Toda escritura es, siempre, una queja contra el destierro. A veces, esa queja es torcida, brutal. Pasa, sin aviso, de la nostalgia al rencor, del lamento a la sátira, se vuelve rumia, ácido que corroe, exaltación maligna, un manifiesto paradojal y vengativo. La versión de Copi es así: múltiple e irracional, afilada como un cuchillo, desopilante como todo lo que ha superado el límite tolerable del dolor. Como si dijera: aquí están, estas son mis maneras (interminables) de mirar el “paraíso perdido”. He aquí las utilerías de mi patria. Mis monumentos pisoteados, con todo el fervor del talento. 

Hay que poder manchar la “pequeña Bélgica del Nuevo Mundo” que William Henry Hudson había inmortalizado en “La tierra púrpura” (1885). Esa Arcadia discreta, en clave rioplatense, exaltaba la reunión con la naturaleza y sus capítulos, de títulos bondadosos, tenían un encanto especial: Montevideo, la moderna Troya; Hogares y corazones paisanos; Materia para una pastoral; Una colonia de caballeros ingleses; Doncellas de la imaginación; El misterio de la mariposa verde; etc. La añoranza es la viveza pseudo criolla de Hudson, su manera de traer cerquita la ausencia, de hacer un inventario de esa tierra purpúrea que Inglaterra perdió.

Hudson, se sabe, eligió antes que Raúl Damonte (1939-1987) el corrimiento de orillas para evocar su experiencia en Argentina (había crecido aquí, aunque su familia, como la de Copi, se instaló en el Uruguay durante un tiempo), sospechando, con razón, que aludir a los hechos de manera oblicua le permitiría ser más eficaz. Desde esa astucia, que Borges exageró de inmediato, equiparando al Uruguay con el “locus del realismo argentino”, Hudson opuso las desdichas de la violencia y el culto de las pasiones a la paz y el materialismo de la sociedad civilizada. También vio a Montevideo como un signo opuesto a las metrópolis (aludiendo a Buenos Aires) y utilizó las digresiones de su personaje Richard Lamb para hacer el retrato de una tierra perdida “allá lejos y hace tiempo”. 

Ya en este punto, las diferencias con el autor de Eva Perón son flagrantes. Porque Hudson, si bien precariamente, se identifica con los ingleses y escribe sobre sus “adventures in South America” como un etnólogo cuya misión fuera extraer las enseñanzas de su experiencia y comunicarla a sus compatriotas. En Copi, en cambio, la posibilidad de identificación ha quedado anulada ab initio. Podría decirse: Copi empieza donde Hudson termina; más que un relato de viaje, lo suyo es un cómic que dibuja eso que ocurre cuando nadie está prestando atención. Su finalidad no es convencer, ni autentificar su propio pasado marginal, muchísimo menos traducir su infancia en clave pastoril sino tomarse a sí mismo la fiebre en ese momento en que el delirio lo extravía en lo archiconocido, dejándolo a solas con aquél que él fue, tal vez, alguna vez. Para entender el destierro, pareciera decirnos Copi, hay que observar sus desinencias, denunciar su lujo moral, mostrar sus rostros caricaturales, soeces, su trama hecha de niñez y agonía, de perros abandonados, de disfraces y risas sarcásticas, de insubordinaciones que comienzan como tales y desembocan en parodias, entre el kitsch y la telenovela.

Gombrowicz a propósito de Montevideo: “¡Me inquieta un poco la falta total de escalofrío metafísico en la capital uruguaya, donde ningún perro ha mordido jamás a nadie”. También en Copi el Uruguay es un núcleo de inexistencia, un espacio de realidad pedestre, indolente, provinciana, inmune en principio a la frustración del peronismo (hasta que Copi se la infunde). También es, obviamente, una metonimia de esa extensa pesadilla que se extiende del otro lado del Río de la Plata, el size petit de la Argentina, con su cultura militar, su iglesia, su clase media ilustrada, sus desaparecidos, sus exiliados, sus políticos y sus poetas. 

