Por una cabeza, de un noble potrillo
que justo en la raya, afloja al llegar
y que al regresar, parece decir
no olvides, hermano
vos sabés, no hay que jugar.
Carlos Gardel
La Agencia Hípica de Quilmes no fue mi primera opción. Después de complicaciones para visitar otros lugares, recordé esa sucursal de la Lotería de la Provincia que siempre veía desde la bicicleta sobre Avenida Yrigoyen, a metros de Las Heras. “Nada más ajeno”, pensé. Y entré. Fui derecho hasta las cajas, una chica primero y una señora rubia después, con mucha simpatía, escucharon mi pedido: quería pasar una tarde observando, para escribir una crónica. Aceptaron sin problema, con gusto y entusiasmo. Un señor, al parecer un cliente regular, se acerca a la caja para apostar. Entonces la señora rubia, Andrea, le pregunta:
-¿A qué hora es la principal de mañana?
-¿Cuál de todas? Porque hay muchas…
-La más importante- le responde.
El hombre consulta una revista de tapa rosa.
-La de las cuatro y cuarto, que corren en Estados Unidos.
Ese es el horario en el que tengo que estar al otro día, primer sábado de noviembre. En lo posible, unos minutos antes para poder ver los preparativos. Agradezco, nos despedimos y quedamos en vernos al día siguiente.
***
Pedaleo hasta el lugar. Cuando llego y dejo mi bici en la parte de adelante, veo que hay otras estacionadas ahí. No soy el único que fue en bicicleta. Saludo a las cajeras y pregunto si puedo ocupar una mesa que está cerca. Me dicen que sí y me siento. Estoy frente a las ventanillas de apuestas, sin entender dónde me estoy metiendo, porque no conozco este mundo. El salón está ocupado, mayormente, por hombres de la tercera edad. A algunos se los ve solos, pensativos. Otros están en grupo. Hay quienes toman cerveza o gaseosa. Quienes prefieren agua son la minoría. Serán menos de cuarenta hombres en total. Como no son muchos, hay mesas desocupadas todavía.
En general, todos están arreglados como para ir a un cumpleaños o salir a comer afuera. Entiendo que esta es su salida, como otras personas van al cine o al shopping. Algunos, muy pocos, están más cómodos, con ropa deportiva. No hay mujeres. Solo hay un hombre joven, de bigote fino: después el público está compuesto por cuarentones, cincuentones y más grandes también. Se conocen entre ellos, se saludan. El ambiente es de camaradería.
El largo pasillo está repleto de mesas cuadradas y verdes de madera sobre baldosas grises. Es un lugar silencioso: apenas se escucha el murmullo de las conversaciones a lo lejos. Cada tanto, alguien alza la voz o se ríe fuerte. Cuento las pantallas a nuestro alrededor: son ocho en total. También hay carteles y pizarrones donde se lee: “MAÑANA LA PLATA 13:30”.
Varios hombres hacen fila frente a las cajas. Son las 16:11. A las 16:12 es la largada, antes de lo previsto. Cuando ven que arranca se van a sentar a sus lugares para mirar. Dos minutos después, la carrera ya terminó. “Ganó el favorito”, comenta uno de los hombres. No entiendo bien este deporte. Ni lo que ocurre en las pantallas ni lo que están apostando mis acompañantes.
Algunos salen a fumar a la vereda en lo que yo llamo “el entretiempo” entre carrera y carrera. Casi pasó media hora y como sigo sin entender mucho de lo que está pasando decido hablarle al hombre mayor que está sentado en la mesa de al lado. Tiene una campera color mostaza, anteojos de marco fino, el pelo canoso y zapatillas deportivas. Pasadas las 16:40 le comento que estoy haciendo una crónica y le pregunto si me puede orientar en general, para entender mejor. Entonces me explica, muy por arriba, algunas cuestiones básicas: “10% del premio va para el jockey si gana”. Se llama Alberto. Me cuenta de él: vive en Wilde, tiene 70 años, dos hijos y también un cáncer de pulmón que le alcanzó el hígado. Eso le generó una trombosis. “Me tengo que pinchar con insulina”, aclara. Puedo entender por qué apuesta. No hay un solo motivo. Me dice que acá puede jugar más tranquilo, que en Avellaneda lo conocen más.
-Yo cobro la mínima, 47 mil, fui monotributista toda la vida.
Interrumpe la charla y se para a apostar cinco minutos antes de que arranque la próxima carrera. Veo que los hombres se pasan la revista rosa de mano en mano: no todos la compraron, entonces la comparten. Leen, analizan los datos, miran números, toman nota. Se ponen los anteojos para ver mejor. Sobre las mesas hay tickets, vasos y botellas. Me llama la atención un señor que observa el detalle de una carrera con una lupa sobre el papel.
Para que pueda hacer un mejor seguimiento, Nora, una de las cajeras, me presta una de las revistas, que llega cada dos días. Cuando la veo, pienso en el almanaque de Volver al futuro II, que vaticinaba los resultados de los eventos deportivos desde 1950 hasta el 2000. Si según la mitología griega los centauros eran seres mitad hombre-mitad caballo aficionados a la adivinación, en la mitología de las apuestas es el hombre quien trata de adivinar, muchas veces sin éxito, qué caballo cruzará primero la línea de llegada. Al terminar la carrera, casi por instinto hago un círculo con lapicera alrededor del nombre del jockey que resultó ganador: William Buick. Entonces me doy cuenta de que fue un error. Miro la tapa: la revista vale $600.
-¡Julián!- me llama Nora -¿Estás escribiendo la revista? ¿Sos pelotudo? No la hubieras escrito…
Me sentí retado, como cuando en la infancia escribía un libro de la biblioteca de la escuela. Me toma por sorpresa la elección del adjetivo porque no suena agresivo, sino que lo pronuncia como si tuviéramos mucha confianza.
