[1]

 

“¿En serio habías pensado que el Capital cienciaficcional iba a permitir a los simios que tomaran decisiones importantes?”

CCRU, “Máquinas enjambre”

“Los mercados, los deseos y la ciencia ficción son parte de la infraestructura”

Nick Land, “Cybergótico”

“Ahora siento que he estado en el espacio dos veces”

Alexi Leonov, la primera persona que caminó en el espacio, después de ver 2001

“Después de American Graffiti, George [Lucas] quiso filmar Apocalypse Now. George […] había estado trabajando en el guión […] desde 1969. Entonces, cuando Warner Brothers echó pie atrás, el proyecto fue abandonado. Seguía siendo un tema controversial, la guerra aún continuaba… no había ninguna posibilidad. Así que George consideró sus opciones [y] decidió: ‘De acuerdo, si como tema actual es demasiado controversial en términos políticos, entonces pondré lo esencial de la historia en el espacio exterior y tendrá lugar en una galaxia muy lejana en el tiempo y en el espacio’. Star Wars es una versión de Apocalypse Now transustanciada por George. El grupo rebelde eran los vietnamitas del norte y el Imperio era Estados Unidos”

Walter Murch, editor de Apocalypse Now

 

 

Claramente no existe un mejor momento que el actual para reflexionar hasta qué punto 2001: Odisea del espacio de Kubrick anticipó el futuro. ¿Qué tanto se parece el mundo de 2001 al mundo de 2001?

Un notable ensayo de Mark Crispin Miller publicado en Sight and Sound en 1994 sugiere que efectivamente vivimos en el mundo de 2001, pero no cómo podrían haber imaginado quienes vieron la película cuando se estrenó en 1968. No fue la simulación de la experiencia del espacio exterior de 2001, sostiene Miller, lo que hizo que el filme fuera presciente; no, fue la visión de Kubrick de la mercantilización y el control su más importante comprensión del futuro (de aquel entonces). Para Miller, el Dr. Floyd, el científico estadounidense encargado de investigar los anómalos “monolitos”, pertenece a un ambiente totalmente mercantilizado, totalmente controlado, un ambiente que en 1968 todavía era una posibilidad lo suficientemente distante como para provocar horror en las y los espectadores de la película. Según Miller,

El mundo del Dr. Floyd (como los nuevos centros comerciales, residencias universitarias u hospitales) es un mundo totalmente administrado: la fuerza controladora está discretamente publicitada por la bandera estadounidense con la cual los científicos a menudo comparten el encuadre a lo largo del “excelente discurso” de Floyd en Clavius [la base lunar de Estados Unidos] y también por los logos corporativos –“Hilton”, “Howard Johnson”, “Bell”– que aparecen por doquier en la estación espacial.[2]

Quienes vieron 2001 en los 60 podrían sentir, ahora, que han experimentado el capitalismo tardío dos veces: la primera vez como película, la segunda como realidad cotidiana banalizada. Pero lo que alguna vez fue profecía satírica ahora es realismo vacío, carente de todo “motivo último”, carente, en muchos aspectos importantes, de todo interés. “2001 no podría [ahora] ejercer su impacto satírico original porque el ‘futuro’ mediado que imagina ya es ‘nuestro’ presente y, por lo mismo, nada especial”.[3]

Mientras que en aquel entonces el público a menudo se reía (incómodamente, quizás) ante la visión de, digamos, Howard Johnson en el espacio, los espectadores actuales no lograrían captar ni la broma ni problema alguno en absoluto, ahora que el logo corporativo aparece por todas partes no solo en los lugares donde se exhiben las películas, sino también en las propias películas, cuya atmósfera hoy por hoy es singularmente hospitalaria a los fastuosos logos de las grandes marcas. Podríamos identificar las diferencias fundamentales entre lo que fue y lo que es comparando el uso sardónico que hace Kubrick de “Bell” y “Hilton” con los numerosos avisos corporativos directos abiertamente insertados en 2010, la pésima secuela de 2001 que MGM estrenó en 1983. […] “2010 es un ejemplo de cómo la publicidad por emplazamiento en el cine se está convirtiendo en un trampolín para los avisajes conjuntos usados para promocionar películas”, se regocijaba Ad Age antes del estreno de la película, señalando los elaborados avisajes para Pan-Am, Hoteles Sheraton, Apple, Anheuser-Busch y la revista Omni.[4]