En este sentido, El uruguayo (1972) puede leerse como la respuesta de Copi a la pregunta qué es ser argentino, es decir como un Tratado contra el ser nacional (o, incluso, como un Tratado contra la pesadilla del ser nacional), como un colapso jurídico-literario que, una y otra vez, consigue, sobre las vallas de la patria, saltar las barreras culturales, como un animal caído en desgracia, sin contención, en busca de la trampa que ponga en evidencia el crimen.

En una de sus obras de teatro, La nuit de Madame Lucienne, Copi le hace decir a un personaje: “Cuando cae el telón, antes de llegar al camarín, existe un instante en el que uno no es nadie. Es un placer inimaginable. Voy a tratar de deslizarme al más allá por uno de esos agujeros negros.” 

El uruguayo es uno de esos “agujeros negros”, un vértigo“de placer inimaginable” que se abre entre la representación que hace de sí mismo el sujeto trasplantado a otra cultura (en este caso, la francesa) y la representación –más difícil aún– que hace ese mismo sujeto reimplantado a su cultura de origen (la rioplatense). Ese vértigo es verbal y busca celebrar un descalabro: el que produce el quiebre del alejamiento del país en la materia dócil, bienpensante, de las convenciones.

Es desde ahí, desde ese espacio en tránsito –que el narrador de El uruguayo escribe sus cartas al Maestro francés–. Querido Maestro, dice, y apenas unos renglones más tarde: Llora, viejo boludo, nunca más estaré contigo. Y más adelante: Me desalienta estar lejos de usted. Y después: Buenos días, pelotudo. Y después: Hasta mañana, viejo boludo. Y así. 

Digamos que sobre la inicial posición de autoridad que se concede al destinatario de esas cartas cae un ácido resentido, una agresión que pone en primer plano la ambivalencia deseo-odio que caracteriza a toda relación amorosamente jerárquica. 

“Querido lector/lecteta”, escribía Pizarnik en La bucanera de Pernambuco, exacerbando la operación baudelairiana, “tu aprobamierda te hará leerme a todo vapor; me importa un carajo”. La diferencia estriba, quizá, en que el “Maestro” de Copi representa también el prestigio literario, es el observador por excelencia que, desde la Meca cultural, sentado probablemente en su sillón –como la femme assise que Copi dibujó por años en Le Nouvel Observateur– toma notas y abre juicios sobre una realidad que no lo ensucia, en el idioma elaborado de la arrogancia. Antes lo toleraba, escribe Copi, ahora francamente su manía de registrarlo todo me rompería los huevos. 

Investido él mismo como personaje y haciéndose acompañar por su simpático perro Lambetta (que recuerda al perro de Final de Juego de Beckett y también, por carácter casi transitivo, a “Pericles, el loro que perorea para Pizarnik”), Copi estructura su relato sobre dos coordenadas (espacio/tiempo) y dos pares respectivos de antónimos (aquí y allá/ antes y ahora). La nitidez conceptual de semejantes divisiones, sin embargo, es engañosa porque toda perspectiva, en Copi, incluída la de la cartografía urbana, es (literalmente) movediza. 

En cuanto al narrador, forma parte de lo inverificable de la ficción. Sabemos que es un uruguayo, más específicamente un uruguayo/ex expatriado/ahora reimplantado, que fuma gauloises y escribe una carta a un “maestro” francés con quien, es obvio, ya no se lleva bien. Hemos visto de qué modo agresivo se expresaba esa discrepancia: “aprovecho para confesarle que lo que me asqueaba de usted”, etc. Pero, en cambio, nos queda por ver el modo en que se refiere a sus conciudadanos como “ellos” (Ellos te explican tranquilamente… o… Para ellos, yo no soy nadie), y también, más curioso aún, cómo alude a sí mismo como extranjero, por ejemplo cuando un grupo de locales agreden a su perro y casi le hacen perder un ojo, dice para subrayar la maldad de los agresores: “saben que los extranjeros temen más las mutilaciones que la muerte”. 

