¿Qué es un ensayo fílmico? ¿Es un género del orden del cine de ficción o del documental? Espectadores de Chris Marker o incluso de Dziga Vértov podrían verse tentados a considerarlo una clasificación útil y distintiva para filmes que no son ficción ni tampoco documentales. Ellos no hicieron ni westerns ni melodramas, ni thrillers ni comedias, ni películas bélicas ni intrigas de espías. Deleuze tal vez los habría caracterizado como productores de imágenes mentales.
Pero Godard hizo todos esos; ¿por qué llamarlos ensayos fílmicos? Supongo que es porque cada cierto tiempo la acción se desacelera, los personajes comienzan a leer libros (o al menos a citarlos), miran fotos, se entregan a conversaciones filosóficas. El presente libro cataloga las fuentes de esas citas, esas conversaciones, esos enigmáticos enunciados sobre los que los protagonistas e incluso el narrador –el propio Godard– cavilan por un tiempo.
El objeto de su perplejo asombro, sin embargo, no es este o aquel pensamiento sino más bien la palabra material, la frase como imagen, el enunciado como cita reificada. De ahí la relevancia del término ensayo en la expresión ensayo fílmico: nos lleva de vuelta a Montaigne, padre de la forma –o no forma– ensayo, cuyo “libro” surgió de notas o entradas de diario en las que anotaba fragmentos de escritura que le interesaban. Sus essais no eran realmente ensayos coherentes en el sentido moderno, con temas, comienzos y finales; sus citas nos recuerdan la observación de Benjamin: “En mi trabajo las citas son salteadores de caminos que irrumpen armados para arrebatar la convicción que alberga el ocioso paseante”. Las citas de Godard ni siquiera son pensamientos o los elementos básicos de esta o aquella filosofía o visión de mundo, de los que el filme que los contiene de algún modo se “trataría”. De hecho, su carácter fortuito es tal que confirma, para algunos, al personaje de Godard como un filósofo amateur o diletante “que toma un libro o dos cada día, lee partes de ellos y los deja a un lado, solo para recordar un extracto al siguiente día, tras lo cual él –o alguien más– tiene que ir de vuelta a la librería para conseguir otra copia”.
Ahora bien, con respecto al ensayo, Montaigne fue también el ancestro de una tradición francesa específica en la cual no parece equivocado incluir a Godard, a saber, la de les moralistes: La Rochefoucauld, Pascal, La Bruyère, Vauvenargues, el propio Montaigne (entre quienes no debemos olvidar incluir al gran moralista español Gracián, y en la que también cabría incluir al ocasional camarada de Godard, Éric Rohmer). En un arco que se tiende de Maquiavelo a Nietzsche, se trata de observadores que no tienen mucho que ver con la ética o la moralidad y aún menos con la psicología, y que reparan en hábitos y patrones de lo que ya no debemos llamar una naturaleza humana esencializada, sino más bien el individuo socializado en un marco estratégico o táctico casi militar.
Godard es ciertamente un gran psicólogo del matrimonio y de la pareja, quizás de la psicología de las mujeres de manera más general, pero se contentaba con presentarse como un autodidacta: “Miro cómo filmo, se me oye pensar”. Fue un verdadero intelectual parisino (es decir, un suizo que había llegado a la capital intelectual del mundo), criado en la cultura de las décadas del 20 y el 30, en Giraudoux y Cocteau, en Péguy, en las novelas de Julien Green, en su propia literatura suiza también (Ramuz), y empapado de la cultura francesa moderna del periodo: Balzac, Proust, los surrealistas, traducciones de Faulkner y Virginia Woolf (todos aparecen como entradas aquí). Paul Valéry fue amigo de su abuelo. André Gide lo llevó de adolescente a la memorable “conferencia” de Antonin Artaud en el Vieux-Colombier en 1947. Como todo intelectual de posguerra que se preciara de tal, iba asiduamente al cine, y tras la Liberación vio las primeras películas neorrealistas italianas y participó en los ciné-clubs de Bazin. Había asimilado suficiente producción cinematográfica de preguerra y de la Ocupación (Duvivier, Les Enfants du paradis) para saber cuán diferentes eran las tardíamente nuevas películas estadounidenses de acción y western y para entender lo que su camarada François Truffaut tenía en mente cuando hizo un escandaloso llamado a la demolición de lo que denominaba el “cinéma de papa”, el “cine de calidad”.
