A Donald Ray Pollock se le ha convenido ser catalogado como un autor del Gótico Sureño, a pesar de que el escritor de Knockemstiff y El Banquete Celestial sea de Ohio, de un estado norteño. Dicho error, geográfico o iconográfico, literario o de puro prejuicio, puede parecer insignificante. Si al fin y al cabo escribe usando sus personajes, sus dramas, sus dolores ¿Qué más da encerrarlo dentro o fuera de Alabama o Nueva York?
Es más, la prescripción de Pollock a las entrañas del sur americano viene avalada por la retahíla de influencias que suele arrojarse ante sus obras. Que si William Faulkner, que si Flannery O’Connor, que si Harry Crews, que si William Lindsay Gresham, que si Cormac McCarthy, todos escritores que han ambientado sus novelas en los cauces del Mississippi, entre los pantanos rodeados de freaks y rednecks, entre los profusos bosques que esperan a los incautos y los perdidos mientras engendran en su interior los sueños rotos del american way of life.
Pero Pollock no es un escritor del sur. Es un escritor del interior, saltando por encima de la categorización sureña que dilapida las obras de ambientación rural, y asemejándose más a escritores como Chris Offut o Joe Bageant, quien ha definido, como ningún otro, la esencialidad bizarra y dantesca que emerge directamente del corazón oscuro del imperio americano. Ese movimiento racista, radical e ignorante que en Pollock se desarrolla al amparo de dos pueblos: Knockemstiff y Maude, en cuentos y en su primera novela: El diablo a todas horas.
La historia sigue a diferentes personajes a lo largo de los pueblos y carreteras de Ohio. Un padre y su hijo, ambos condenados frente a la implacable enfermedad de una mujer, esposa y madre de estos; una pareja de serial killers decadentes y resentidos que exploran los mapas de Ohio buscando víctimas a los costados del camino; un sheriff corrupto e incompetente que divaga sin solución sobre su carrera; una muchacha fea que se refugia en el perdón de Dios esperando a ser cazada en su inocencia, y un sacerdote con fuertes tendencias lascivas que se remedia en la culpa y el dolor, además, claro, de toda una galería de perdedores y familiares cuyas voces van entrecruzándose en el camino de los protagonistas.
Por lo mismo, Pollock emplea múltiples perspectivas para narrar su historia, a veces, incluso, dislocando la focalización para transitar al punto de vista de otro personaje en el mismo capítulo. Otorgando a una acción, una multiplicidad inmediata que echa luz sobre aspectos y pensamientos de los distintos protagonistas a la hora de interactuar entre sí. Utilizando un lenguaje directo y seco, heredero del realismo sucio y la narración precisa de autores como Dennis Johnson, que va desde las acciones a la cabeza de los personajes, volviendo al pasado a través de flashbacks y fragmentos dispersos para explicar sus diferentes motivaciones.
Dispuestos para una exploración abisal tanto de la religión como del mal, la tentación del vacío y la fatalidad que subyace en las acciones humanas. Hundiendo a sus personajes en una espiral de depravación que los aboca a una maldición heredada tanto por la sangre como por la historia, porque la narración se va extendiendo en dos generaciones, en dos tiempos, y en el contexto de dos escenarios bélicos: la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Vietnam. Situándose en los límites de un Ohio sumido en la psicodelia utópica de los 60, mismas épocas por las cuales transitaba su anterior obra.
Sin embargo, la cercanía temática, formal y discursiva con Knockemstiff se separa a partir de la marcada moralidad que encierra a ciertos personajes. En los 18 cuentos que compone ese primer libro, las acciones por las cuales sus diversos perdedores encuentran un final desolador o ambiguo yace en las mismas pautas que estos van revelando a lo largo del desarrollo del cuento. Esa capacidad para equivocarse, para arruinarlo todo y para volver contra cualquier clase de suerte u oportunidad, está limitada en la novela por la aparición muy clara de personajes moralmente buenos o correctos que estropean el sentido de vulnerabilidad humana que se exhibe a lo largo de las más de 300 páginas que componen la novela.
Dicha vulnerabilidad está trazada a partir de su fe en las cosas y la subsecuente respuesta del caos ante ella. Pero también es la debilidad del deseo y de los pecados del pasado. Del espacio, cuyo ambiente está colmado por la pobreza y la suciedad. Pollock narra una geografía que prefiere las descripciones pequeñas de baños, autos o habitaciones antes que los grandes paisajes. Antes que la belleza, está el sórdido submundo que le tocó habitar.
Pues al final, Pollock no es un hombre del sur. Pollock no creció al lado del Mississippi ni navegó sus aguas buscando el fantasma de Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Pollock no escribe gótico sureño, porque sus historias no son góticas ni son sureñas; son historias violentas protagonizadas por perdedores que se esmeran en superar o escapar de la desdicha de su estirpe. Pollock escribe sobre el Ohio en el que creció y en el que tuvo que sobrevivir, aunque después, ya convertido en escritor, vuelva sobre él para explotar toda la mitología que desborda el interior americano, el universo de almas perdidas que integran el corazón oscuro del imperio estadounidense.
Por Gaspar Maturana
Sobre:
El Diablo a Todas Horas
Donald Ray Pollock
Literatura Random House
2020
336 pp.
Traducción de Javier Calvo