Mientras 

La vida es eso que se me pasa
mientras mis manos cada vez se parecen más a la tuyas. 

Arrugas.
Cicatrices.
Nudillos prominentes.
Mientras aprendo a escuchar de tus ojos
que estás orgullosa de mí.
Sin que pronuncies palabra. 

La vida es eso que se me pasa
mientras asimilo mis errores, perdono los tuyos,
y me aferro al dulce temblor de los gritos en casa. 

En el reverso de nuestra única foto escribo
“cambiaría sin dudarlo toda mi suerte en el amor por diez meses de paz contigo”. 

Susurrar tu nombre es invocar un hechizo de hielo y vinagre
en un caldero,
y mezclando tus feroces entrañas con especias del norte,
escupir con rabia las sobras de tus mejores besos.
Mientras las rebaño con gusto. 

La vida es eso que se me pasa
mientras compito contra quién lucha aún abierta en canal.
E imito la hazaña.
La mejoro.
Y aún así nunca gano. 

La vida es eso que se me pasa
Mientras me voy dando cuenta de que parecerme a ti no es castigo,
Es un milagro creciente.

La vida es eso que se nos pasa, mamá.
Mientras competimos en ego,
y nos sangran las costillas.
Mientras nos convertimos en extrañas,
y nos vendamos los huecos.
Mientras me come el miedo a verte ser hija por última vez,
y se nos cierran las heridas. 

Versar, hacerme sangre*

De qué (me) sirve, quisiera saber yo,
Rasgar la piel con palabras afiladas que no hacen ruido
y rellenar con las vísceras cuadernos de líneas torcidas y sangrantes.
Masacre interna que termina con mis armas de mujer
-esas que ondeo como bandera con la cabeza alta,
pero que actúan como rejas altaneras de cárcel impuesta-.
Por coraza, piel reseca y ojos fulminantes bañados en un ego negro que ciega.
Por costumbre, devolver los disparos hirientes con besos al aire.
Por orgullo, disfraz de risa inmaculada y mentalidad todoterreno.
Y presumir ser roca ante los golpes, ante la erosión de las olas de la autocrítica
ocultando la fragilidad de una mente que se agrieta
-tan pronto como se apagan las velas con un leve soplido en los cumpleaños-. 

De qué (me) sirve, erguir la espalda y balancear los temblorosos éxitos de puertas pa ́ fuera,
vestir los lujos del esfuerzo y enseñar las cicatrices de los errores con fingida soberbia
si me ahogan las sábanas al no escuchar aplausos de otras manos distintas a las mías. 

Rendida de agua y luna susurro mi nombre
invocando en secreto a otras más fuertes,
que, por mí, toquen todos los timbres del miedo y salgan corriendo,
que, por mí, se dejen las rodillas en el asfalto
raspando de nuevo la piel hasta crear ciénagas escarlatas.
Entonces se enfrían las lágrimas, y congeladas, se clavan como estalactitas en tu espalda,
-en nuestra espalda-,
así ocultas de miradas que sentencien las autoflagelaciones
para seguir enseñando un pecho lleno de agallas
y un emblema tatuado en la piel que reza:
“seré la mujer que quiera ser porque me lo debo a mí misma”. 

Reflejo de futuro imparable
en un charco de pobrezas de espíritu.
Presencia ruidosa que acalla los juicios
y se recrea en el silencio tras (sus) muros penitentes. 

La loca

Me pregunta la loca de mi casa que si me gusta la tristeza. Yo no sé qué contestarte, loca. Ella afirma tres veces con la cabeza y cierra los ojos. Desaparece. Me deja con la duda. ¿Te gusta la tristeza, niña? 

Yo nunca lloro. Yo lloro siempre. No me gusta llorar la tristeza. Me gusta llorar la rabia, la impotencia, la ira. Esas lágrimas me empoderan. Caen, chocan contra mi pecho y me hacen más fuerte. Escribo con ellas líneas de fuego. Pero las lágrimas de pena siempre me ahogan. Entro en un bucle profundo. No es fácil salir.

La loca de mi casa vuelve. Me recuerda que hay gente que me reclama. Gente que me sabe viva y quiere demostraciones de ello. Pero hoy no puedo. Ella lo sabe, no le importa. Me pide más. Me exige más. La loca me escupe si no me levanto por la experiencia de que la hazaña siempre surge efecto. Sabe que el orgullo es mi talón de Aquiles.

La loca vive en mi casa desde siempre. Cada año se enreda más en mi pelo. Yo lo corto, lo tiño, lo maltrato. Sus uñas son garras y no logro desprenderla. No sé si quiero. La loca vive en mi cepillo de dientes. Ya no uso dentífrico porque una vez me dijo que le salían urticarias al contacto. La loca vive entre los dedos de mis pies, se revuelca entre las pelotillas de mis calcetines negros y se queda a dormir. Se muda cada mañana, por eso a veces no la encuentro.

La tristeza no se me olvida porque la loca me la recuerda cada vez que me miro al espejo. Repite el mismo discurso de orgullosa delgada continuamente, pero sueña con tener cinco kilos más. Se mira la barriga y sólo ve costillas. Aparta la mirada. Tiene los ojos rojos de llorar sus huesos .

La loca aparece cuando estoy sola, la hija de puta. Aunque no siempre que llega alguien se marcha. Entonces, le hago el vacío para que no me tomen a mí por loca, que yo soy la cuerda. Pero ella sigue aquí un rato, desfilando todos los vestidos de la casa. Llamando la atención. Se sabe inadvertida y da golpes en las ventanas.

Me pregunta la loca de mi casa que si me gusta la tristeza. Es una pregunta trampa. Quiere saber si me gusta ella. Yo siempre le miento. 

* Inspirado en el poema “Contra Jaime Gil de Biedma” de Jaime Gil de Biedma

 

Por Sara Bellido Villar

Fotografía de Rui Palha. At Bolhão Market. Porto, Portugal. 2009.