Estamos en París y hace frío. Esta noche, Mariana Enriquez hace una de sus tantas presentaciones de su gira europea en Atout Livre, una librería cerca de la estación de metro. El libro que convoca es Les dangers de fumer au lit (Los peligros de fumar en la cama), que editó por primera vez en 2009 y que ahora se publica en francés por Editions du sous-sol.
El viaje fue corto. Damos comienzo a la noche del 18 de enero en París, atravesando un frío desmedido que entra empujando por cada boca exterior del metro y sopla con un viento helado que nos obliga a sobrecubrirnos la garganta, como cuando en los cementerios es invierno y están altos y sopla el viento. Yo vengo de atravesar un cuadro febril en Sicilia que me dejó en cama, en la soledad de la tos y leyendo la edición de Anagrama de Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, capricho urgente que me enviaron desde las Baleares.
Con J. llegamos a París un día antes, en dos aviones: ella desde su ciudad francesa y yo desde la isla. Una locura de coordinación de horarios y tramoyas que no se terminan de entender pero a las que una accede y va tanteando a ciegas a ver si todo sale bien o qué. En todo caso, J. es mucho más avispada que yo en cuestiones de despegues y subterraneidades, yo observo, registro y confío.
Salimos de la estación metropolitana con mucha ansiedad, con las mochilas de viaje y los bártulos a cuestas y es todo un alivio descubrir que a pocos metros de la avenue Daumesnil está la librería. Días atrás J. me envió un mensaje y el enlace con las fechas de la gira (sí, de rock) de la Enriquez en París y un ¿vamos? al que respondí con posibles horarios y pasajes para llegar a concretar la rencontre avec Mariana Enriquez à Atout Livre le 18 janvier à Paris, una propuesta de Editions du sous-sol a propósito del lanzamiento de Los peligros de fumar en la cama en francés, su primer libro de cuentos publicados en el 2009.
Apenas nos frenamos en la puerta de Atout Livre para pispear desde afuera, a J. solo le da tiempo para decir me meo. Atravesamos el portal; adentro de la librería es de día, afuera comenzó a llover en lo oscuro, contraste extraño de transiciones. A lo lejos vemos a Mariana que habla con dos mujeres, son Manuela Corigliano, su traductora, y Marine Duval, su editora en Francia de Editions du sous-sol. Yo no veo muy bien sin lentes, pero de lejos la distingo. Lo primero que llama la atención de la Enriquez es la manera en que se acomoda los grises tormenta de su pelo. J. pregunta dónde está el baño y seguimos a una chica que atraviesa todo el salón que ya está lleno. Se habla en francés pero también en porteño y en algún español latinoamericano y peninsular. A simple vista, hay una treintena de sillas dispuestas frente a otras tres con una mesita para apoyar libros y agua. Me intento ubicar en una que queda libre pero no me sirve para contemplar la escena y desisto. Cuando J. sale del baño, acalorada y ansiosa, me dice susurrando: le pasé por al lado, y se sienta sin evaluar el asunto. Yo sonrío porque comparto su emoción. Segundos después me ofrecen (muy parisinamente) más sillas y la cosa se acomoda bastante mejor.
La Enriquez aparece con unas botas Bowie azul eléctricas preciosas. De vestido negro, con un anillo en una mano y tres en la otra. Más allá de ser motivo de nuestra búsqueda, todo en Mariana resalta entre los concurrentes y llama la atención. Se cruza de piernas todavía sin levantar la mirada y escucha comenzar a la coordinadora del encuentro, girando levemente la cabeza. Al concluir la presentación, J. es la primera en comenzar el aplauso. Hay algo de la Francia con los modales que es necesario corromper. Por mi parte hice un chiflido, como de cancha mundialista, pero bajito… tampoco vaya a ser cosa que nos echen antes de empezar: hace exactamente un mes que ganamos la Copa del Mundo en la final contra Francia. Elijo creer.
