Siguen llegando cuentas
A todos eventualmente nos toca pagarle el plato a alguien
sea por sexo o por negocio – ¿por qué no
si todos ya se inclinan a la cuenta?- y a todos nos toca
actuar un poco como padres: es el problema
de la llamada crisis transitoria, en especial para quienes somos como víboras
malditas y perdidos en la hierba esperamos
la oportunidad de clavar los dientes
(Más de un amigo
fue mordido y hoy cojea
como ebrio para dormir) y soñarse en ese veneno
eso sí es una chance
para perder. No sirve al dinero
que uno quisiera tener. Siguen llegando cuentas
y las más caras, aún no llegan. Algunos nos deben
pero no somos como una pitón
que lentamente exprime, que contorsiona,
a nosotros nos gusta ser tiernamente macerados
-la mitad se desangra por sus agujeros, la otra
es Anónima- y esperar esa brisa clara del amanecer
que despierta a los simios
para trabajar, mientras aquí entramos al sueño. Siguen llegando cuentas.
Las cuentas de otros. Las de cuando éramos otros
del que aún no somos. Llegan antes de ser compradas.
Alguien nos invita. Debemos invitar.
Usted, véalo, ya me debe un elogio.
Shadowboxer
“Enamorado estoy de un imposible
Confunde mi pensar la vana espera”
“And I’ve been swinging around at nothing
I don’t know when you’re gonna make your move”
No necesito ayuda, me han disparado.
Fue igual.
Lo siento en el pecho, no en la piel
quiero decir- sin dramatizar-
dentro, en la caja de mis costillas
una circulación pura: arder helar, hallarme hablando paja.
Siento una herida, no la siento.
Quiero decir que es
como una amputación:
un miembro fantasma, con sus dedos
que exprimía mi corazón, y ya no.
Estoy muriendo.
Debería decir otras cosas, pero no quiero.
Esta herida ocupa toda mi cabeza.
En unos meses sanaré, para enfermar
si a este asalto se lo puede llamar enfermedad.
Otro ron otro ron – se dice round, como redondo.
Sépalo bien, esta es la parte importante.
El pánico. Lo demás, amigo,
es solo su circunferencia.
Mientras tú comienzas tu maestría y yo vendo lentejas
en la tienda de mi hermano
porque mis frijoles mágicos nunca crecieron
en un tronco hasta europa
y cada boleta me pesa
lo que un pasaje de avión
y cada cliente que sonríe
sonríe como tú
si lo hace con honestidad – de lo contrario, no son sonrisas
solo dientes corporativos. La encargada, por ejemplo,
me decía: Martín bello, mira, este chat es nuestro.
Cobraba tres productos, registraba dos- otro tipo de delito distinto
a extraer celulares en los clubes nocturnos
o rollitos de sushi en Parsons- hasta ser despedida
por el ingeniero de software, más dueño que el dueño
cuando me llama (todos me llaman): Martín, esa no es la playlist de la tienda,
tienes chats
sin responder
y en cualquier momento puede poseer mi computadora
(mis poemas sobre ti, las fotografías que nos tomamos
con tu familia en Gramas). Cómo le explicaría que no, no es mía
ni lo fue. Yo tampoco entiendo. Ella tiene novio.
Un colombiano escocés. Guapo.
Supongo que es su derecho, Ingeniero,
como futura ciudadana europea. ¿Si yo me voy?
sí, cuando abramos sucursal, hahaha.
Esta vida ya no es mía, D.,
ni tan solo tuya
Tas linda
Me gustó cómo te ataste la mascarilla. Tabas linda.
Antes de eso me habías respondido la noche anterior, y antes
de eso la anterior. Durante el día
no usabas chats. Al fin llegaste
tarde. Tabas guapa. No importó
esperar horas al viento. Agripado.
Me gustó besarnos con moco.
El moco es bueno para el amor. Dijiste:
espero no sea covid. No era. Tabas bella
con tu glitter coral, en esa llovizna indecisa
que colgaba de tus bigotes rubios, y perlaba tus pulseras de plata.