El cambio que Miller identifica entre la respuesta del público a 2001 en 1968 y cómo esperaríamos que reaccionara “ahora” es una ilustración casi perfecta de las célebres tesis de Fredric Jameson sobre la cultura del consumo y el capitalismo multinacional. Para Jameson, la cultura del capitalismo de consumo (o “tardío”) hace que la sátira sea imposible, pues ésta depende de la posibilidad de un espacio –trascendente y crítico– entre los objetos culturales y lo que ellos “representan” que ya no existe. Las posibilidades críticas supuestamente a disposición del creador-autor modernista han colapsado en un “ambiente total” posmodernista, en el cual la ilusión de un ámbito estético y político diferenciado ha dejado de ser convincente: que una película es una mercancía tal como lo es una Coca-Cola es algo que ahora aceptamos sin ningún problema. De modo que, si bien 2001 “se trata” de la “nueva penetración y colonización de la Naturaleza y del Inconsciente que tiene lugar por primera vez en la historia” –lo cual, según Jameson, caracteriza la cultura del “capitalismo multinacional”–,[5] la película de Kubrick ya parece extrañamente anticuada, precisamente porque imagina que la mercantilización puede ser resistida en vez de meramente ejemplificada. Y la banalidad de la mercantilización retrospectivamente engulle también a la propia película y a su creador. Si bien Kubrick siguió siendo, hasta su muerte, la viva imagen del creador modernista, el nombre “Stanley Kubrick” ya es el nombre de una marca, una mercancía, cuyas connotaciones, aun cuando incluyen cierto desdén por “el mercado”, son altamente comercializables.

Star Wars está metonímicamente implicada en el capitalismo tardío de un modo en el que 2001 jamás podría. Lo que fue vendido y comprado cuando el público consumió Star Wars no fue en ningún sentido un objeto (estético) único, sino un mundo, un hype[r]verso.[6] Es, desde luego, posible transformar retrospectivamente una mercancía singular en una serie de objetos para vender, y hay numerosas y muy conocidas técnicas y estrategias que han sido empleadas con este fin: la transposición a nuevos formatos técnicos (elocuentemente llamada “remasterización”, por supuesto); la traducción a medios distintos (piensen en el comic de 2001 que Jack Kirby hizo para Marvel); la proliferación de secuelas y precuelas (como la que Miller tanto desprecia). Pero hay una diferencia de tipo entre la manera en que 2001 ha sido retromercantilizada y lo que pasó –está pasando– con Star Wars. La película de George Lucas fue diseñada como una hipermercancía; no tanto una película como un sistema ficcional, un plano de consistencia que podría ser poblado por un número indeterminado de mercancías. El cambio es desde un sistema de objetos a un sistema de hype, donde lo que se vende es abstracto, ficcional, pero muy real.

Desde el punto de vista de 2001, la comercialización de las mercancías satélites –especialmente los juguetes– de la película Star Wars original parece casi simpáticamente ingenua. Kenner Products, en ese entonces una pequeña compañía, compró los derechos para las figuras de acción de Star Wars a fines de 1976, pocos meses antes del estreno de la película en el verano de 1977. Una demanda imprevista y sin precedentes superó la oferta. Según Lenny Lee en “Star Wars 1977-79”, publicado en Action Figures and Toy Review, “atribulados padres barrieron el campo buscando juguetes de Star Wars [pero] solo encontraron puzzles y otros productos de papelería”. No obstante, la posterior aparición de la gama de figuras de acción de Kenner en la Navidad de 1977 “atrapó para siempre a una generación de desafortunados niños en el ‘vórtice del hype’ de Star Wars”.

Este vórtice del hype ha atravesado una serie de umbrales desde entonces. La simultánea aparición de los juguetes y la serie televisiva Transformers en 1984 fue un momento enormemente significativo: los juguetes fueron diseñados como “personajes” de una “narrativa” desarrollada en parte por Marvel, que también publicó una historieta de Transformers. Lo que comenzó a desaparecer aquí fue la sensación de un “texto” de entretención primario u original, rodeado o “apoyado” por mercancías secundarias, desaparición que actualmente se ha logrado casi por completo. ¿Recuerdan ese momento en Jurassic Park cuando notan que el logo del parque temático en la película es exactamente el mismo logo del merchandising de Jurassic Park que pueden comprar fuera del cine? Y con Toy Story de Disney el loop entre publicidad, ficción y mercancía alcanzó una precisión sin precedentes: he aquí una película sobre juguetes/mercancías, algunos de los cuales ya eran marcas establecidas, mientras que otros fueron establecidos precisamente por la película (Buzz Lightyear, Woody), todos combinados en un plano único de realidad (digital).