Podría decirse que ha quedado condenado a la imposibilidad de la identificación, que está entre “ellos” y “ellos”, en el agujero negro de la no pertenencia a ningún grupo o lugar. Bienvenidos a la pesadilla del retorno o peor aún, a la pesadilla del retorno imposible. Nadie, que yo sepa, como James Baldwin, logró sintetizar la encrucijada tan bien. La frase figura en su novela Giovanni’s Room. Dos amigos discuten en París sobre si uno de ellos, el expatriado americano, debe volver a New York o no. Entonces el francés dice: “Mejor no vuelvas porque una vez que vuelvas, ya no podrás mantener la ilusión de tener una patria.”

Esta opción no existe para el uruguayo. Está de vuelta ya e ignora, sin remedio y sin consuelo, por qué se encuentra en una “ciudad tan lejana como Montevideo” (“la razón por la que me encuentro aquí, confesémoslo de entrada, se me escapa”), escribiendo en un “pésimo uruguayo”, usando frases que le quedan “extrañas porque en los últimos tiempos, dice, “he practicado mucho más la lengua que se habla en este lugar que el francés y probablemente volver a un lenguaje normal me es más difícil de lo que creía”. No sólo eso. Apenas ha empezado su carta y ya le pide al Maestro que, a medida que avance, vaya tachando todo lo que lee. ¿De qué otro modo podría contarse la pérdida de algo que se ha vuelto implausible y que sólo halla sus significantes en medio de una catarata de percepciones anómalas? La tachadura será la condición del relato, la antesala de la literatura, como diría Sergio Chejfec, la condición misma de posibilidad de ese continuo barroco, infantil y extremista que, al cancelar toda posibilidad de elipsis, impide la eventualidad de cualquier reconocimiento referencial. También el texto caerá así en el agujero negro y esa coincidencia –esa combustión simultánea de autor/texto/lector– tendrá la belleza de lo inútil o lo cruel, será la prueba –evidente por haber sido destruida –de que de ciertas experiencias es imposible hablar.

César Aira ha dicho sobre Copi casi todo lo que importa. Ha hablado de su sistema de umbrales, encajonamientos e inclusiones continuas, del carácter fulgurante y sin resolución de sus episodios que remeda el de sus tiras cómicas, de la miniatura barroca que es su obra, y de su estilo, corriendo como una rata, adelante del sentido. Yo sólo quiero agregar el aspecto pesadillesco que adquiere en El uruguayo la extranjería de lo propio, aspecto que Aira descuida, sin duda porque le preocupa más probar otra cosa que tiene que ver con él mismo, y con la articulación de su propia poética. Me refiero a su ecuación de lo finito del texto y lo infinito del escritor, a su convicción de que más allá del asunto, la trama y la invención, el artista verdadero –que coincide con el niño en su atención volátil y en su desprecio y desinterés por la obra terminada– ansía siempre salirse del círculo de “lo que pasó” para llegar al presente, a la libertad, de lo que escribe. (No otro significado puede tener su adscripción a la consigna de Jasper Jones: “El arte es hacer una cosa, después otra cosa, después otra cosa.”)

            ¿Qué es lo que Copi registra en su Uruguay “recuperado”?

Ante todo, cosas raras. “Cataclismos típicamente uruguayos”. Un universo depreciado donde hasta Lambetta se vuelve una “mierdecita de perro”. Un cansancio mezclado de paranoia, impaciencia y malhumor (“necesito encontrar una solución a mi situación en el Uruguay”, dice, “estoy literalmente asediado por esta banda de alienados”). Un provincianismo y un control social deleznable, como el que ejercen los uruguayos en esa ceremonia en que exorcizan a sus dobles, mirándose unos a otros, en una cadena autoritaria y claustrofóbica. El ninguneo (“para ellos, yo no soy nadie o casi nadie”), las luchas intestinas, la falta de reglas políticas claras, la inocencia manchada. Un aburrimiento, en suma, insoportable que no deja de ser interrumpido, sin embargo, por la violencia sexual, los episodios absurdos, la premonitoria desaparición de personas y cosas, las ejecuciones sumarias. 