Hubiera gustado una lluvia completa, para besarnos bien:
el agua limpiaría mis narices, tu pelo
empaparía mi barba, nuestras piernas resbalarían. No pasó.
Te ataste el tapabocas, tras las orejas, atrapando mechones
secos. T amo, dije, abriendo la puerta
de Porta 185, y empezaste a toser, antes de aspirar los ácaros.
“Cáncer”, dije, y entonces fingiste una arcadita
Antes era como un cangrejo sumergido.
Los peces conversaban en el arrecife
y yo rodaba como una roca
llevado por corrientes efímeras.
Cualquiera diría que el cangrejo, por vivir del agua,
es de trato fluido, como un hippie en alguna Facultad
atenazando un papelillo. Pero si lo observas
el cangrejo solo fluye parcialmente. Fluye, sí fluye,
pero nada nada, no.
Así, ha sabido adaptarse a todo tipo de animales
porque la corriente nunca lo lleva donde quiere (si lo lleva
porque a veces la corriente no lo lleva, y otro tipo de animales
no cuenta con esa libertad).
Los cisnes o los gallinazos, le dan lo mismo.
Los dos cantan horrible.
Es un perfecto hipócrita.
Sus ojos parece que te miraran.
¿Acaso tú
estás mirando?
Poema confesional
Decir: ha revelado mi vida ser impar.
Aborrezco a los hombres.
Aborrezco el sol.
Nada llevo que brille entre las manos.
Ningún rigor aboga
mis inquietudes de estudiante: una fotocopia
de los Grundrisse sobre la mesa
me escupe mi propia ignorancia en el rostro, al frente mío
D., su pelo castaño, su dinero abundante, da un sorbo distraído al café:
yo aún no lo sé, pero cuando baja la taza ha dejado de quererme.
Cuelga en mi habitación un retrato de Keats
pero yo no tengo el valor necesario para tramontar
en las alas invisibles de la poesía
hacia la noche brillante
(yo no abandoné la escuela como R.
no sometí mi corazón
a la caricia de un revolver como Maiakovski).
Mi abuelo, deprimido, chupa su pipa en el viejo comedor, 1927, donde cabrá su féretro.
No hay empleo para un abogado pro ruso, su esposa
pro cura no emascularlo con el salario
con que alimenta a la familia, además de atenderla – además con qué pagaría a los pescadores
que prestaron su centro sindical para el velorio.
El mío un corazón malcriado por Alfredo
pero unas ganas últimas de ser dejado en paz con mi amargura, imperio del mal humor a las 4p.m:
mis nervios y erecciones, manías para ahuyentar a toda pareja sexual:
la droga me aísla. El porno me deshumaniza.
Mi padre bañado en lágrimas frente al ordenador, estudiando
la historia del trotskismo en el Perú, con su gorro de pescador griego, a la usanza de Lenin. Perdimos, dice.
Dice: esto no me caga, Martín, lo que me caga
es no tener un cobre en los bolsillos.
(Pero podía haber más que sordas confesiones).
Con la culpa que llevo de ser un hombre sano
si otras manos no despiertan vivos, humanos
al otro lado de la cama destendida, (pituco
del vientre, y sin la razón de la pobreza)
El consultorio de mi mamá se llena y paga mis estudios
pero no es la falta de dinero
lo que le impide ser feliz: sino la convicción
de que alguien se sacará los ojos
si no volteamos las puntas de los cuchillos
a tiempo en el escurridor.
(así la atormentan tropezones imaginarios). Mientras tanto:
Una hermana hace padre dos veces a un fascista.
La otra, abusada por el novio.
Yo incapaz de intimidar a ninguno.
Veintitrés años de adolescencia
cansado de mártires
que por no llorar, salmodian
la calma de los Últimos Días.
Nada brilla entre mis manos.
Ni la exactitud de los relojes, en mis manos,
ni el lento columpiar de las campanas.
Nada, ni el perdón,
justifica esta cobardía.
Por Martín Balbuena