“No sé qué será esto, hija”, dice el padre. Nosotros tampoco tenemos idea. Vemos paisajes granulados y machetazos de celuloide que nos acompañan hace un rato, luego de que el padre y la hija montaran su laboratorio de fotografía. Ambos son fotógrafos, pero él comenzó a serlo cuando tuvo que dejar de ser él mismo y asumir una chapa, un alias de los tantos que tuvo y de los que no quiere hablar.

Cuenta el padre que al pasar a la clandestinidad le dijeron “ahora eres fotógrafo” y le pasaron un portafolio con fotos que, desde ese momento, habían sido hechas por él. Así se convierte en el único fotógrafo que nace con obra, cámara, destino y función, volviendo a aquellas fotografías en su propia historia. Es curioso, las palabras que escogemos para esconder las cosas son siempre visuales: fachadas, pantallas, cortinas, imágenes que tapan otras imágenes, las supuestamente verdaderas. Capas de misterio sobre capas de horror. Aquellas hermosas fotos son una historia inexistente que se confunde con las que sí sacó luego, en los diversos viajes por Latinoamérica que hizo estudiando la permeabilidad de las fronteras. 

En Una sombra oscilante tanto hija como padre no pretenden actuar su rol familiar; aquello afortunadamente no es tema, menos aún la historia como tal. Las preguntas apuntan a las imágenes, su uso, pensamiento y futuro. Esa inquietud lleva a la película a ser lo que es, a asumir su estética a partir de su búsqueda. Por lo mismo es comprensible el uso de los formatos analógicos que une la práctica de padre e hija a través de las imágenes, y si bien es incómodo ver a policías actuales reprimiendo en 16 mm, el paralelo de quien es testigo mediante su instrumento de los inevitables guiños repetitivos de la Historia no podría haber sido realizado de otra forma, no sin romper la película ni el pacto que la sostiene: padre e hija se reconocen en cuanto colegas más allá de la sangre, y ya con eso Celeste Rojas Mujica se distancia para bien de la narrativa de los hijos, aquella que ha producido montones de literatura y películas atendiendo los paradójicos vínculos que ha moldeado la Historia. En Una sombra oscilante no hay una demanda familiar, no hay reclamos retrospectivos ni la necesidad del siempre rendidor golpe bajo; al contrario, la película se nos escapa constantemente, toma desvíos, se queda con una foto y luego nos bombardea de parpadeos, se ríe, juega, erra y no tiene pudor en mostrarnos que hay tomas que repetir o que hay cosas que el padre simplemente no tiene ganas de recordar. 

Se dicen las fotos que no fueron, las que se evitaron porque todo registro es un peligro. La imagen, entonces, como fachada, sucedáneo y escape, y aún así, entre todo eso, la belleza que se niega a ser cooptada por la historia: la luna asomando entre las montañas o el detalle de un espejo en la frontera demuestran lo que ya sabemos, que los días no saben de efemérides, maldades ni rituales, y hasta en el horror más grande hay cúmulos de belleza totalmente inesperados. Lo bello y lo justo raramente andan de la mano, y el militante fotógrafo clandestino tuvo que aprender a vivir con esa disonancia.

En un momento, el padre cuenta un sueño de sombras indefinidas que lo asedian, mientras él, paralizado e impotente, las mira acercarse. Esa podría ser la pesadilla recurrente de toda una generación que fue perseguida, dejó de serlo y aún así perdió; que vuelve año a año a aquellas imágenes donde fueron derrotados, sí, pero al mismo tiempo había coraje para querer ganar. A nuestros padres, luchadores contra la dictadura, las sombras algunos días no los dejan dormir tranquilos. Pero los claroscuros cambiaron, la luz es otra, lo sabemos, aunque las sombras de la derrota lamentablemente ya nos son familiares, tanto que hay imágenes que ya aprendimos a evitar y lecciones que tendremos que asumir. Como sea, entre los sonidos magnéticos y el rayo de las ampliadoras: “quizás no estábamos hechos para vencer”, como dice el padre, y podríamos preguntarle de vuelta: ¿Y para ser vencidos? 

La respuesta, nos estamos dando cuenta, ya depende de nosotros, aunque la película nunca se haga la pregunta por el presente político, todo lo contrario, parece esquivarla a propósito. Lo poco que se atreve a mostrar son unos pocos estudiantes sobre Avenida Providencia con una bandera totalmente roja. Es ahí quizás, en lo que la excede, donde Una sombra oscilante da la sensación de ser un cortometraje estirado, forzado a volverse largometraje a pesar de sí misma, se le notan los bloques de secuencias uno encima de otro, la necesidad de llenar espacio, sobre todo en aquellas escenas muy redondas: el sueño, la descripción exhaustiva de la foto en la frontera y la foto del funeral de Allende, lo que gana en tiempo lo pierde en precisión, y lo que pudiese haber sido un mediometraje espectacular se convierte en un largometraje que pide tijeras.

 

*Una primera versión de este texto fue publicada como parte de los fanzines que Álvaro Bretal (Taipei) y Morpurgo editan para el FestiFreak.