Podemos imaginar su historia, los teatros en los que ha actuado y los textos que ha leído y resuenan, como una música, en el silencio del desierto.
Ricardo Piglia, El último lector
La fundadora. Gabriela Roepke, una de las dramaturgas menos reconocidas del teatro chileno de la segunda mitad del siglo XX, emerge indiscutiblemente como una de sus protagonistas más destacadas. En colaboración con Pedro Mortheiru, Fernando Debesa y Teodoro Lowey, fundó en 1943 el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, institución que, a día de hoy, acumula ocho décadas de fecunda trayectoria bajo la denominación de Teatro UC. El punto de partida de esta empresa fue el estreno del auto sacramental El peregrino de Josef de Valdivieso, acontecido el 12 de octubre en el Teatro Cervantes de la ciudad de Valdivia, evento que consagró de manera perenne a este grupo de amigos en las páginas fundamentales de la historia teatral nacional.
La secretaria. Aunque Debesa y Mortheiru asumieron roles directivos, Roepke ocupó el cargo de secretaria general, una posición que, según sus propias palabras, ostentaba un título más pomposo que efectivo. En su papel como secretaria, Roepke se encargó de tareas aparentemente triviales pero esenciales: la organización de ensayos, la reproducción manual de documentos, la redacción de cartas y la búsqueda de patrocinadores. Así, la huella de su legado quedó marcada por el título conferido por su género: secretaria general, sí, pero no por ello menos secretaria. En esta dualidad, se revela que son las secretarias las guardianas de un archivo impregnado de un silencio compartido, quizás un secreto.
La actriz. En los primeros años de la compañía, Roepke se dedicó principalmente a la actuación. Su debut como La penitencia en El peregrino dio paso a otras interpretaciones, encarnando roles como la señora Gertrudis en El abanico, la institutriz en La comedia de la felicidad, la señora Mercadet en El gran farsante, La loca en Comedias de guerra, la señora Eynsford en Pigmalión y Annie Parker en Cuando nos casemos. Estos personajes, mujeres de diferentes estratos sociales y niveles de insatisfacción, anticiparon una transformación teatral impregnada de intriga y pronta rebeldía. Inclusive, el asesinato se coló en escena.
La poeta. María Sara Sofía Gabriela de Lourdes Roepke Bahamonde adoptó el cuarto nombre en honor a una íntima amiga de su madre, la ilustre Gabriela Mistral. Según sus propios recuerdos, Roepke entabló encuentros con Mistral desde su infancia. “Recuerda haber visto a la Mistral en casa muchas veces e, incluso, en más de una oportunidad haberle cedido su pieza para que durmiera la siesta” (Martín Laso, revista Qué pasa, 19 de enero de 1981). Esta camaradería no solo la vincula con la laureada Premio Nobel por lazos familiares, sino también por la poesía misma. En 1944 y 1947, Roepke había dado a luz a dos colecciones de versos: Primera canciones y Jardín solo.
La dramaturga. La incursión de Roepke en la creación teatral se gestó de manera tardía si consideramos sus inicios a principios de la década de 1940, cuando se desempeñaba en roles administrativos y de actuación. Su ópera prima, La invitación, debutó en 1954, cosechando en el mismo año los galardones Municipal de Santiago y el Caupolicán otorgado por la Asociación de Cronistas de Radio, Cine y Teatro. A esta le siguieron Las santas mujeres (1955), Los culpables (1955; estrenada por el Teatro de Ensayo en su primera gira a Lima), Una mariposa blanca y Los peligros de la buena literatura (ambas de 1957, presentadas en Chapel Hill, Estados Unidos, por un elenco compuesto por estudiantes de la Universidad de Carolina del Norte), La telaraña (1958; donde su entrañable amigo Luis Alberto Heiremans la acompañó en la actuación), Juegos silenciosos (1959; llevada dos años después por el Teatro de Ensayo a una destacada gira en Madrid), Casi en primavera y Un castillo sin fantasmas (1962; ambas estrenadas como lecturas dramatizadas en España); El fin de semana (1965) y Martes 13 (publicada en 1970 pero estrenada en Nueva York bajo el título de “Three Non-Shakespearean one Acts” como parte de la escena Off-Broadway). En todas estas obras, se teje un hilo temático común: personajes, mayormente mujeres, impregnadas de un halo de resentimiento, nostalgia y humor estrambótico. Los misterios que circundan la vida y la muerte no le resultaron ajenos a Roepke, quien, en cada obra suya, estimula la brecha mediante acciones como el crimen, la pasión y, a veces, la locura.