Mariana responde a la primera de las preguntas traducida al oído, la coordinadora hace referencia a la literatura latinoamericana con nuestros Borges, Bioy Casares y Cortázar y le pregunta qué piensa sobre la nouvelle vague de escritoras argentinas. Cuando la Enriquez piensa hace girar los anillos de su mano izquierda y mira hacia abajo, a veces levanta la mirada, otras no. Responde rápido e impulsivamente; hay seguridad en sus ideas y una cercanía que deja de lado el esnobismo academicista al que estamos malacostumbrados. Primero, dice pausándose, es muy generacional, y por otro lado tiene que ver con una visibilidad de las mujeres en la Argentina. Pero lo cierto, también, es que de esos escritores: de Borges, de Bioy Casares… pasaron 70 años… y le da una cadencia a la frasecita tan rioplatense que me estremece. Continúa: Nosotras como nueva generación estamos formadas por Internet, por la televisión, por las series, por otro tipo de literatura, literaturas extranjeras, por los años 70, o sea… todos pasamos la dictadura, es otro mundo casi.., de a ratos, Mariana le pasa el micrófono a la traductora que va apuntando palabras clave en su cuaderno.
Antes de retomar, la coordinadora invita a conocer a las autoras argentinas que también fueron editadas en francés y entre los libros que están exhibidos junto a los de la Enriquez en la mesa de entrada están Camila Sosa Villada, Samanta Schweblin, Eugenia Almeida y Gabriela Cabezón Cámara. Mariana retoma la respuesta haciendo una breve descripción del trabajo de cada una y afirmando: somos todas muy distintas, eso es interesante. Nos llevamos bien, nos conocemos, pero somos escritoras que estamos escribiendo en la misma época, interesadas por temáticas parecidas, pero que no escribimos lo mismo ni temáticamente, ni estilísticamente, o sea, no hay un grupo, no hay una “ola” (nouvelle vague) que sea parecida, sino que hay muchísimas mujeres diferentes. También me parece más interesante eso. Mientras la traductora hace lo suyo y le habla al público francófono, vuelvo a escuchar decir nouvelle vague y me transporto a horas antes, cuando estuvimos en la tumba de Agnès Varda y Jacques Demy en el cementerio de Montparnasse, la más hermosa de todas las tumbas.
Al lado de la Enriquez, apenas centímetros detrás, hay en exhibición un libro de Caravaggio. Es un detalle que me obsesiona: cada vez que pasan el micrófono y mi mirada lo sigue, aparece esta imagen terrible del rostro de Isaac aplastado en el piso por la mano de Abraham. El micrófono sale de foco y toda la atención visual se centra sobre la pintura. Se llama El sacrificio de Isaac (Sacrificio d’Isacco). No recuerdo muchas cosas, casi nada, tengo muy mala memoria, pero por alguna extraña razón esto lo recuerdo. Sacrificio, qué palabra esa. Tenía muchas ganas (y siempre tuve) con respecto al periodismo, de desviarme de la realidad, de romper la realidad, de pensar en otras realidades, de subirle el volumen… Y, también, de alguna manera, como se viven realidades muy duras, devolverles el terror. El periodismo lo que tiene es que se vuelve una especie de loop, siempre la misma noticia… y uno le quita lo terrible que tiene. Entonces, llevarlo al género de terror es como si a muchas de las situaciones reales le devolvieras el horror, dice Mariana. Y mientras habla, la boca abierta de Isaac a punto de ser degollado, una pintura que se desvió de la historia oficial de la Iglesia, una que, según dicen, le valió a Caravaggio el odio de Roma. Pero en la portada del libro no vemos quién le está sosteniendo la cabeza contra el piso antes de clavarle el cuchillo (igual que a un cordero), solo vemos la boca abierta, la desesperación de la mirada, el miedo de un final que sabemos que está ahí, próximo, pero que desconocemos. A mí no me gustan ni los cuentos ni la literatura en general que resuelva los problemas, porque creo que es un poco deshonesto. En la vida no se resuelve nada, a veces uno tiene suerte y se le resuelve algo… nos reímos, asentimos a lo que dice la Enriquez medio hipnotizadas, nos pasa algo rarísimo, odiamos estar de acuerdo, sentimos un tipo de proyección absurda; y, además, nos molesta que las cosas no se resuelvan, lo disfrutamos y lo preferimos.
