Lo recuerdo más o menos así: en una lejanísima tarde talquina, Claudio Maldonado y Mario Verdugo conversaban en el auditorio de una universidad equis sobre los meandros, anfractuosidades y caminos interiores de la obra del segundo, a propósito de un ciclo de actividades donde varios otros narradores y poetas fueron convocados por el primero a conversar sobre escritura y otros cachivaches asociados. En ocasión de una pregunta vinculada a cuestiones de orden anamnésico y testimonial, Verdugo compartió con el auditorio un recuerdo que tal vez podría ser una clave de lectura para sus escarceos con la variación como procedimiento para el armatoste poético, si cabe la expresión: en una mucho más lejana –lejanisísima— zona del tiempo, en Colín, un joven, tal vez niño, escuchaba en onda corta las transmisiones de partidos de fútbol de segunda división de una liga argentina. Por esos extraños milagros que producía y produce todavía la radio, Verdugo Jr. oyó con atención las formaciones, particularmente sus cualidades fónicas, que en ocasión de esas pichangas viajeras del éter recibían además un cierto ordenamiento espacial dependiente de las instrucciones del director técnico de turno.
A esa fabulación de la petit histoire de Junior Verdugo podríamos colocarle a contraluz una idea recogida de la presentación que escribió para Italia 90 de J. M. Silva: el inconsciente, dice Verdugo not yet Jr., podría ser ordenado no como lenguaje sino más bien como un partido de fútbol. Quiero recalcar esta idea, quizá ociosa, parte del dribleo textual que el poeta de marras despliega en sus ensayos y poemas, para llegar a la siguiente afirmación: en el inconsciente de MV, Verdugo Mario, el poeta que no la persona, la cultura aparece desplegada como un partido dominical de sonidos organizados bajo órdenes que obedecen más al melos que al logos. Más paila y menos cabeza, si por cabeza entendemos una cierta exageración o abultamiento del discurso por sobre la sonoridad y sus posibilidades a la hora de la jugarreta versal con sus extensiones de onda corta o larga, según corresponda.
Glacis, publicado por Komorebi, es otra persistencia de Verdugo en el ejercicio de encontrar raros peinados nuevos en el oficio de la modulación versal. Para quienes venimos siguiéndole la pista desde La novela terrígena con sus maslovs, drevlianos y otras criaturas extraterrestres, Glacis aparece como la continuación y acaso profundización en el ejercicio de hacer del poema un espacio para la absoluta dislocación del sentido de las palabras en función del libre juego de sus cualidades sonoras, vocálicas, eufónicas y hasta catatónicas e hipomaníacas. En esta operatoria, el orden del discurso tiene la feliz fortuna de ser trastocado carnavalescamente para que se encuentren face to face los “gruñimientos de william carlos williams, (…) los pulsamientos de ernest pignon ernest, (…) los mordimientos de jerome klapka jerome” y edward wayne edwards, tomás navarro tomás y ford madox ford (“¿quién recuerda quién fue el último que empacó su escapulario?”). Da lo mismo si el poema es el Estadio Fiscal de Talca o el Coliseo Municipal Antonio Azurmendy Riveros: reducidos a palabritas, palabrejas, palabrotas, los nombres, adjetivos, adverbios y otras formas de la majamama gramatical, sémica y etcétera, son lo mismo que un lego, que no logos, en las manos de un muchacho caprichoso, igual obsesionado con los formalistas rusos que con el postpunk adventista o el IDM de Curanipe. La cuestión, el meollo, el punto, el centro –si es que lo hay— o mejor dicho: lo que nos gusta –para ser más honesto, palabra bien cotizada en la economía de las social networks— en estos textos, es la capacidad o posibilidad de desestabilizar o desplazar las formas fijas de esta otra forma no tan fija de discurso que es el poema: el extrañamiento nos aparece por la yuxtaposición de homofonías, la predicación enloquecida, la diferencia y repetición como forma. La posibilidad como lectores de ceño fruncido de que nos estén tomando el pelo o el peluquín es tan parecida a la que nos produce la contemplación, internet mediante, del espigón de Robert Smithson o las esculturas de Jeff Koons: corrieron el cerco de las formas posibles en los pagos de la poesía chilena y nadie nos avisó –¡cómo es posible!—. Como nos avisan en uno de los poemas: “En Toxicología Profunda –¿apología de la droga?—, toda palabra (…) oculta un insulto: «Sólo puedes aclararles que oscurece / por doquiera»”.
¿Qué es Glacis? Según Wikipedia, un término asociado a la geomorfología también llamado piedemonte o pedimento –palabras, todo sea dicho, que podrían lucirse con garbo en la pasarelas de estos poemas—: un relieve que quizá sea una seña para leer topográficamente los movimientos van o retaguardísticos de Verdugo Mario, que en su versión ensayística ha pensado una y otra vez, sesuda y metódicamente, los problemas de extractivismo entre centro y periferia, los gajes del modelo centralizado de ordenamiento territorial en desmedro de esos otros modos de habitar terrígena (el tren vs. el río), entra otras variaciones que, a fin de cuentas, funcionan como un logos inscrito espacialmente al que bien le vendría una zamacueca, un baile chino o un carnaval presidido por k. well o k. veil: lo mismo da. Cabría dejar hasta aquí este modesto ejercicio de lectura –crítica impresionista dirán los profesionales de la exégesis— porque mucho aclarar oscurece y delata–.
Por Jonnathan Opazo
Glacis
Mario Verdugo
Colección: Mil peces blancos (poesía inédita)
Primera edición: diciembre 2022
ISBN: 978-956-6102-13-7
Cantidad de páginas: 56