Un tipo distinto de lectura se establece cuando Godard comienza su propia tardía evolución de reseñador y crítico cinematográfico a cineasta. No es la teoría fílmica lo que le interesaba –más bien, el eclecticismo de Henri Langlois por sobre la construcción de valores de Bazin–, sino la historia del arte y en particular André Malraux, su maestro ocasional, junto con la Série noire, las obras maestras y el cine B. Aquí las lecturas tienen un carácter desesperado, sirven para responder las preguntas del desafortunado principiante: no sé de qué se trata esta película, ni siquiera sé quién soy yo mismo. El éxito de À bout de souffle lo llevó a pensar que tenía control sobre el medio, pero su profesionalismo era un espejismo del que posteriormente renegaría; y todo colapsa y busca un nuevo comienzo tras Argelia y mayo del 68, con los palestinos, con Gorin y el maoísmo, cuando citas de Mao y de Lenin comienzan a organizar una serie de proyectos políticos inconclusos.
Cuando todo esto se acaba –¿cuándo y por qué?, ¿los 80?, ¿la era neoliberal?, ¿la Unión Europea?, ¿el neocolonialismo?–, también comienzan a aparecer cambios radicales en la infraestructura fílmica. Godard siempre ha sentido la necesidad de interiorizar sus problemas de producción y de hacer espacio en sus películas para las distracciones del apoyo financiero y la falta de fiabilidad de financistas y productores, que a menudo cambiaban el desarrollo mismo de una película en filmación. Ahora la emergencia de lo digital hace posibles nuevas imágenes al mismo tiempo que el video amenaza la distribución misma del propio filme clásico: una experiencia histórica que rara vez es tan directamente accesible o inevitable en las otras artes, particularmente en la literatura, y una genuina ruptura histórica. En cuanto tales, la portabilidad y la citabilidad de lo digital hacen posible una nueva aproximación al cine.
Un nuevo periodo se desarrollará entonces gradualmente, dominado para él por una figura como Marguerite Duras, ella misma cineasta además de escritora; pero también por la llegada de nuevos tipos de guerras y atrocidades en los Balcanes, nuevos tipos de documentación fílmica. Con Sarajevo y Srebrenica, entonces, el cine deja de ser el antiguo ensayo fílmico (si es que alguna vez lo fue), y sus guerras filmadas producen un archivo de citas propiamente fílmicas que, superpuestas en montajes propiamente fílmicos, dan lugar a un nuevo tipo de conciencia histórica. La historia del cine lentamente se vuelve la Historia misma, y Godard pudo dejar de hacer películas “filmadas” convencionales y comenzar a “escribir” Histoire(s) du cinéma.
Pero no estamos obligados a usar este libro biográficamente o como una enciclopedia. Es, por decirlo así, un inmenso rizoma, el espacio mental de Godard, dentro del cual las distintas opiniones, alusiones, referencias y eslóganes ideológicos se posicionan como tantos muebles, que a veces dejan de estar en boga y que reemplazamos con algo más antiguo o más nuevo. O como tantos diarios y periódicos antiguos que se apilan y sirven como documentación o para recortes más tarde. Piénsenlo como un libro cut-up a lo Mallarmé o Burroughs, a partir del cual pueden elaborar sus propios ideogramas o imágenes eclécticas de pensamiento. Hay varias imágenes distintas de Godard aquí, ocultas en el follaje como un retrato de Arcimboldo, si tienen el cuidado de buscarlas.
Por Fredric Jameson
Traducción de Rodrigo Zamorano
Publicado originalmente como Fredric Jameson, Preface: “A Life in Books”, Reading with Jean-Luc Godard, eds. Timothy Barnard y Kevin J. Hayes, Montreal, caboose, 2023, vii-x.