Es la última pregunta antes de la primera lectura de cuentos, la Enriquez continúa: En general las cosas no terminan, los finales son inciertos, son abiertos, empieza otra cosa, lo otro quedó. Que no se termine esta noche, pienso. Creo que incluso los escritores, tipo Conan Doyle, que escribía Sherlock Holmes y cerraba todo y perfecto, después iba a su casa, hacía el juego de la copa y pedía por su hijo. Y su vida interior era totalmente irracional y lo racional era un artefacto. Además es más honesto como escritor decir “no sé”. Creo que la vida contemporánea es todo incertidumbre, uno cree que sabe algo y a los cinco minutos cambia. Y tengo ganas de darle un feedback a una conversación que no existe pero que en esos momentos siento mía, íntima, como si estuviéramos hablando en el patio de alguna casa o en el jardín de Ocampo, en Mar del Plata, o en la cola de un recital: acomodar la sillita al lado de la suya y decirle: sabés qué, Mariana… y hablar por horas. Pero vuelvo de la disociación, no sé cómo, pero vuelvo. Y: en literatura que me cierren algo… primero, sé que cuando queda abierto da más miedo porque el lector se imagina pero, además, que me cierren algo es como si me lo estuvieran explicando como si yo fuera una niña y me dijeran “mirá, el mundo está bien” (pausa): el mundo no está bien. (…) Me parece que ese explicar mucho en este tipo de relatos es un poco subestimar al lector, me gusta más que el lector contribuya y se arme su propia opinión sobre lo que está pasando, sobre una situación misteriosa.
Marine Duval lee El desentierro de Angelita, uno de los doce cuentos en Los peligros… y a Mariana le preguntan sobre sus obsesiones y los temas que la impulsan a escribir. Entre tantas cosas, vuelve a contar lo que ya repitió en varias entrevistas: el cuerpo y las enfermedades, la adolescencia en las mujeres, los fantasmas, los niños, la desaparición. Temas recurrentes en sus relatos que la Enriquez elabora con un estilo muy propio y brutal. Y la frase: los niños creo que no son ni malos ni buenos pero están enojados, son impiadosos, no van a perdonar a los adultos por lo que les pasa, aclara. Y, claro, nos pensamos a nosotras niñas y a los niños que conocemos, a los niños enojados. Ya no miro el rostro de Isaac aplastado de angustia, ahora solo miro a Mariana que levanta la vista y comienza a relatarnos la historia detrás del cuento Chicos que faltan, que después renombró Chicos que vuelven para su reedición en versión extendida del 2011.
(…) Las hadas, aparentemente, cuando les gusta mucho un chico se lo llevan y dejan otro en su lugar que es idéntico, pero no tanto. El que dejan tiene algún defecto o algo por lo que, sobre todo los padres, notan que no es el mismo. Esa es la definición de lo siniestro y allá (en Gran Bretaña), en inglés, se llama changeling. Yo estaba muy contenta porque había escrito un cuento que no tenía nada que ver con la dictadura, que estaba basado en un mito inglés… o sea, me sentía una escritora borgiana (risas), y entonces me llama por teléfono una amiga mía. A esta amiga, que además es una académica, una dramaturga, sus padres desaparecieron y su hermano también, porque su mamá estaba embarazada en el momento de la desaparición. (…) Ella lo había buscado con mucho entusiasmo y con mucha ilusión y cuando lo encontró, su hermano le cayó mal. Ella lo desconoció, sintió que era el enemigo… no sé. Y me llamó por teléfono y me dijo “éste es un cuento sobre chicos como mi hermano y situaciones como la mía con mi hermano, ¿no?” y yo dije: “otra vez esto… volvemos al trauma”. Y tenía razón ella. Es sobre las dos cosas.
