Guirnalda

Porque tiene el corazón roto y después muere su madre, D y F se arrancan con ella por el fin de semana. El lugar al que van es un panal. Abejas surcan las calles y la noche. Abejas amontonadas, zumbando, brillantes y ansiosas, abejas erráticas como navegantes, abejas chupándose unas a otras la cebada de sus barbas. D y F también son abejas y se adelantan para guiarla por el cauce. El cauce está ebrio. Tropiezan hasta la casa arrendada. Voy a estar bien, piensa ella. 

Al día siguiente arriendan bicicletas. D y F se lanzan sendero abajo. Ella pedalea con fuerza, se estanca en una duna, rasmilla su pierna y vuelve a empezar. Esto le pasa cuarenta y cinco veces. No me subo a una bicicleta desde los diez años, le cuenta, a nadie. Gotas de sudor caen por ambos lados de su nariz. Incluso entonces papá se rindió conmigo. Dos días menos, piensa.

Por la mañana, junto a la mesa de picnic, un gato callejero dormita mientras D come muesli y lee en voz alta una revista para hombres musculosos. Me podría dar otro, señor (otro suplemento de proteínas). Fotos de hombres que han trasladado el interior de sus cuerpos al exterior tirando de cadenas mientras relámpagos salen de sus cabezas. Otros de camisa blanca y corbata levantan yunques. Cuando una lee a Gógol (señala Nabokov) los ojos se “gogolizan” –las personas apasionadas por los abrigos comienzan a aparecer en pueblos que nunca conocieron el frío o la nieve. Se pregunta: ¿Veré hoy poleas para mega pectorales recorriendo los ruborosos caminos del panal?. 

Para pasar el tiempo, escucha a escondidas (en un café). ¿Te tienta? Siempre me ha tentado. Bueno, ¿y a mí?, ¿no podemos solo ser libres, así, como ahora? Creo que es una locura, a no ser que estés real, realmente… Y ya sabes que si pierdo, me tiento. No sabía que te sentías así, de lo contrario te habría agradecido, pero. Es un poco difícil ahora. Recuerda que ni siquiera reconocimos al patinador sobre hielo. Sí, yo sé. Una fantasía no es una persona. Pero la extraño como a una persona. Y entonces el día acaba con una agitada y estúpida discusión entre D y F en el patio delantero de un restaurant. Durante toda la pelea ella tiene en la garganta un pedazo de atún sellado. Quieres que yo sea distinta. Quiero que no seas nada. Eso es metafísicamente imposible. Ay, ándate. 

Años después, cuando ya no están juntos, ella se pregunta cómo fue para D y F arrastrar algo como una quinta pierna, subiendo y bajando las pasarelas iluminadas, entrando y saliendo de oscuras tiendas donde se probaban ropa y ella lloraba, más allá de las terrazas y los bares, los gritos, las fiestas sexuales y otros protocolos efímeros de la gente. Ahora, había vuelto a la casa arrendada, cubierta de miel sucia, y se tumbó de espaldas en su cama de una plaza. 

En la playa (el último día), mira hacia abajo y piensa: tengo los pies de mi madre. Ahora solo lee libros escritos por personas llamadas Margaret, para sentirse cerca de ella. No tan cerca. Sus pobres pies. En terapia (intenta volver a los buenos tiempos) recordó cuando fueron a la playa, sin frenos en el auto, y mientras retrocedían por la entrada su mamá le dijo: bueno, es cuesta abajo hasta el mar y ahí veremos. Y eso hicieron. No recuerda cómo volvieron a la casa. Nunca le dijeron a su padre o a su hermano que fueron a la playa. Lo ocultaron como a una guirnalda en el fondo del closet, para mirarla de vez en cuando mientras se ordenan las cosas de adelante. 

 

 

México 

No es como que fueran inofensivas. Entre ellas.

Dos personas muy unidas pueden hacerse daño aunque sea con las mejores intenciones. O sin intención alguna. 

Era una casa pequeña y, ahora que el papá se había “ido al hogar”, irradiaba el silencio. Por la noche se sentaban cada una en su pieza, leyendo, no leyendo. Los domingos llamaban a un taxi e iban a ver al papá. (Ninguna manejaba. Su papá solía manejar). Quienes eran ellas para él no estaba claro. No le importaban las visitas. La vieja trajo uvas y la más joven sonríe como una idiota. Se sentaron con él en la cafetería, colocando uno a uno los platos bajo su mirada mientras comía. No levantó la vista. Luego deambularon inútilmente por la pieza. La pieza la compartía con un hombre que nunca cerraba los ojos. Sus párpados no funcionaban. Decía que se estaba acostumbrando a ello. Decía, también, que los médicos tenían miedo de intervenir, por la posibilidad de que sus parpados, en cambio, decidieran cerrarse. 

