¿es la cinta que avanza en la dirección de las manecillas del reloj? ¿Sirve de algo girar a contra sensu o sería mejor, como hicieran alguna vez los anarquistas, hacer pedacitos a escopetazos los relojes, sus manecillas, su extraña forma de condensar el día, la noche, los ciclos vitales, los ríos y el curso de su corriente?
Play.
Millán rebobina la historia. Trae a los muertos a la vida. Otros han dicho esto que repito sin afán de novedad: ante la imposibilidad de resarcir el daño, el poema, esa tecnología del lenguaje que habla siempre en presente, opera como un ritual que recompone el cráneo de Allende, que pone a Víctor Jara a cantar de nuevo, que trae de vuelta a los desaparecidos. El poema como cinta magnética que el lector, otra máquina decodificadora, reproduce en silencio o en voz alta, según las circunstancias. Pero hay además cuestiones de manía personal, lectura de paranoide en clave detective policial: entre el poema 47 y el poema 48 hay 38 versos entre 11 y 11. “Hoy es 11 de septiembre” escribe Millán en el poema 47 y ese once parece un once del futuro. En el 48 ese once es el once de septiembre del 73, que ocurre una y otra vez en el cinto-poema. Leo ese último fragmento:
11 de septiembre
Regresan aviones con refugiados.
Chile es un país democrático.
Las fuerzas armadas respetan la constitución.
Los militares vuelven a sus cuarteles.
Renace Neruda.
Vuelve en ambulancia a Isla Negra.
Le duele la próstata. Escribe.
Víctor Jara toca la guitarra. Canta.
Los discursos entran en las bocas.
El tirano abraza a Prat.
Desaparece. Prat revive.
Los cesantes son recontratados.
Los obreros desfilan cantando
¡Venceremos!
Tanto Klimov como Vonnegut usan como dique en su retroceso temporal la imagen de un Hitler infante. Vonnegut además recuerda la historia de la mujer de Lot, que contraviniendo el consejo de los ángeles mira hacia atrás cuando escapa de Sodoma y queda convertida en estatua de sal. Pero no había cinematógrafos ni cintas de VHS en las historias de la Biblia. Solo sacrificios, sufrimiento y un dios gritón que se adelantó a los modernos sistemas de amplificación sonora con sus vociferaciones y mandatos, que como sabemos se desarrollan durante la Primera Guerra y terminan animando los espectáculos musicales del Lollapalooza.
A Millán, por su parte, la escritura le permite montar sus materiales de manera que el poema avance retrocediendo. Ir hacia atrás es también ir hacia adelante. El movimiento tiene algo de arqueología y magia: por un lado, el trabajo de desedimentar, si me ciño a un término empleado por Rivera Garza a propósito de sus Escrituras geológicas: traer al presente esas capas de pasado. Magia, por otro, hechicería o prestidigitación: “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”, escribió Arthur C. Clarke. Como en la imagen que ustedes ven detrás de mí, con su extraño halo espectral, Millán desafía la racionalidad organizada del horror estatal con este aparato-poema para recordarnos, como Roque Dalton, que los muertos han dejado de ser dóciles. Ahora hacen preguntas. Pueden volver a la vida. Si entregamos nuestro rostro, nuestros gestos y nuestra voz a estas extrañas presencias llamadas “imágenes”, ocupémosla a nuestro favor. Contra nuestros asesinos. Contra nuestros tiranos. Contra el régimen de un tiempo lineal y homogéneo.
Por Jonnathan Opazo