Entonces aparece Alejandra (Pizarnik), aparece porque la invoca la coordinadora diciendo que sus escritos le recuerdan a ella, porque tienen algo de íntimo y poético, de soledad y de angustia. Y Mariana habla de Alejandra, de los miedos de Alejandra: del miedo a perder el control, de volverse loca, de la soledad. Y agrega: creo que las cosas íntimas son las que dan más miedo, por eso la casa es un lugar que da tanto miedo… la familia puede ser algo tan cruel y complejo (…) Entonces, hablar de esas cosas requiere un lenguaje que no es el lenguaje de golpe, patada, sangre… necesita un lenguaje más poético. A Gaspar, en Nuestra parte de noche, a Mariana, a J. y a mí nos gusta leer libros de poesía, aunque nosotras no podemos decir que somos lectoras de poesía, pero la hubo e importante. “[A Gaspar] le gustaban más que todos aunque no los entendiera, porque a veces al leer dos palabras juntas en voz alta, cuando causaban un efecto hermoso, le daba ganas de llorar” (Nuestra parte de noche; 2019). Recuerdo entonces el poema que le escribió Cortázar al fantasma de una Alejandra que habitaba París en Salvo el crepúsculo, su libro póstumo, y que encierra una angustia terrorífica, la angustia frente a la impotencia, frente al dolor de saberla muerta, de que fue testigo de sus miedos y no pudo hacer nada para impedirlos: “quisieras insultarme sin que duela / decir cómo estás vivo, cómo / se puede estar cuando no hay nada / más que la niebla de los cigarrillos”. Y después: “No te vayas, ausente, no te vayas”. Entonces Mariana se gira y mirá un póster que yo no llego a ver, pero sé que observó antes: estaba mirando el póster de Munch, dice. Ansiedad se llama la obra. En noruego es Angst, y tiene casi el mismo fondo del óleo más conocido del pintor. Pero yo no lo veo e imagino la cara del Isaac de Caravaggio reemplazando El grito en el paisaje de Munch. Y sigue: es siniestro y da miedo, pero lo único que pasa ahí es que es un montón de gente triste. Entonces hay algo ahí, a mí me gustaría escribir así. “Me gustaría” dice, modestia aparte.
Marine se prepara para retomar la lectura. Esta vez lee la versión francesa de Dónde estás corazón. Una lectura que guía la conversación hacia el deseo, el sexo, lo erótico y la muerte. Eros y tánatos, dice Mariana.
A mi me interesa mucho el deseo torcido, twisted, digamos. El deseo por los cuerpos imperfectos, incluso el deseo por la enfermedad… porque creo también que hay un exceso de obsesión por la salud que me parece un poco negador de la muerte y en consecuencia de la vida ¿no? Es como perder toda tu vida tratando de no morirte, cosa que es un disparate. A mí me gusta mucho David Cronenberg y toda la idea de la evolución del deseo hacia el fetiche. Me incorporo, porque hasta el momento estuve con los brazos apoyados en la silla. Moverme me hace salir de la hipnosis y pensar en un artículo que escribí meses atrás sobre Crimes of the future de Cronenberg y en la idea de la cirugía como el nuevo sexo. Pienso en las cirugías, primero, en el sexo, después, y en mi artículo. Me siento singularmente lejos de las tres cosas. Vuelvo a apoyarme en la silla.
Desde adentro de la librería no podemos saber si afuera llueve. Estamos a salvo, en el fondo del salón que está lleno cuanto puede estarlo, pero para mí no hay nadie más que J. y Mariana, que continúa hablándonos sobre su infancia y las lecturas de los libros de medicina de su madre. Sigue con la idea: pero en general creo que el sexo y la muerte están muy cerca, de la misma manera que el horror y el humor están muy cerca, porque, por ejemplo, en los dos relatos uno se puede reir de nervios y también porque es gracioso lo grotesco. Nos reímos de nervios y porque es gracioso lo grotesco. Ahora no me siento tan lejos de nada. Nos reímos cuando Mariana afirma con mucha claridad cosas que pueden ser escandalosas mencionadas en otro contexto, cosas duras, trágicas, sin filtro. Con J. hablamos en secreto y hacemos comentarios de apreciación y cariño. No queremos que se termine la noche, no queremos que Mariana deje de contarnos sobre sus obsesiones o sobre cómo percibe el mundo más allá de habitarlo (en general no termina nada), ni salir a la noche al otro lado de la puerta a buscar el metro y decirnos “chau, hasta la próxima”. Necesitamos poder hablar de todo ésto que estamos sintiendo o simplemente mirarnos, intentar comentarlo y no conseguirlo, con eso basta.
