A Marguerite Yourcenar
Vendrás
dios de viento
a desdoblar una vez más
el plomo sellado por los siglos
de la pequeña tablilla.
Vendrás
a completar con tu lenguaje alado
el dibujo secreto de mis signos
a deformar,
transparencia infinita,
el ópalo del tiempo
con el que mido
mis torpes versos mortales.
En cada repliegue
oculto una escritura
sólo
accesible a tus ojos.
Dibujo
estas letras sin voz
para que te hablen
allá donde estés,
tan lejos. Llora
la niña no nacida
en los contornos
trazados, los dedos
sucios de carbón.
Lectura,
conspiración de sentido
entre vos y yo.
También ella,
mi madre,
la de los ojos de vaca,
regresará al santuario.
Dejará en el altar,
Zeus Licio,
la ofrenda
de todos los frutos
y murmurará la plegaria
procurando que no se cumpla
su sueño abominable.
Llegará como siempre,
consciente de su destino
embrutecida
por sus propios miedos,
con el hacha
recién secada
en la frente del mutilado
que fue mi padre.
Arrastrando a Egisto
entre los pliegues de su vestido.
Regresará para no verme.
Otra vez
su palabra
crecerá de la piedra
para abrir el prontuario
de juramentos
heridos a traición.
Ahí, donde comienzan
mis edades desoídas,
la culpa
deletreada
en Electra.
Negarme
fue un error.
Al nacer yo
nos separamos
una de la otra.
Me desprendí de ella
como si fuera
una cáscara divina.
¿No decían por ahí que mi madre
era hija de los dioses?,
¿acaso es digno
de una hija de Zeus
abandonar a sus criaturas
recién paridas?
En vano busqué sus ojos,
una niña sin luz
destinada a perderse
en las galerías del mundo.
De pequeña, quería ser
una mujer como ella.
Era muy dulce para mí
andar a su lado
con los cacharros
que me regalaba la nodriza,
jugar a la reina,
imitar los movimientos
que hacía en la cocina
mientras les preparaba
a mi padre y a Orestes
sus platos favoritos.
Pero se fue
el marido
y yo
escuché sus gritos
en las noches de locura
y de insomnio:
“Dejar de ser amada es convertirse en invisible”
“Tú ya no te das cuenta de que poseo un cuerpo”,
aullaba subida a la torre del centinela.
El viento que venía de Asia
amplificaba los alaridos
más fuertes que las olas
estampándose contra las rocas
colina abajo.
Yo estaba ahí
una niña invisible.
¿No entendías
madre
que ejecutabas en los actos
lo mismo que en las palabras
decías padecer?
A sus pies, en la arena
esperaba el momento
en que olvidara
a ese hombre.
Si me hubiera dedicado
el tiempo que dura
plegar un barquito de papel
o pintar un corazón
en la piedra
de alguna cueva.
¡Afilar el cuchillo de mi hermano
fue lo único que aprendí de Clitemnestra!
¿Es que no me ves madre?
Ah, la eternidad
no apaga mi única
e incesante pregunta.
Estoy acá
frente a vos
con los ojos abiertos
debajo de tus ojos.
Si pudiera derribar
esta única noche infinita,
la lanzaría a tus pies
para que estemos
las dos
del mismo lado.
Es inútil
yo soy
la no nacida.
Acá no hay nada
más que
una caída hacia afuera
que repite siempre
el mismo error.
Demasiado tarde comprendo
que llorabas por vos y no por ella,
cuando murió mi hermana.
Demasiado tarde
me equivoco con Orestes.
¿De verdad creías
que se trataba de mi padre?
Un solo dolor
necesitaba provocarte,
la última visión
que te llevarías de este mundo:
el mismo rostro
que son dos,
el de tu hijo varón
y el de tu asesino.
Pero, tampoco a mi hermano
lo veías.
Tu muerte o
mi venganza
es apenas
una corrupción de alas
para una ley de fuego:
vos y mi padre,
dos caras
de una misma moneda.
Soy tan extraña.
Una exiliada de vos
que devora tu lado tenebroso y,
el lugar donde venís,
cada vez, a desterrarte
a escarbarme esta tumba
debajo del corazón,
esta sombra que divulga
tu condena en el mundo.
¿No reconoces la herida, madre?
¿No me ves la señal
que te lleva a morir y a renacer
en este oficio de oscuridades?
Soy el refugio de paso para el crimen,
el pecado que te convierte
en víctima y en verdugo.
¿No ves
cómo se desprende
en mí
una y otra vez
la máscara última,
la que te recubre a vos
con cara de hombre?
¿A quién hablo?
¡Qué infinita confusión de ausencias!
Me asusta estar hablando
sola de estas cosas.
Desconfío de los signos
sin voz.
¿Es verdad, rey Lizio,
que podés escucharme?
¿de qué modos paseás
los divinos ojos oblicuos
sobre estas letras
consumidas por el tiempo?
¿Cómo hacés
para que de nuevo canten?
¿Persiste en ellas
la tibieza del cuerpo de Electra
algo de la voz de esa niña
que juntaba piedritas de colores
en aquellos amaneceres violentos?
Yo lo he olvidado.
Tengo esta cara
y en las manos
una tablilla,
un significado como un punto ciego
en el que todo lo que sé
de mí misma
se desvanece.
Escuché por ahí
otra versión
de la historia de la familia de los Atridas.
¿Debería creer en esos relatos
que anuncian a viva voz
que nunca fuimos reyes?
Dicen que sucedió
en una era sin madres.
A nosotros
nos llaman los muertos.
Nuestras tumbas
no tienen inscripciones
ni flores.
No legamos
alianzas ni retratos, no hay
nada que atestigüe
nuestro paso por el mundo.
No derramamos nuestra sangre
por ganarnos el lugar
donde nacimos.
Piel en torno al tiempo,
un reflejo de sombras
cambiantes, la duración
estéril
de un momento
que ya fue cumplido.
Fuimos eso
mientras vivimos
y nada más.
Sucedió
en una era
donde ninguna cosa
retorna y los muertos
son las caras
desoladas
de la vida.
Por Sandra Sternischia