Un día, un tornado (o acaso fue una explosión nuclear o una tormenta de arena) deja a la ciudad sepultada con todos sus habitantes muertos. Sólo el protagonista sobrevive y, para distraerse de la soledad absoluta en que se encuentra, empieza a inventarse juegos, como si fuera amo y señor de una realidad que lo ha abandonado. La paradoja mayor es que, en esa ciudad fantasmática como Comala, donde los cadáveres (pienso en Perlongher) se apilan en montañas y son recogidos por un camión de basura de la Municipalidad, el tiempo es espléndido, la vida tranquila, la alimentación buena y el narrador puede seguir leyendo periódicos viejos o yendo de compras, sin más irritación que tener que tolerar las manchas de humedad “inevitables en este país” o sus extemporáneos talentos brujeriles, “justo en el momento en que esto no puede servirme de nada en esta mierda de país sin tan sólo un gato para aplaudirme!”    

      

Nada consigue tener entidad en Copi, ni siquiera, la muerte. Mucho menos los personajes –que se parecen a las marionetas frágiles de Kleist– o la realidad del pasado que es arrumbada, una y otra vez, por un aquí y ahora vertiginoso. Como en los dibujos animados, que nos muestran al Correcaminos avanzando sobre el abismo mucho tiempo antes de que el dibujito se decida a caer, las imágenes van más rápido que las consecuencias y la conciencia llega siempre tarde. También aquí, como en esa definición de la poesía que la equipara al pensamiento veloz, Copi dibuja impulsos, provocando beligerancias y desgarraduras del sentido. La tragedia, se diría, hace una mueca inesperada y se deforma en caricatura revelando, en términos de Marcos Rosenzvaig, “una cultura en crisis”.

Así, por ejemplo, cuando la ciudad es devastada, el protagonista no se inmuta, ipso facto decide dibujar la ciudad sobre la arena, reemplazando a la ciudad “real”. Dibuja los árboles, las casas, los coches. (El hecho de que no haya “ningún alma viviente” lo tiene sin cuidado: “Como nunca tuve verdaderas relaciones con ellos”, explica, “al cabo de 5 minutos, me he habituado perfectamente a esto”). Arriba de las cosas que dibuja, escribe sus nombres. Como en el cómic, el protagonista hace como que las cosas existen y las cosas existen. Nada lo desanima ni logra confundirlo. Por el contrario, concurre al Jockey Club, se alimenta de pollos asados que se reproducen locamente en la tumba de Lambetta que es un pozo en la playa donde el mar ha desaparecido, juega a que es un inspector de policía encargado de controlar los precios y pasa horas condenando a muerte a los infractores (muertos), viola y lleva regalos a una mujer negra (muerta también) y observa cómo “la raza de pollos, presurosos e histéricos, dejan la ciudad en un estado repugnante, las aceras cubiertas de mierda, los nidos que yo había dibujado en los árboles cubiertos de caparazones rotos.” 

Huele a podrido en Montevideo, como en Dinamarca. 