Me paro para ver bien porque alguien se sienta en la silla frente a la mía. No importa, mejor estar parada así puedo moverme y cambiar de perspectiva. La coordinadora toma el micrófono y hace una pregunta que en lo personal me atraviesa como una lanza prendida fuego: le pregunta por su abuela. Mariana cuenta que su abuela (con quien vivió en Lanús), era una inmigrante italiana que se asentó en la parte noreste de Argentina, rodeada de misticismo y supersticiones y a quien le encantaba contar historias de terror: a la abuela lo que le gustaba era contar cuentos de miedo y dar miedo. Pienso que a mi abuela (otra inmigrante italiana) no sé si le gustaría o no contar cuentos de miedo, pero que lo sentía, lo sentía. Estaba repleta de miedo y de silencio. Me imagino que una abuela que cuenta cuentos de miedo podría haber sido uno de los tantos caminos a seguir de la mía pero no pudo, o no supo… y ahora ya es tarde. Basta de proyectar. Hago silencio, uno que casi me hace llorar pero no (porque lo que quiero es gritar). En el pecho siento el dije de mi abuela (o de mi otra mamá), lo llevo como amuleto, el único que me protegerá en caso de que me tiren un balazo, estoy segura. Estaba prendido fuego, justo en el agujero por donde había atravesado la lanza que tiró la palabra abuela.
Cuando cuenta una anécdota, la Enriquez se acerca más a la gente, se afloja. Nosotras nos sentamos alrededor del fuego, abriendo los ojos como gatos, mientras la escuchamos hablar y hacer conjuros con las manos. Ahora no hay libros en la librería, hay una voz que cuenta, que es un poco Mariana pero también su abuela: Y el cuento de la Angelita me lo contó ella pero diferente. Ella supuestamente tiene una hermana que murió de bebé, que la enterró la familia en el patio de atrás y a la niña muerta se la escuchaba llorar cuando llovía. Cuando mi abuela me lo contó… Mariana se cruza de piernas y, sin querer, golpea la mesa y tira un libro, levanta la vista como hablándole al cielo y dice “abuela…!”. Nos reímos. Continúa: no me contó que esto ocurría en Corrientes que es lejísimo, como de acá a Escandinavia… porque Argentina es enorme. Y yo pensaba que era en mi patio, entonces cada vez que llovía estaba loca esperando… quería escucharla. De esa historia sale este cuento que es muchísimo más salvaje porque ahí aparece literalmente la nena. Ahora sigo usando a la abuela. Esto es algo que no conté todavía, pero estoy escribiendo un libro nuevo de cuentos. [La abuela] también decía que cuando era joven la había violado un hombre que no tenía cara. Y yo le preguntaba que cómo no tenía cara y me decía que no tenía cara, eso, y no me explicaba nada. Yo no sé si es verdad o es una fantasía de ella o si realmente hubo un abuso y el recuerdo de ella es ese, pero yo estoy empezando a escribir un cuento sobre una mujer a la que le desaparece la cara porque me perturba la idea, es un cuento mucho más adulto en algún sentido, y le pasa el mic a la traductora. Gracias abuelas, pienso. Y me arrancó la lanza.
En la calidez de una librería parisina, en un día de lluvia, serán cerca de las ocho de la noche, quizás un poco más, una chica entre los presentes le pregunta a Mariana sobre su infancia y adolescencia en La Plata. Y qué manera de destapar cosas. J. y yo vivimos en La Plata. Yo estudié en la misma Facultad de Periodismo y Comunicación Social que Mariana, donde ahora ella da clases de narrativas gráficas. No exactamente en el mismo edificio porque después la Facultad mudó la sede al bosque platense, pero da igual. La cosa es que jamás me la crucé (peccato, dirían los italianos) y si me la cruzaba, para la época, tampoco iba a reconocerla, así que también da igual. Mariana cuenta que hizo la secundaria en la escuela católica ubicada detrás de la Catedral neogótica de La Plata. Una escuela que recuerdo bien porque mi primera casa diagonal quedaba a cinco cuadras y siempre pasaba por el frente. Empecé a escribir mi primera novela a los 17 años, en mi último año de la secundaria. Por supuesto no era más católica, eso se me pasó a los 12. La escribí en La Plata, en una máquina de escribir, para mis amigos, y terminó publicada cuatro años después, cuenta. La novela es Bajar es lo peor, a merced del under platense, que lo hay y mucho; aunque a diferencia de mis amigos y colegas de esos años, no lo viví mucho: mi under fue marplatense.. Mariana cuenta una anécdota muy curiosa sobre cómo su papá con un grupo de gente hicieron un estudio para determinar si las torres de la catedral se caerían una vez colocadas, dado que el terreno en donde se levantó la construcción no estaba apto para soportar el peso de semejante armatoste. La conclusión a la que llegaron fue: quizás no se caigan. Yo estaba en la escuela atrás mientras hacían las torres sabiendo que quizás no caían, comentó entre risas.