Ambas se preguntaron si hablar. Entre ellas. ¿Por qué no ahora, que hay tiempo? Pero no lo hicieron. Las preguntas que me hace son todas preguntas desplazadas —no importa qué responda, siempre estoy medio equivocada, pensaba la más joven (esa era una excusa). Las estrellas no se reúnen— explotarían (esa era otra). La situación dibujaba en ella esta suerte de dramatismo, que confiaba a un cuaderno del que años después se burlaría. Si era necesario conversar, ello consistía en intuir lo que la otra quería oír y decirlo. Si su mamá pasaba los límites (consíganme Nembutal, mátennos a las dos), la hija apretaba la sonrisa y se apuraba en terminar de comer. Una vez se rieron mucho juntas. De manera oficial, en letras cursivas pegadas sobre el escritorio de registro, el pasillo cerrado donde su papá vivía se llamaba ‘Nuestra Milla de Oro’, pero su mamá esa vez lo llamó ‘La Última Vuelta’, y aunque había sido tan chistoso como para luego contárselo por teléfono a otras personas en la noche, la hija no le hizo ningún comentario a su madre. No le dijo gracias. Se rieron y luego se detuvieron: el abismo a sus pies. Sería difícil describir, o luego en otros años creer, el enorme peso de cada palabra en esos días. Reunir lo suficiente para armar una frase era como encontrar la fuerza de un héroe de la mitología antigua, un Heracles o un Teseo, quienes con piedras ciclópeas construyeron las murallas de Troya, cada una más grande de lo que diez hombres normales podrían levantar hoy. Su madre era aficionada de los viajes espaciales y le gustaba la idea de morir en Marte. Hablaron un poco de esto, a ratos, mientras en las noticias salían cohetes despegando. Pero se puso oscuro. 

¿Qué habrían visto si se hubieran asomado a ver en la profundidad de la otra? Pero no lo hicieron. Aun haciendo tareas juntas, desgranar maíz, lavarlo a él, miraban para el lado. La falta de asombro se interponía entre ellas, como un bloque, borrando algo cada vez que aparecía. Estar correctamente (¡mata al padre!) asombrada o tener la capacidad de asombro es algo que ocurre más en las obras de teatro que en la vida. 

Como sea, un domingo volvían de visitar a su padre, justo doblando para salir de la carretera y entrar en el camino a casa, un día café-grisáceo de noviembre. El taxi tomó el camino de tierra. Había hierbas café-grisáceas saliendo de una mancha café-grisácea de nieve en busca de algo de luz —ella podía verlas en su mente años después—, también algunos árboles feos y delgados y una zanja negra. Una grieta en la ventana dejaba entrar el olor a raíces, ceniza, agujas y el frío. Era algo tarde, pero la luz y la vida parecían filtrarse por ambos lados del día. La visita no había sido ni mejor ni peor que otras veces, salvo que, mientras estuvo allí sentada viendo cómo un cráneo lustrado de papá se tambaleaba por encima de ropa que en gran parte reconocía, su interior se volvió oscuro y peligroso. Ahora el taxi giraba a la izquierda, pasando el cementerio, pasando el viejo liceo abandonado donde su papá había colgado una vez su pequeño gorro en un perchero, más allá de las aberturas entre los árboles por donde empezabas a ver el lago. En el asiento de adelante, su madre conversaba con el taxista (Clayton) sobre su artritis, o la artritis de su esposa, o de Marte. La artritis de su esposa era peor que la de él, y luego ella desarrollaría la habilidad de manejar con los nudillos cuando Clayton muriera, repentinamente, justo después de navidad. 

En el asiento de atrás, miraba por la ventana intentando no escuchar al asiento de adelante, manteniendo su pensamiento en cosas dispersas —la cena, números, navidad, una obra de arte de la que una vez escuchó hablar, que se llamaba algo así como “Caballos corriendo sin fin”. ¿Lo había soñado? No. ¿Lo imaginó? Tal vez. ¿Fue en México? ¡Sí!, era México. Un ajedrez en miniatura: todas las piezas eran caballos. Y México vino a ella como una alteración de la muerte al día, sólo la palabra, sólo el pensamiento, las pequeñas pezuñas golpeando el tablero de cinco centímetros, los pequeños corazones agitándose en los pequeños pechos calientes, los diminutos miembros anteriores y posteriores y las melenas brillando con el rocío de un pequeño amanecer mexicano. En todas las direcciones la vida volvió a ella, como un color, y dejó caer su frente en la ventana congelada, imaginándose de repente contándole esto a su madre en la cena. Era algo ajeno a las dos, gallardo, belicoso y, claro, ella no usaría palabras tan elegantes como esas, pero algunas palabras, otras palabras, aparecerían. Valía la pena intentarlo. No vuelvas por donde viniste, acostumbraba a decir su papá cuando salían a dar una vuelta los domingos. Vuelve por otro camino. 

