No había mejor recompensa durante las vacaciones que asistir a esas largas sesiones de cine en el teatro Italia, sobre todo los miércoles en sus funciones populares, en que daban a partir de las tres las mejores reposiciones de los años anteriores. Esas tardes de suspenso en que veíamos A la hora señalada y Caracortada, entre otras tandas a veces musicales, como Cielo azul y La diosa de la danza, significaba para muchos espíritus dejar que transcurriera el tiempo, olvidados en unas historias que nos llevaban a alejarnos, a vivir unas aventuras que nos trasladaban a otros mundos, a otras quimeras, con mares tropicales, con asfaltos brillantes, con cielos surcados. Desde la oscuridad de la platea, ruidosos como eran esos miércoles, el público casi todo escolar seguía la acción, comprometido con cada suceso que reflejaba la pantalla, si bien a veces colaboraba con su silencio, hecho un paréntesis, en mitigar el peligro en escena a punto de desatarse. El teatro Italia, ubicado en la entonces modesta calle Bilbao, era el típico cine de barrio, cuya propaganda estaba exhibida por los cartelones dibujados a color puestos afuera, visitado cada día por los disímiles espectadores que vivían en torno, gente de clase media inclinada a las comedias de Cary Grant, en que no faltaban las parejas de enamorados, amantes de las sombras, a la búsqueda en las últimas butacas de un lugar propicio para los besos y caricias. En el lenguaje de la época se les llamaba las filas de los cocheros, en alusión a los chasquidos que hacía el auriga para animar a su caballería. Barrido hoy por la modernidad, dicho cine está transformado en un conjunto de pequeños locales comerciales, donde se advierte un taller de reparación de autos que, al mirar hacia adentro, sólo destaca borrosamente el vacío de algo que existió.

 

Addenda

Nunca he sido un cinéfilo sino más bien un espectador de barrio, sobre todo de películas fuera de cartelera, a las cuales debo buena parte de mi formación y, más que nada, el lugar desde donde veo el mundo que me rodea. Sin ellas todo me sería más desolado, fuera de sentido, pues, más que los libros de la historia, relatan el pasado con las imágenes mismas del tiempo. Al margen del teatro Italia, también tengo presente el Dieciocho, el Alcázar, el Carrera, donde cerca vivían unos tíos maternos, dueños de un almacén, que visitaba a menudo. Hoy el teatro Carrera, de vieja data también en la escena, aún se mantiene en pie, vaya a saberse cómo, si bien yace cerrado, oxidado por el tiempo, que todo lo roe.

Por Germán Marín

 

Este texto es parte de Antes de que yo muera, libro de Marín editado y publicado por Ediciones UDP el 2011, cuando Marín efectivamente aún seguía vivo.

Selección y transcripción de M.A. Gutiérrez.