Una chica que lleva anotaciones en una libreta le pregunta si cuando escribe las historias que le perturban se resuelve la angustia y si ve gente muerta. A la primera, Mariana responde: me siguen dando miedo las mismas cosas. Ese miedo que dan un poco las historias de terror y que al poder contarlas uno le saca un poco de solemnidad, ese es el efecto, se vuelven como menos serias… Pero no es que se van, se vuelven más manejables. En la espera de la segunda respuesta hay risas y expectativa. Dice que no, que no ve muertos y que es una gran frustración porque en su familia casi todas las mujeres ven muertos, incluyendo a mis primas, que te dicen: no vayas a la habitación porque está la abuela fumando. A mí no me pasó nunca. Lo mismo sobre si es iniciada en el ocultismo, qué fantasía. Mariana responde: no, no. Yo soy una voyeur, no me involucro en nada.
Sobre Golden Dawn leí mucho. Es una sociedad secreta británica que elegí para el libro Nuestra parte de noche porque es una sociedad ocultista, pero que tenía muchos escritores: Yeats, un premio nobel de poesía irlandesa; Bram Stocker, el autor de Drácula; Arthur Maher, que es uno de los grandes escritores de terror británicos… O sea, había muchísimos. Y tenían muchas mujeres. Las mujeres en general eran las ilustradoras de los tarots, por ejemplo. Yo sé tirar pero tampoco tiro porque me da miedo. Y cómo son las cosas de místicas que justo antes de saber que iba a conocer a Mariana y mientras leía su última novela, alguien en Sicilia me lleva a conocer a una médium. La cosa, más allá de la anécdota, es que me regala un mazo de cartas de tarot y me dice las cartas de tarot se regalan, no se compran. La verdad es que no tengo idea sobre cartas de tarot, pero sé que hay muchas y muy lindas ilustradas. Las miro, le mando una foto a J. comentándole el suceso y no les dí más bolilla. Días después de París voy a recordar a la Golden Dawn y busco las cartas, no vaya a ser cosa que… Eran. Me habían regalado las cartas de la Golden Dawn. Elijo creer, miro al cielo y digo ¡abuela!.
En Nuestra parte de noche los rituales, por las dudas, los cambié. El ritual está, pero el que está escrito no es el original. Le cambié varias palabras, no sirve. O sea, no lo hagan porque no va a servir. Hagan lo que quieran pero no va a funcionar. Es como decir una oración mal, Dios no escucha. El clímax dentro de la librería es más distendido. Mariana nos hace reír a propósito. J. me dice que quiere preguntarle sobre sus cábalas durante el mundial. No sé cuán oportuno puede resultar preguntar eso en Francia, pero tampoco nos importa un comino la gente. Igual, no me sorprende eso, sino que J. haya cambiado la pregunta. Yo sabía, producto de nuestras charlas interminables, que en verdad quiere preguntarle por Adela, el personaje que primero apareció en La casa de Adela, uno de los doce cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego (2016; Anagrama), el primero de los libros que leímos de la Enriquez. Pero no, quiere preguntar por el mundial. Yo no quiero preguntarle nada. O sí, mil cosas. Pero ahora no pienso en hablar, quiero escucharla todo el rato. Me ponen nerviosa estos momentos de preguntas del público, me dan cringe, no sé. Y también siento como si el público fuese una sola persona y nos tenemos que hacer cargo de las tonteras de los demás o de las ocurrencias de los prodigiosos.