Un día se despierta y encuentra su buhardilla literalmente colmada de militares. Los militares lo besan en la mejilla como Judas y le presentan al presidente. Otro día, los muertos resucitan y se ponen a bostezar y a repetir la última palabra que oyeron al momento de morir, cuando todo quedó “congelado” (como quedó congelada la memoria del escritor, al partir). Otro día, la casa de gobierno se pone a dar brincos. El país se encoge. Lambetta resucita varias veces. Llega de visita el papa de la Argentina, que se llama Mister Poppy. Es un hombre pequeño y flaquito, que va vestido de oro y vuela. Los argentinos, según Copi, tienen un papa porque son más altos, más limpios y más ricos que los uruguayos. El papa sodomiza al presidente. El narrador es canonizado falsamente, va de aquí para allá sin párpados ni labios, porque éstos le han sido arrancados como reliquias. Su misión es dar testimonio de lo que ve (no puede cerrar los ojos), notificarles a sus compatriotas, como si fuera un escribano público, sus propias novedades y padecimientos, en general, bastante mediocres. “Ud. ha perdido el cabello” o “Su casa no es confortable” o “Ud. ha sido abandonada por su marido”, dice, y eso le basta para congraciarse con ellos porque la exposición verbal de ciertos hechos, aún defectuosamente intuidos, suele ser terapéutica. 

Después, el presidente se va con el papa, Copi gobierna el Uruguay, y el presidente regresa contando que ha trabajado como puta y tomado cocaína en un burdel de Tucumán, cosas así. No hay final, porque en este tipo de relatos, lo que importa ya ha ocurrido o está ocurriendo siempre: Copi se hunde en sus encierros imaginarios o bien cataloga su mundo de complicadas catástrofes y visualidad extrema, con ayuda del dibujo, el teatro, la violencia, la concisión y los animales. El suyo será, para siempre, un mundo de sobrevivientes, de asesinatos horribles, de mutaciones absolutas y proliferaciones culturales, donde él mismo circula como un replicante fascinado por las ruinas de una ciudad abandonada al nonsense onírico y al keppel.

Volvamos, por un instante, a esa traumática confrontación con lo familiar que el retorno al país le suscita. Me pregunto si El uruguayo no podría leerse como un acto sublimado de venganza, si en la desopilante agresión imaginaria no puede verse a un autor que, enriquecido y atormentado por el don de la transhumancia, ha vivido una doble exclusión, primero por voluntad propia (cuando se puso en ese estado de asombro o segunda infancia que se alcanza, siempre, con el desarraigo) y después, por esa ley no escrita que determina que, al momento de la reinserción, no hay cosa propia que recuperar, al haber sido ésta consumida en esa creación de sí que coincide, una vez más, con el desarraigo.

Algo así como un fantasma, o un doble atrapado del otro lado del espejo, Copi circula por su propio texto como su personaje –Copi– por la materia del relato. Ambos son narradores no plausibles, francotiradores histéricos, “locas” que vienen a travestirlo todo, incluso, sobre todo, la lengua materna (no olvidemos que Copi escribe en francés con cadencias lunfardas) porque su experiencia es de ésas que carecen de sustento en los hechos; peor aún, de palabras para decir el mareo de la extrañeza y el exilio, la exclusión y el extrañamiento. Nada peor que estar parado ahí donde sólo la actuación imaginaria de los impulsos agresivos podría aún salvarnos de algo de nosotros mismos.

Abandonado el pacto convencional de la pertenencia cultural, la pregunta por la relación entre lenguaje y realidad se vuelve incisiva. También la relación autor y lenguaje. “No he encontrado mi lenguaje de ayer, confiesa malhumorado el narrador, voy a pasearme.” La situación se complica por aparecer enmarcada en la comparación con el francés. A diferencia de éste, que está asociado por definición a la claridad, la elegancia, la eficiencia del confort, y la información confiable, el “uruguayo” es un idioma arbitrario, ilógico y subdesarrollado. De hecho, por su simplicidad más bien torpe (gentes en uruguayo se dice “jujo”, salchicha, “sassassa”, sistema solar “sississi”, etc.) y por la ausencia de verbos, parece ese idioma retardado que se les hacía hablar a los “indios” como Toro en la serie El llanero solitario: niño rico rico, quién culpable, etc. Y, sin embargo, los uruguayos tienen algo que “el uruguayo” no tiene: conocen una palabra para decir “me siento en mi lugar” y esta es precisamente el nombre de su ciudad, Montevideo. 