Para mapear adecuadamente el capital cienciaficcional hay que enfrentar al Marx humanista con el Marx implacable cartógrafo abstracto del hipercapital. El Marx humano demasiado humanista creía que el capital era una ficción que podía cobrarse como trabajo real (=tiempo de trabajo). Esto implica que el capital es primordialmente capital de pago (dinero=tiempo) y que el capital financiero es capital (solo) en su forma alienada. El problema es que, como el capital –incluso según la lógica del propio Marx humanista– está por esencia alienado (es decir, el capital es la discrepancia entre “sí mismo” y el tiempo de trabajo humano), su forma “pura” necesariamente es también el capital en sus modos más fugaces, virtuales y abstractos.

El Marx humanista postuló un valor de uso trascendental que era distorsionado y enmascarado por las astucias del capital. Pero el valor de uso –como todo valor– no es menos ficcional que el capital. De lo que se trata es de la orientación temporal de la ficción. El concepto de valor de uso es una ficción retroespeculativa, que apunta a un “futuro” que jamás llegará (un momento de juicio, cuando el capital se trocará en tiempo de trabajo) mientras que al mismo tiempo invoca un “pasado” espectral que jamás ocurrió (un tiempo cuando las necesidades y los deseos, la cultura y la naturaleza, podían delimitarse con claridad). La aparente orientación del capital hacia el futuro, mientras tanto, es “especulativa” solo en el sentido de que es inmediatamente eficiente. Ejemplos de este proceso ya son tan comunes que apenas necesitan ser enumerados: en el nivel más simple, pedir prestado dinero permite al capitalista comprar lo que solían llamarse los medios de producción, y –en el extremo más vertiginosamente abstracto de la escala– la existencia de un mercado de “futuros” deja sumamente en claro que el tiempo mismo ahora está a la venta como mercancía.

Los sacerdotes del valor de uso postulan una esencia humana trascendente u originaria que ha sido corrompida y debe ser restaurada. Pero el índice de “lo humano” no es anterior al capital. El capital, por el contrario, es cabalmente “humanista” en el sentido de que su emergencia está supeditada al desplazamiento desde lo divino a lo humano de aquello que el campo social considera trascendente. Donde el socius primitivo y el Estado despótico postulan lo trascendente como extraterrenal y no humano, el capitalismo –la “erradicación cultural de lo sagrado”– reubica lo trascendente en la persona (simulada) de Edipo.

Si imaginan incluso por un momento que postular el capitalismo como “el límite de toda sociedad”, como afirman Gilles Deleuze y Felix Guattari en El Anti-Edipo,[7] es fantasioso, piensen en la prohibición del interés y la usura en los Estados islámicos y católicos premodernos. Estas restricciones solo tienen sentido en cuanto medidas diseñadas para mantener a raya preventivamente al capital, sugiriendo que el capitalismo es de hecho el “negativo” de todas las formaciones sociales existentes, operando como su límite virtual a lo largo de la Historia como la Cosa más abominable –lo Innombrable, la Peor Cosa del Mundo– en torno a cuya represión lo social como tal se construye. El capitalismo enfáticamente no es un sistema social o político del mismo modo en que lo eran las formaciones sociales anteriores. Más bien, el hecho de que esté guiado por una única máxima metaeconómica básica –todo puede venderse– y una prohibición político-cultural –mantener la esquizofrenia a raya a toda costa– significa que la variedad de formaciones sociales y políticas que puede corromper, usar y abandonar de un modo parecido a La Cosa de John Carpenter es, en principio, infinita.

¿Qué es lo que las teocracias temen con respecto al interés? Fundamentalmente, los sistemas funcionales de las formaciones estatales despóticas entienden que el pliegue del tiempo en el dinero y del dinero en el tiempo produce un vórtice esquizofrénico en el cual todas las certezas (sociales) serán engullidas. Porque el capital, como sabemos, no es moneda. Como puntualiza Deleuze:

el dinero en el sistema capitalista se nos había aparecido como un sistema de cantidades de potencia diferentes: el dinero intervi­niendo como estructura de financiamiento, cantidad que yo llamaba de potencia X; y el dinero tomado como medio de pago, cantidad de potencia Y. El dinero que está dotado de un poder de compra no es el mismo que aquel que constituye el capital de una sociedad, no es el mismo dinero el que es moneda y el que es capital. Todos los economistas saben esto, pues después de la crisis la pregunta de la economía es: ¿cómo fabricar capital con un poco de moneda, o incluso, en el límite, sin moneda?[8]

Compra un auto y míralo oxidarse.