En la segunda fila frente a Mariana hay un jovencito estudiante de letras (creo) que le pregunta sobre los rumores de las adaptaciones de sus cuentos para cine. Mariana responde: están haciendo la película de Las cosas que perdimos en el fuego, está el guión ya escrito y creo que van a empezar pronto. El chico la interrumpe diciendo: ¿puede ser que sea la misma directora que Censor? Sí, responde rápido. Hay un cuento más, que no está compilado, que es Ese verano a oscuras que lo está haciendo Michelle Garza, es una mexicana, es muy creepy ella. De acá [de Los peligros…] están haciendo La virgen de la tosquera, Laura Casabé, que es una argentina y es muy interesante. La serie [de Nuestra parte…] va y viene. Bueno, hay cosas, pero se cae un proyecto, empieza otro. Es complejo porque es una serie de muchísima inversión pero es latina, es en español, y es muy difícil y bastante absurdo hacerla en inglés. Entonces las compañías de streaming todavía no se animan a poner todo ese dinero, imaginate: tienen que hacer el ritual, con el tipo, las garras, las cosas que desaparecen… Todo ese dinero en algo para el mercado latino y en español. Entonces ahí es como más complejo, concluye.
Se da por finalizado el encuentro. La parte formal, digamos. Mariana se dispone para la firma de libros. J. lleva Las cosas que perdimos en el fuego, yo, Nuestra parte de noche. Aunque nos parece rarísimo eso de pedirle a alguien que no te conoce que te dedique un libro. Las dedicatorias son algo importante, íntimo, digamos. Siento que estamos forzando al autor a algo que no nace de su voluntad sino de la formalidad del encuentro. Tengo que dejar de darle peso a estas cosas, que me lo firmé y chau, después me voy a arrepentir. Nos paramos. La gente se iba agolpando alrededor de Mariana y en algún momento se inicia una fila de la cual nos creímos parte pero no lo éramos. Estábamos esperando justo frente a la cara de Isaac, saco una foto del póster de Munch que salió borrosa, y miro a una señora que también esperaba sentada en una silla al lado de la de Mariana y le charla como si la conociera, con una pila de libros sobre las piernas.
Nosotras, además de estar pasadas de revoluciones (como dice mi vieja) y cargadas hasta más no poder, nos sentimos absortas por la presencia de la Enriquez. La fila se hace más larga para el lado contrario y para cuando nos damos cuenta que tenemos que hacerla, éramos las últimas. Anteúltimas, porque detrás nuestro apareció una chica. La que está delante en la fila no está segura si la versión de bolsillo es conveniente como regalo y nos consulta sobre el tema. Intervengo: ¿cómo es la persona?, pregunto. Grande, responde. Entonces regalale el otro que se lee mejor. Sí, tenés razón y gracias. Pienso que también va a ser más grande el julepe, pero no se lo digo.
Veo que la gente está comiendo cositas y tomando vino. Yo me muero de hambre pero no puedo comer nada de lo que hay. Me voy de la fila sin consultarle a J. si quiere algo. Cuando vuelvo me pregunta de dónde saqué eso (un vaso de tinto) y le digo que de allá, de la mesita, y no le pido disculpas. Ella entiende que estoy emocionada y las cosas se me pasan un poco. El problema es que ya estoy bebiendo y J. me trae otro vaso, el segundo. Estamos por llegar y yo ya estoy prendida fuego porque apenas tomo un poco de alcohol la cara se me enciende como si hubiera corrido cuadras y cuadras. Apenas me enojo, apenas me duele, apenas soy feliz, apenas me da vergüenza, apenas cualquier cosa ya soy un tomate y qué manera de deschavarme toda la vida. Sobre todo porque la gente siempre, pero siempre, lo interpreta como debilidad, cosa que me jode mucho.
