¿No está claro que las capas de musgo, aunque 

no tengan idioma, pueden dar clase

si queren, todo el día, acerca de 

paciencia espiritual?

Mary Oliver 

La abeja nos distrae, su vuelo al azar casi parece burlarse de nuestra intensidad.

Virginia Woolf

 

¿Por qué deberíamos amar este mundo? ¿Dónde radica la urgencia de este pedido? ¿En qué momento este problema comenzó a crecer como el polvo en las esquinas de nuestras bibliotecas? Apenas leí el prólogo de Una ballena es un país de Isabel Zapata, entré en un territorio en el que no tenía en claro cuál debía ser mi rol. Existen supuestos, pequeñas teorías que nos inventamos todos los días, acerca de cómo debe ser nuestra relación con los animales. Pero en la escritura de Zapata esas costumbres tambalean y entonces aparecen las dudas. Las respuestas tradicionales que el activismo o la academia dan no logran convencerme ni mucho menos conmoverme. No es novedad. 

Mucho antes de llegar a la poesía de Zapata, encontré a Elizabeth Costello, uno de los personajes de J.M. Coetzee. Fue en una conferencia ficcionalizada—Los animales y los poetas— donde la escritora Costello advertía que algo podía fallar; que sus palabras de académica podían sonar inocuas a la hora de invocar la naturaleza no abstracta y no intelectual de los animales. Entonces, a la manera de una última tarea, Costello les pedía a los estudiantes que vayan allá, con los poetas, porque son ellos quienes pueden abrir el lenguaje con un bisturí invisible y permitir que entren esos seres vivientes y eléctricos. 

Algunos de esos animales están en Una ballena es un país, otros están un poco más lejos, pero por qué tendríamos ir a buscarlos, por qué deberíamos amar este mundo. Una pregunta puede ser un juego. Cada lectura como una pieza de un rompecabezas necesariamente incompleto, una pista que solo complica aún más el asunto.  

Pista 1: Está en los primeros versos del poema ¿Ves el humo que corre detrás de esos árboles? de Zapata: Mi perra no es abstracta/ Su cuerpo fluye y se resuelve/ Por dentro mi perra es un planeta tibio. Un planeta puede entrar en un departamento de 40 m2. Eso aprendí de Teo, mi perro. Cada vez que me saco las zapatillas al entrar a casa, se revuelca sobre mis pies fríos. Mis dedos recorren su barriga y trazan caminos. Son pequeñas rutas que se abren entre sus pelos y desaparecen apenas se sacude. 

Pista 2: Camina por el teclado de mi computadora. Pasea su caparazón rojo entre la “Ñ” y la “P”. Es más chiquita que el resto de las vaquitas de San Antonio. Trato de esquivarla, me muevo hacia el lado izquierdo del teclado, pero ella avanza por cada letra que necesito usar. Por unos segundos dejo el mail que estoy escribiendo, abandono el pedido del supermercado. Cuento uno, dos, tres, cuatro puntos negros en su caparazón. “La atención es el principio de la devoción”, escribió Mary Oliver en Elogio de lo minúsculo. Agregaría la distracción. 

Pista 3: Ya más lejos de mi computadora, Anne Carson escribe un ensayo sobre un nadador. En la vigilia, el nadador no duerme, solo observa el lago que está frente a su ventana; ese agujero plateado al que va entrar la mañana siguiente. Un gato viejo y enfermo lo acompaña. “Casi todo lo que los fisiólogos saben sobre el cerebro vivo lo han aprendido de gatos dormidos. Dormidos o despiertos, el diseño de los cerebros de los gatos es el más parecido al del cerebro humano. Las neuronas de un gato se disparan con tanta intensidad como las humanas, bombardeadas ya desde afuera o desde adentro” dice Carson en Márgenes de agua: un ensayo sobre la natación de mi hermano . Algunas cosas son más fáciles de ver de noche: ellos como nosotros, nosotros como ellos, y en el medio, fuegos artificiales.  

Pista 4: Aparece por la ventana de mi habitación. Son las cinco de la mañana, es primavera. Un zorzal canta y me despierto. Qué lindo, pienso, y el zorzal sigue cantando. Qué lindo, pienso, y lo hace cada vez más fuerte. Qué lindo sería que se calle, pienso, pero él me ignora. Me gustaría acomodar la almohada, seguir durmiendo, recordar el nombre del poema de Idea Vilariño que empieza con “un pájaro me canta /y yo le canto/ me gorjea al oído/ y le gorjeo/ me hiere y yo le sangro”.

Pista 5: Está en una nena, que después de abrir una rana para una clase de biología piensa que cuando el animal se despierte va a sentir dolor, entonces decide cubrir el pequeño cuerpo con una servilleta. Entre sus manos, ella lo lleva hacia el patio de su escuela, lo pone a los pies de una planta de Santa Rita y lo cubre de hojas secas. Sylvia Molloy incluyó ese gesto en su Animalia.

Pueden existir tantas lecturas como pistas, pero me animo a decir que todas ellas se escriben con un diccionario prestado. Un vocabulario compuesto de voces que escuchamos en los pasillos de nuestros edificios, en las plazas que visitamos los fines de semana, en el río que rodea o atraviesa la ciudad. “Me interesa el lenguaje de los animales” escribe Zapata. Un lenguaje que comparte una similitud esencial con el nuestro; habla de lo ausente. Quizás por eso es tan importante el canto de las ballenas que “siempre están en otra parte”. En los portales de noticias, lo ausente se expresa en números: “Fueron aplastados más de 140 nidos de pingüinos de Magallanes en Punta Tombo”, “Al menos 70 ballenas fueron encontradas muertas en las costas de la Peninsula de Valdez”. Pero ni Elizabeth Costello, ni los poetas nos piden que hagamos cuentas: alcanza con quedarnos en una imagen y un nombre. 

Dos hombres cazan un yaguareté en los bosques de la provincia de Formosa. Como si Mary Oliver los hubiese retratado, vemos que “pasaron horas hasta que/ volvieron a sus casas, arrastrando su premio arponeado/ sangriento”. Al igual que el tiburón que describe la poeta, el yaguareté “no tenía palabras para oponerse/ palabras que nos dan los que sabemos del futuro/ palabras que nos hacen diferentes, según solemos decir”. Pero existen nombres. Algunos habitantes de la región se refieren al yaguareté como tigre criollo, tigre mariposo, overo, manchado o mantis. Otros, los que hablan en guaraní, lo llaman “verdadera fiera”. Capaz esa pueda ser una razón para querer a este mundo.

 

Por Martina Dubini

Fotografía: obra de Ellsworth Kelly