La moneda es capital despotenciado: una empresa no puede realizar su capital, solo un individuo “privado” puede, pero esta efectivamente es la traducción de un tipo de circulante (capital financiero fluido) a otro (capital de compra). En el proceso de traducción, la moneda se separa de la referencia temporal, mientras que, en el capital propiamente tal, el tiempo y la moneda se funden el uno en la otra. Puedes comprar tiempo, y en ese tiempo puedes acumular más capital, con el cual puedes comprar más tiempo, en el cual…

Es importante notar que en el modelo humanista-marxista-obrerista el proceso de conversión del capital en trabajo supuestamente también nos libra de la ficción. En ese momento, cuando el tiempo de trabajo reafirme sus derechos, la voluntad ficcional será desenmascarada, su poder se disipará. Pero, como Jameson con razón insiste, estamos en medio del “surgimiento de un nuevo ámbito de realidad de la imagen que es tanto ficticio […] como fáctico”.[9]

En lugar del hombre existencialmente atormentado de Sartre o del sujeto disciplinado de Foucault, ahora tenemos lo que Burroughs y Deleuze identifican como el agente/víctima del Control. Como reconoce Miller, el Dr. Floyd de Kubrick es precisamente ese “adicto al control”, cuyo “impulso por apartarse de la naturaleza, por llevar una ‘vida’ de completa seguridad, solazándose de tanto en tanto con nada más que imágenes de algún ser querido, es […] la causa psíquica fundamental de la publicidad”.[10] Baudrillard reconoció que la publicidad hace mucho que dejó de tratarse simplemente de la venta de objetos. “Si en un determinado momento el producto era su propia publicidad (y no había otra), hoy la publicidad se ha convertido en su propio producto”.[11] Como “nos envuelve por todos lados”, la publicidad “elimina a la vez el problema tan enormemente controvertido de la ‘creencia’”.[12] La publicidad, “destructora de intensidades, aceleradora de inercias”,[13] se expande para insinuarse en todo ámbito del campo social, y en esta misma exorbitancia, se cancela a sí misma, se vuelve otra cosa.

En la época del “microproceso, la digitalidad, los lenguajes cibernéticos”, sostiene Baudrillard, la publicidad –aún “imaginari[a] y espectacular”– ya ha sido superada. Anticipándose a Videodrome de Cronenberg, Baudrillard invoca “la ‘papula’ de Ph. K. Dick, esa implantación publicitaria transistorizada, especie de ventosa emisora, de parásito electrónico” como “prefiguración de las redes psicotrópicas e informáticas individuales de pilotado automático, a cuyo lado el ‘condicionamiento’ publicitario se nos aparece como una peripecia deliciosa”.[14] Pero incluso el pólipo publicitario neuronalmente integrado de Dick está demasiado atrapado en un momento superado del capital en el que la publicidad, el producto y el consumo aún podían pensarse como separados.

Lo que Baudrillard estaba vivo para presenciar ya en los 70 fue la diferencia –en ese entonces apenas entendida, ahora demasiado familiar– entre la publicidad (que vende mercancías) y el branding (que hypea hipermercancías). En el régimen de hyper-mercancías, el momento de consumo ya no es aislable en cuanto tal, dado que la mercantilización está tan difundida que se insinúa en todos los ámbitos de la “vida cotidiana”. En la e-conomía, como bien sabemos, la “atención” es tanto una forma de consumo como una mercancía vendible por derecho propio. La hyper-mercancía no es un objeto, sino una red intrincada, microsensible, semiótica, que induce la participación y el “involucramiento”. Baudrillard de nuevo: “No es casualidad que la publicidad, tras haber vehiculado durante mucho tiempo un ultimátum implícito de tipo económico, diciendo y repitiendo incansablemente en el fondo: ‘Compro, consumo, disfruto’, repite hoy bajo todas sus formas: ‘Voto, participo, estoy presente, me preocupo’”.[15]

Ya no existe por lo tanto una clase dominante sino una clase de Control o Administración, que está ella misma controlada y administrada no por leyes trascendentes sino por circuitos inmanentes, en los cuales “todos” “participan”, pero de los cuales “nadie” es responsable y cuyos productos “nadie” quiere.