La viajera. Desde muy niña, Gabriela Roepke ya había trazado su senda educativa en Suiza y, posteriormente, en Francia. Por ende, no asombra que a lo largo de su carrera haya obtenido dos becas Fulbright y una Guggenheim, que le brindaron la oportunidad de continuar sus estudios en los Estados Unidos. En efecto, a partir de 1966, optó por establecerse en la bulliciosa urbe de Nueva York, donde se enraizó de manera inmutable. Con el surgimiento del golpe de Estado, no se vislumbraban motivos propicios para retornar. Se comunicaba por vía telefónica con sus allegados para cerciorarse de su bienestar, y ocasionalmente regresaba a Chile para conmemorar las festividades de fin de año. Nada más que eso. Su perspectiva hacia Chile adquirió una dimensión distante y, quizás, imbuida de melancolía. El movimiento teatral que ella misma había fundado ya había desaparecido. Solo quedaba el desconcierto ante un tiempo que alguna vez vibró con intensidad, ahora reducido a una sombra evocadora.
La ópera. Radicada en los Estados Unidos, Roepke ejerció como docente en instituciones de renombre como la Universidad de Kansas, The Juilliard School y la Escuela de Artes de Filadelfia. Durante su estadía, entabló sólidas amistades con figuras destacadas como los compositores Tito Capobianco y Leonardo Balada, así como el dramaturgo cubano Pedro Monge Rafuls, residente en Nueva York. Incluso una fotografía la delata, compartiendo espacio con el reconocido Leonard Bernstein. Estos nombres, sin duda, adelantan una nueva inclinación para la autora: la ópera. Así, se desempeñó como conferencista y ensayista en publicaciones como The Juilliard News Bulletin, The Opera Journal y Opera News. Sin ir más lejos, en abril de 1981, The Juilliard School llevó a escena su obra Una mariposa blanca en el Lincoln Center de Nueva York, bajo la dirección de Alan Leichtling. Algunos años después, colaboraría con Capobianco y Balada en una ópera basada en la vida del revolucionario mexicano Emiliano Zapata. Aunque la obra no llegó a estrenarse, revela por sí misma su cambio de enfoque. El teatro quedaba atrás. Aquí, en Nueva York, estaba todo. En Chile, solo persistía la incertidumbre.
La silente. La travesía vital de Gabriela Roepke, ya bien avanzada la mitad de su existencia en Estados Unidos, adquirió tintes desgarradores en el 2003, cuando un primer derrame cerebral la obligó a regresar a Chile, marcando el ocaso de una vida que, como la imagen de tantas otras estrellas declinantes, podría tildarse de oscuro cliché. En sus últimos años, habitó una residencia para ancianos en la comuna de Providencia, compartiendo ese espacio con antiguas amistades y familiares. Un segundo derrame, en el 2005, dejó huellas indelebles: al recobrar la conciencia, solo se expresaba en francés. Este lenguaje errante, por su profundidad, quizás le recordaba la independencia que alguna vez ostentó. Su fallecimiento ocurrió en septiembre de 2013, cuando contaba con 93 años. En ese momento, solo su familia y algunas amistades la acompañaron. No hubo instituciones, teatros ni compañías presentes para sostener su mano en ese último adiós.
CODA. Como en tantas otras camaradas caídas, entre las que se mencionan a Teresa León, Dinka Illic, María Elena Gertner, Clara Brevis y Mónica Echeverría Yáñez, en Gabriela Roepke persisten resabios de una belleza tardía, un sentimiento que más de uno intuirá en la transición de un tiempo deshilachado. La fundadora, la secretaria general, la actriz milenaria, la poeta poetisa, la dramaturga de humor cruel pero refinado, la viajera y erudita de la ópera, y aquella que se despidió en silencio: estas ocho facetas componen un lienzo que ha sido pacientemente tejido a lo largo del tiempo por una mujer que, en este preciso instante, reclama un poco de nuestra atención.
Por Sergio Aliaga
Fotografía de Anthony Hernández