 

 

Problemas en el paraíso 

Mi suegra mide un metro cuarenta. Cuando la abrazo, me siento grande, bestial, ligeramente desleal; mi propia madre, ahora muerta, también era pequeña. En otras cosas no se parecen, excepto por la opinión de que me visto mal y que soy emocionalmente oscura, que compartirían. Que alguien debería llevarme “a comprar ropa” es una amenaza latente. Esta noche mi suegra y yo lavamos los platos. Es la noche de navidad. Estamos en Ohio. Su nombre es Verna. Ella lava, yo seco. El paño de cocina que le regalé el año pasado para Navidad tiene caricaturas de personajes famosos de Bloomsbury. Verna cuenta historias sobre Mildred, su mejor amiga, que murió. Mildred me enseñó todo lo que sé, dice. Mildred me enseñó a entretener. Escucho a medias, recordándome secando los platos de mi madre. Recuerdo el silencio, la inquietud, la impotencia de mi parte. De verdad quería hablarle, u oírla hablarme. Siempre igual, noche a noche, año tras año, tiesa a su lado en el lavadero, nerviosa de que me hiciera una pregunta o insinuara algo de sí misma. Nos dominaba un miedo de vísceras. Ambas teníamos los intestinos neuróticos. Y una especie de rabia continua e infundada. Así que cuando digo “quería hablarle” no es tan cierto. Nunca lo quise en el momento. Lo quise antes, lo quise después, lo quiero ahora, nunca lo quise en el momento. Ese momento siempre era el momento equivocado, yo estaba furiosa. ¿Son las otras familias así? Sé que pongo la vara alta, pero no puedo imaginar que hubiera alguna vez un momento equivocado para hablar en, no sé, Bloomsbury. Pero entonces acá está Virginia Woolf (de “Un esbozo del pasado”): 

Somos recipientes sellados flotando en lo que conviene llamar realidad; en algunos momentos, sin una razón, sin un esfuerzo, la materia del sello se fisura; la realidad influye…

¿Fue Virginia Woolf quien nos enseñó a adorar estos influjos de realidad, sin los cuales sólo navegaríamos junto a otras personas por un mar de conveniencias? Pero acá es la noche de navidad en Ohio y una fisura comienza a aparecer. Me paro cerca de mi suegra con un paño de cocina empapado en la mano, ponderando la bondad de la conversación. Habla sobre la última vez que vio a Mildred. Una pieza de hospital. Mildred, debilitada por uno de esos cánceres que te matan en una semana, ya no puede comer, chupa un trozo de hielo, tiene un tubo en la nariz y, cuando Verna se inclina en la cama para preguntarle si hay algo que ella pueda hacer, Mildred la mira, mueve el tubo y le dice: Verna, ahora mismo daría el mundo por uno de tus Martini’s. Al día siguiente, Mildred está muerta. Mi paño de cocina, ya un oblongo empapado, lo doblo en tres buscando otra esquina seca. Entonces, ¿cuándo murió Mildred? Le pregunto. Y Verna responde: en 1965. ¿Qué es un ser mortal? Un viento, un sueño, una sombra, nos contaron los viejos poetas griegos; pero yo no se lo digo a Verna. Sólo repito: ¡1965! Incrédula.

De la otra habitación llega el sonido de la tele. Es un especial de navidad sobre la guerra; entrevistan a un soldado de algún ejército, pienso que israelí, cuya tarea consiste en aparecerse en lugares donde un niño o una mujer fueron asesinados y ponerles armas entre sus cuerpos. Estrujo el paño. Todo lo que quiero de una madre es entrañable-agotador, rabioso-fluido, chocante-vivo y estructurado como un alarido. Todo lo que me atrevo a pedirle es esta conveniencia. Limpiamos la mesa. Colgamos la toalla y la esponja. Cuando era chica entendía que el mundo estaba hecho de papel, y que todos debían pisar con cuidado o quebrar el papel. Quería una expresión para eso, para el quiebre. Pensaba, sigo pensando, que esa expresión está guardada en algún lugar, por encima de nosotros, en una especie de niebla o capa secreta. Nunca me di cuenta que Verna ha cargado por cincuenta años el fantasma de Mildred, frente a su mente, como astas imposibles. Los juicios que nos hacemos unas a otras no son muy sensatos, ¿verdad? Ahora Verna limpia las manchas de la cocina con la esquina de su delantal. Ven, vamos a ver tele, le digo. Traje una película. Es Lubitsch—te va a gustar. 

 

 

Publicado en The New Yorker en octubre del 2016 bajo el título Back the Way You Went

 

Por Anne Carson

Traducción de Rodrigo Barra Valenzuela