Por supuesto que no es accidental que la actual élite del poder (Spielberg, Lucas, Gates, Blair) perteneciera a la así llamada contracultura de los 60. El capital, no hace falta decirlo, es indiferente a la motivación humana individual, pero los esclavos felices son mejores esclavos, y la reprogramación de la manera en que la clase dominante piensa (sobre sí misma, sobre lxs trabajadorxs, sobre el capital) ha sido crucial para la presentación del actual dominio del capital multinacionalizado como hecho inmutable. Y la “transustanciación” de George Lucas de Apocalypse Now en Star Wars es emblemática de los cambios en el capitalismo tardío desde los 60. La tranquila transición de lo hippie al hypercapitalismo, del hedonismo holgazán al autoritarismo, del compromiso al entretenimiento, revela retrospectivamente lo que los punkys sabían cuando gruñían “nunca confíes en un hippie”. Lejos de representar alguna amenaza al capitalismo, los rockeros marihuanos y alérgicos al jabón de los 60 estaban actuando como el ejército de reserva de explotadores del capitalismo, cuyo tiempo pasado en festivales y en los márgenes de la vanguardia experimental contribuyó poco o nada a crear líneas de escape colectivo, pero produjo en cambio recursos para las nuevas formas de esclavización que ahora se ciernen por doquier en torno nuestro. Es muy probable que quienes presumiblemente “aprobaron” en 1968 la crítica de Kubrick a los ambientes controlados por corporaciones ahora estén administrando sus propios sistemas de “control total”, más siniestros aún por su “informalidad” de mangas de camisa, más envolventes ahora que los jefes se conectan ellos mismo al circuito, alardeando de su propia explotación como a la vez inevitable y ejemplar. Como explican Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo: “ejemplo de ello es el burgués, que absorbe la plusvalía con fines que […] no tienen nada que ver con su goce: más esclavo que el último de los esclavos, primer siervo de la máquina hambrienta, bestia de reproducción del capital, interiorización de la deuda infinita. Yo también soy esclavo, tales son las nuevas palabras del señor”.[16]

Para una escalofriante imagen de cómo el capital cienciaficcional induce la autozombificación en la clase dominante, solo tienen que mirar al rostro de nuestro glorioso líder: su cenicienta máscara de carnaval, su sonrisa de Joker, lúgubre y carente de alegría, que exhibe con eficiencia ritual, sus inexpresivos ojos, ya iluminados por un evangelismo vacío, ya oscurecidos por una perpetua irritación: el Primer Ministro está siendo controlado por Videodrome… y nadie es dueño de Death TV.

 

Por Mark Fisher

Traducción de Rodrigo Zamorano

 

 

[1] Mark Fisher, “SF Capital”, 2001. Traducción de Rodrigo Zamorano. Disponible en https://web.archive.org/web/20060716033638/http:/www.cinestatic.com/trans-mat/Fisher/sfcapital.htm

[2] Mark Crispin Miller, “2001: A Cold Descent”, Sight and Sound 4.1 (1994): 18-25. Disponible en http://www.visual-memory.co.uk/amk/doc/0011.html

[3] Ibid.

[4] Ibid.

[5] Fredric Jameson, Posmodernismo. La lógica del capitalismo avanzado, Vol. I, trad. Martín Glikson, Buenos Aires, La Marca Editora, 2012, p. 77. Traducción modificada.

[6] N. del T.: neologismo que combina las nociones de hiperverso y de hype, término que designa con suspicacia el bombo publicitario y el entusiasmo repentino y excesivo en torno a un nuevo producto o mercancía. Fisher juega con distintas variaciones y combinaciones de la palabra a lo largo del texto, usándola como sustantivo, adjetivo y verbo.

[7] Gilles Deleuze y Felix Guattari, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, trad. Francisco Monge, Barcelona, Paidós, 2010, p. 253. N. del T.: aquí Fisher interpola “externo”, de modo que en la cita se lee “el límite externo de toda sociedad”. El adjetivo, sin embargo, no aparece en el texto original de Deleuze y Guattari.

[8] Gilles Deleuze, Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia, Buenos Aires, Cactus, 2005, p. 240.

[9] Fredric Jameson, Posmodernismo. La lógica del capitalismo avanzado, Vol. III, trad. Martín Glikson y Elena Arguedas, Buenos Aires, La Marca Editora, 2015, p. 32. Traducción modificada.

[10] Mark Crispin Miller, “2001: A Cold Descent”.

[11] Jean Baudrillard, “Publicidad absoluta, publicidad cero”, trad. Consuelo Vázquez de Parga, Revista de Occidente 92 (1989): 5-16, pp. 8-9.

[12] Ibid., p. 7.

[13] Ibid., p. 13.

[14] Ibid., p. 8.

[15] Ibid., pp. 11-12.

[16] Gilles Deleuze y Felix Guattari, El Anti-Edipo, op. cit., p. 262.