Nos toca a nosotras y, J. anonadada y yo con la cara bordó, saludamos y hola cómo están, dice. Y alguien que estaba cerca se ríe diciendo mirá cómo tenés la cara de colorada. Y yo pienso que ya sé, claro que ya sé, no puedo hacer nada, gracias por resaltar esta angustia. Y le digo a la Enriquez que no puedo más, que somos muy fans y que no me importa. Y la otra sigue que mirá como tenés las orejas, que mirá como tenés los cachetes. Hasta que la Enriquez dice algo hermoso: vos sabés que yo siento cosas que deberían ponerme así pero no me pasa porque no tengo no me acuerdo qué cosa de la pigmentación. Y fue como un abrazo, porque claro que sentimos cosas. Hay gente que lo maneja mejor que otra, hay gente que hace una lectura más acertada que otra y, después, está la Enriquez. Y como tuvimos la suerte de ser anteúltimas charlamos un poquito más, que venimos de Montpellier y de Sicilia para verte y que soy periodista pero pésima periodista, ya ves. Y si vas a ir a Mar del Plata y todo eso. Nos firma los libros pero no leemos qué pone. Yo me reincorporo porque me había agachado así hablábamos a la misma altura, me daba asco eso de hablarle a la Enriquez desde arriba. Entonces ella también se para y nos dice que nos tenemos que sacar una foto. Ella a nosotras (¡¿qué?!). Estoy tan emocionada que le pregunto si le puedo dar un abrazo. Eso le dije. Me dice que sí sonriendo y yo aprovecho el abrazo. El segundo porque el primero ya había pasado cuando dijo lo que dijo. Nos sacamos varias fotos y cuando nos despedimos, gracias por todo Mariana y chau, la chica que estaba al lado me dice que me tiene que mandar una que tomó con su celular e intercambiamos redes. Ya se habían ido casi todos. Nosotras no queremos, pero no da insistir más con la presencia y nos vamos. Afuera el frío es demencial, llueve un poco. Con J. tenemos que tomar el metro para separarnos. Llegamos a la esquina y le digo que me fumaría un pucho. Hace dos semanas que no fumo, por la tos, pero lo armo y me lo fumo tranquila en la esquina, con J., bajo la llovizna, sin poder decirnos ni una palabra por la emoción.
Llego al aeropuerto sola. No hay nadie. Mi vuelo sale a las siete de la mañana y todavía no es medianoche en París. Pero no hay nadie, cómo puede ser que en todo el aeropuerto no haya nadie. Pasa una máquina de esas que limpia con un chico arriba pero va con los auriculares. Tengo que hablar francés, pero estoy cansada y no puedo pensar. Hablo en inglés, no sé qué digo, ya se me confunde un poco todo. El chico me responde que el aeropuerto está adherido a la huelga general y que no hay nadie. Habíamos sentido lo de la huelga general, pero debía ser al día siguiente, no ahora. Meto el código en la maquinita y me entero que me cancelaron el vuelo. Ningún ser humano para consultarle nada. Le escribo a J. que ya estaba arriba de sus diez horas de colectivo. Todo un lío, un hermoso lío. La huelga general en Francia es en contra de la reforma jubilatoria. Está muy bien, pienso. Gracias abuela, gracias Norma Pla. Y ahora, ¿qué hago? J. me ayuda a sacar otro vuelo, uno que sí despega, también al día siguiente. Tardé no sé cuántas horas en llegar a casa y dos días sin dormir, pero estaba chocha, podía enfrentarme al mundo tranquilamente.
El viaje fue corto pero valió cada segundo de noche. Gracias, Mariana.
* * *
Al momento que escribo esto, sale una crónica espectacular de Mariana sobre Nick Cave y Warren Ellis en su gira australiana, publicada en tapa del suplemento Radar de Página/12, del cual es subeditora. Ella es muy fan de Cave de toda la vida y escribió, entre muchísima data, una cosa hermosa sobre cómo su marido, Paul Harper, la ayudó a intentar darle la mano al príncipe de las tinieblas en su show en Tamworth, y cómo consigue entrar al show en el Opera House de Sydney gracias a las entradas que le facilitó una lectora, a su vez, a través de su amigo sonidista. Una locura de crónica, como las de su libro El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones, editado en 2020, como todo lo de la Enriquez.
Por Carla Duimovich Nigro
Libros de Mariana Enriquez mencionados y editados por Anagrama:
Bajar es lo peor. (2022); Los peligros de fumar en la cama.(2017); Las cosas que perdimos en el fuego. (2016); El otro lado. Retratos… (2022); Nuestra parte de noche. (2019).
Julio Cortázar, Aquí Alejandra en: Salvo el Crepúsculo. (2009). Alfaguara.
Películas mencionadas:
David Cronenberg, Crimes of the future, 2022.
Prano Bailey-Bond, Censor, 2021.