Aunque parezca una perogrullada y un lugar común ancho y largo como un portaviones –y para esto sírvase el lector de consultar volúmenes como Síndrome de Babilonia de Alain Musset—, todas las variantes distópicas de la ciencia ficción y su larga serie de apellidos han fantaseado con alguna forma de colapso civilizatorio y sus nefastas consecuencias geopolíticas y, por extensión, sociales. La ventaja o no de escritores como Nieva, nacido en las últimas décadas del nunca bien ponderado siglo veinte del planeta tierra, es que todos los dislates colapsológicos son, hoy por hoy, posibilidades más o menos barajables a treinta o cien años plazo, según el entusiasmo apocalíptico del científico o grupo ambientalista encargado de los pronósticos.

El escenario de La infancia del mundo nos envía varios años al futuro: Argentina, 2272. El sur austral, antaño tierra de bosques milenarios que geoerotizaron las fantasías filonazis de un Miguel Serrano, quedó transformado “en un reguero desarticulado de pequeños islotes ardientes”. Todo esto post derretimiento de los hielos antárticos en el 2197. “De un día para otro, La Pampa pasó de ser un árido y moribundo desierto en el confín de la tierra, resecado por siglos de monocultivos de girasol y soja, a la única vía, junto al Canal de Panamá, de navegación interoceánica de todo el continente”. Allí, en una pequeña colonia llamada Victorica, vive el Niño Dengue, criatura poco feliz a causa de su monstruosa apariencia de insecto virulento, acaso un hijo no deseado del científico-mosca del cuento de George Langelaan.

Lamentablemente, y muy a pesar de todos quienes han decidido criar niños en ambientes seguros libres de paternidades tóxicas, en 2272 las cosas no han cambiado mucho: Niño Dengue sufre del bullying permanente de sus compañeritos de escuela. Los insultos, por cierto, difícilmente pasarían el filtro de un sensitive reader: “Che, niño dengue, ¿es cierto que a tu mamá la violó un mosquito?”; “Eu, bicho, ¿Qué se siente ser hijo de la chele podrida de un insecto?”.

Niño Dengue, aun en su monstruosidad de bicho tercermundista, sufre silenciosamente. Su madre no lo quiere. A su padre no lo conoce. El aleteo de sus alitas emite un zumbido perturbador. Pero algo diferencia al niño-bicho de marras de sus compañeritos humanos demasiado humanos: libre como está de la genética humana y sus presiones biológico-discursivas, Niño Dengue descubre, luego de asesinar al Dulce, líder cruel de una tropa de bobalicones, que en realidad es Niña Dengue: “En efecto, en la especie Aedis aegypti, de la que él (o ella) era un ejemplar único, solo las hembras pican, succionan y transmiten enfermedades, mientras que los machos se dedican al hábito mecánico de copular y engendrar”.

Estructurada en dos partes subdivididas en capítulos breves, La infancia del mundo despliega una historia ágil y grotescamente divertida. La crítica ya ha hecho hincapié suficiente en las influencias, pero no está demás volver a traerlas a colación: de Lovecraft, las especulaciones cosmológicas en torno a entidades no humanas anteriores a la formación de las capas superficiales del planeta tierra –el lector descubrirá en esto el nombre de la novela; de Philip K. Dick, el videojuego como dispositivo que permite la torsión de la realidad de los protagonistas para ingresar en planos dimensionales que espejean las líneas principales de la narración –véase Laberinto de muerte (1970); de Borges, porque Nieva es argentino y mirar a Borges a los ojos es un ritual de paso, una paráfrasis en joda al Aleph; y así.

Aunque las referencias a ratos puedan parecer demasiado obvias para cualquier lector más o menos informado sobre las diversas ramas de estos árboles mayores de cierta clase de ficción, no es exagerado ni antojadizo decir que Nieva, ironía mediante, logra jugar con estos elementos agregándole, como apuntamos al inicio, un poco de la cosecha propia de los años en curso, herencia quizá de la inteligencia sociológica de Ballard: al carnaval de rarezas ya comentado, Nieva agrega una especie de geofuturología que proyecta con humor las mutaciones posibles del capitalismo financiero en un planeta donde la temperatura nunca baja de los 40 grados; discurre en torno a la extinción de las especies e imagina, si pensamos en Timothy Morton, una ecología sin naturaleza, sin aura ni ancestralidad posible: pura materia susceptible de ser replicada en cualquier lugar vía terraformación.

No sería extraño que alguien llevara el texto de Nieva a una novela gráfica o algún género afín. En La infancia del mundo es casi palpable la influencia de series como Evangelion y el imaginario de artistas como Katsushiro Otomo, aunque quizá esto hable más de las evocaciones provocadas en el abajo firmante. Como sea, La infancia del mundo puede inscribirse en el ingente surgimiento de ficciones que imaginan, más allá o acá mismo, las transformaciones que ese hiperobjeto llamado cambio climático irradia sobre la realidad como un sol negro completamente nuevo y cosmológicamente inexplicable.

 

Por Jonnathan Opazo

La infancia del Mundo

Michel Nieva

2023

168 pp

Novela

Anagrama