El colectivo no viene. En un balcón, hay una mujer. Está de pie. Un rosario en el cuello. Bata, pantuflas. Parece que también espera.
Le invento una vida. Se llama Rosa. El marido se fue de la casa cuando sus hijos eran chicos. Pero eso no es lo que la inquieta. Ya no le interesa. De hecho, tampoco le importó entonces. Su problema es que ahora Martín y Javier ya no le hablan. No se pelearon, no la detestan, no es una indiferencia deliberada. Tampoco es eventual.
Eso le pasa a Raquel, su vecina. Lorena la llama todos los miércoles y la visita el primer domingo de cada mes. Hace tres años que mantienen ese sistema y a la hija le funciona. A Raquel no. No le alcanza. Se siente un trámite. Un peso que Lorena se saca de encima con el menor esfuerzo posible.
Con Rosa charlan en el pasillo, cuando salen a sacar la basura o a hacer alguna compra. A veces, surge el tema de los hijos y se cuentan las novedades. Rosa inventa, porque no sabe nada de ellos. Ya improvisó tres nietos. Es lo primero que le nace. Y le resulta. Raquel le cree cada palabra. A veces se entusiasma. Dice más de lo que puede recordar. Tiene miedo de equivocar las mentiras, pero se deja llevar. La seduce la posibilidad del deseo. La próxima le va a contar que el más grande empezó primer grado.
El colectivo no viene. La mujer sigue en el balcón. Quieta. El pelo gris. Los rulos cortos, pegados a la cabeza.
Un día Rosa fue al bazar de la avenida. Quería portarretratos. Buscó los que traían una foto familiar de muestra. Eligió hombres que tuvieran algún parecido con ella. Uno con un bebé. Uno con un niño y una niña. Llegó a la casa y tiró los marcos. Lleva las fotos en la cartera, para cuando se cruce a su vecina.
A Raquel, en cambio, no le importa lo que Rosa piense de ella. Le habla de sus problemas con Lorena. Necesita descargarse. A veces llora. Se dice que es una mala madre. Después se retracta. Se enoja. Insulta al yerno. Le echa la culpa. Rosa la escucha y no dice nada. La consume una envidia poderosa. Cambiaría lugares con su vecina sin dudar. Prefiere ser el papelito en la heladera: “llamar a mamá”. O el domingo malgastado. O la queja de sus nueras. Cualquier cosa antes que ser nada. El olvido la deshace.
El colectivo no viene. La mujer sigue en el balcón. Se saca el rosario. Lo cuelga de un clavito en la pared. Besa la foto con la imitación de sus hijos. Piensa en sus posibles nietos. Cree recordar la primera palabra de uno, las salidas a la plaza con el otro. Llora. Se persigna.
Y salta.
Y la bata blanca se abre.
Y la mujer vuela,
la ligereza del cuerpo.
Adivino el placer,
el alivio,
la libertad.
Por Eliana Yunez