Tienen, también, una capacidad infinita de “inventarse palabras”. Palabras que, curiosamente, otorgan un espacio propio inalienable: alguien dice tenedor y ese tenedor es su barrio, vale decir su hogar por antonomasia.

No todo son ventajas en esta capacidad, sin embargo. La seguridad trae aparejadas rencillas, competencia por migajas, cierta tendencia a la pequeñez de miras, y hasta el riesgo de fosilización y parálisis si te tiene en cuenta que, al ganar un barrio, el ganador queda confinado a él, sin remedio, para toda la vida. Ni qué hablar de la violencia que los acecha siempre, puesto que basta una coincidencia mínima, por ejemplo que dos de ellos pronuncien la misma palabra al mismo tiempo para que se considere que pertenecen, como hermanos de sangre, a una misma formación política y se los fusile de inmediato. 

Por su parte, las palabras del narrador transitan por ese mundo de “cosas que han perdido su nombre y nombres que han perdido sus cosas” que tan bien evocó la poeta Ana Cristina César. Son huecas porque nombran dibujos, no realidades, y también redundantes o tautológicas porque repiten lo que esos dibujos sugieren. “He escrito coche sobre los coches”, dice. (Aunque, para ser justos, a veces le ocurren “pequeños milagros”: si piensa con ahínco en una palabra, puede producir la cosa aludida, como si fuera un hrön.) A veces,  puede darse también que las palabras se suelten, con desfachatez, de su referente: “Navidad llegará cuando yo lo decida” o que sirvan para ser repetidas como mantras o muletillas (Copi elige su palabra preferida: rata) o que se vuelvan obscenamente literales (El papa dice: Le doy mi bendición, escribe la palabra bendición sobre el mantel y se la da.) 

Un libro, podría decirse, es una ausencia hecha de palabras. Peor aún en este caso: un libro hecho de palabras que se borran (o deberían borrarse) al mismo tiempo que se escriben, dejando sólo a la vista esas costuras que son los retazos de un yo, acaso también ausente. 

El instrumento con que se cuenta para llevar a cabo semejante audacia es una carta. Buenas noches, querido Maestro. Buenos días, pelotudo. No hace falta nada más. Lo que la carta contiene es una orgía irracional de lo reprimido, pulsiones sueltas que transitan, matan, violan, llegan a la pederastia y a la trata de blancas, como si hiciera falta demostrar, parafraseando el título de una de las obras de teatro del autor, la difficulté de s’exprimer.

Algo sucede, es verdad, pero ese algo es irrelevante, porque lo que importa es lo que circula, sin lógica aparente, debajo del texto. No hay memoria, sólo una seguidilla de episodios inconexos. Tampoco hay suspenso ni centro. En esta ruptura violenta del verosímil, radica uno de los recursos extremos de Copi contra la cooptación y la forma. Como en Gombrowicz, la resistencia toma la máscara del grotesco, se viste de ironía y de exabruptos, de microréplicas que vienen a impedir, con saña, el exposé de los grandes temas. Y así Copi, en un “golpe magistral de teatro”, consigue lo que busca: dibujar su propia cajita musical de fobias en medio de ningún lugar, es decir instaurar un lenguaje exiliado de los valores –de todos los valores– haciendo de lo ilegal la norma; de la periferia y el espacio discriminado, una preferencia. Cualquier cosa, menos la obligación de coincidir, diríamos hoy, con “lo políticamente correcto”. Ante este tipo de presiones, más bien, Copi responde con circunloquios: con el cuerpo, con el deseo –que no se detiene ni piensa –, con la frustración que es también la frustración de la imposibilidad de amar. Responde también con las palabras, esa realidad segunda que reemplaza defectuosamente a la realidad y con la que, a veces, buscamos otorgar plausibilidad a nuestra existencia.

 

Por María Negroni

        

 

 

 

 

 

Este texto forma parte de nuestro primer número impreso. Lo publicamos acá, un año después, con motivo de nuestro segundo número impreso.

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