-No te preocupes, yo ahora te la pago– le digo.
Le tengo que transferir por Mercado Pago, porque solo se acepta efectivo y no tengo plata encima. Noto a un señor con gorra y anteojos que se parece (o por lo menos a mí me hace acordar) al abogado e influencer liberal Carlos Maslatón. Es el más personaje del lugar: va y viene, habla con la mayoría. También es el que me dio el dato ayer. Entre una carrera y otra, entrevistan a cuidadores en la tele. Ponen repeticiones de la carrera de recién. También entrevistan a un jockey. De a poco, empiezo a entender.
Para la carrera de las 17:00, también en el extranjero, la favorita es la yegua número 6. Son 1800 metros sobre arena. Se paran para apostar. Miran las revistas, analizan los números y se deciden. El ritual es así: unos minutos antes de cada carrera, se arma una mini fila. Un señor con un andador y un billete de 50 pesos en la mano se acerca hasta la caja. A pesar de su evidente problema de movilidad, se esfuerza para llegar a hacer su apuesta.
“¡Vamos el 2!”, “¡Vamos el 1!”, gritan, como si hincharan para equipos contrarios. Casi al final, las número 1 y 2 quedan cabeza a cabeza y por un minuto o más hay dudas sobre cuál ganó. Pasan la repetición, como el VAR en el fútbol, para terminar de definir quién cruzó primero la línea de llegada. Finalmente, resulta victoriosa la 1.
-Estar 10 carreras es guita. Entre la revista, lo que jugás y que te tomás algo, se te van un par de lucas- Alberto hace un balance, como si pensara en voz alta.
-¿Y se gana algo?
-No. Pierdo acá, pierdo allá- me contesta, refiriéndose a Avellaneda.
Se hace un silencio. Entonces habla de la próxima carrera, ya en el Hipódromo de San Isidro:
-Para mí, el 4 no debería perder.
Alberto me dice eso, se para y va a apostar. Ahora que lo recuerdo, pienso en estos versos de “Por una cabeza”, con letra de Alfredo Le Pera en la voz de Gardel: “Basta de carreras, se acabó la timba / un final reñido yo no vuelvo a ver / pero si algún pingo llega a ser fija el domingo / yo me juego entero / qué le voy a hacer”. Cada apostador es su propio caballo de Troya: algunos gastan sus ahorros o sus escasas ganancias en las apuestas. Según un estudio de la Defensoría del Pueblo de la Provincia de Buenos Aires, siete de cada cien personas en Argentina son adictas al juego. En cierta medida, todos apostamos: yo estoy acá porque, de alguna forma, apuesto a que invertir tiempo como observador me va a servir para escribir una crónica.
Mi vecino de mesa jugó $400. La mayoría de las apuestas son de cifras bajas. Me explica que la lotería le cobra el 10% del valor de la apuesta, así que pagó $440. “En Avellaneda no te cobran ese porcentaje”, comenta.
Por hoy ya terminaron las competencias en Estados Unidos. Aunque la carrera estaba pautada para las 17:30, largaron 17:35. “¡Vamo’ Kevin!”, grita un muchacho de chomba azul, entusiasmado. El jockey al que le arenga es Kevin Banegas, que jinetea el caballo número 4. Tiene un cigarrillo apagado entre los dedos. Algo del orden de la ansiedad se le sale del cuerpo, lo supera. Comento que, a diferencia de las yanquis, las carreras argentinas empiezan un poco más impuntuales. Alberto sonríe, pero no dice nada. Está concentrado. Como él predijo, ganó el 4: El Cid Campeador. “Ganó por poco”, analiza.
A las 18:09 empezó la próxima competencia.
-Acá debería ganar el 1, pero carreras son carreras- me dice Alberto.
Algo de su frase me suena tanguero. Le pregunto, para saber más:
-¿Y acá se conocen?
-Lo conozco de vista a él- señala a otro apostador que está cerca -pero no sé su nombre ni ellos saben mi nombre.
Cuando le pregunto si viene seguido, me contesta:
-Vengo dos veces por mes acá.
-¿Y me decías que no se gana?
–No.
Unos segundos después, siente la necesidad de aclarar:
-Igual no juego mucho. No es un buen ambiente este. El 90% de los que están acá son gente mala…
-¿Por qué?
-Son hombres solos. No tienen pareja…
***
Nora, la cajera de rulos y pelo castaño, se queja:
-Es bochornoso, son insoportables. Están desde las 11 de la mañana. Están acá sábado, domingo, día del padre. Este juego no es como los demás…
Comento que no veo gente joven ni mujeres.
-Es un juego muy de hombres. Y de hombres grandes. Ese, el de la gorra, juega un montón- se refiere al que se parece a Maslatón-. Las mujeres están con las maquinitas, en el bingo. Jóvenes, tal vez algún hijo, un nieto…
Nora me cuenta que la agencia está hace 34 años, pero antes estaba al lado. Durante la pandemia, estuvo cerrada por seis meses y tomaban las apuestas por teléfono.
-Mermó mucho con el tiempo, antes era más masivo, venía más gente.
-Si alguien está jugando mucho, ¿lo tienen que reportar o decirle a la persona que frene?
-No, al contrario, jugá, jugá- se ríe Nora.
Después de dos horas y cuatro carreras, junto mis cosas y me voy del lugar. Antes saludo a Nora y Andrea, y después a Alberto, con quien nos damos la mano. Tal vez un minuto más me pueda llenar de esa soledad que habita y consume a esos hombres, la misma que pesa en la angustia del personaje BoJack Horseman: mitad hombre, mitad caballo.
Por Julián Berenguel