Doña Florentina salió al jardín, cortó unas flores del malvón más grande y juntó unas ramitas secas del pino. Tuvo que pasar por encima del diente de león. Para ella siempre había sido plaga, pero Josefa le atribuía poderes curativos. Ya que tanto le gustaba, arrancó un puñado. Entró y decoró a su hermana que la miraba desde el piso, con esa insistencia que tienen los muertos. Primero, los ojos. Era lo más urgente. Ahí puso las del malvón, eran rojas con negro. Tomó distancia, observó, ladeó la cabeza en el mismo sentido que Josefa. Sí. Quedaban lindas. Luego, en la boca entreabierta colocó las florcitas amarillas del diente de león. Una al lado de la otra, en hilera. Las intercaló con algunas de las hojitas. No. Resaltaban la mueca. Las sacó y las volvió a colocar formando un ramillete. Ahora sí. Josefa iba tomando color. Usó las ramitas del pino para tapar el charco de sangre. En unos días estaría seco y podría completar el arreglo con algunas piñas que ya empezaban a caer. Era la mejor época del año para eso.
Recordó lo que había oído decir más de una vez a diferentes artistas, la clave de la creación es darle aire a la obra, dejarla descansar. Pensó que era como preparar masa de hojaldre. Un doblez y a la heladera. Se le da tiempo, una hora por lo menos. Y ahí, recién, la segunda vuelta. Hay que ser paciente y esperar, para poder ir por la tercera. Lo mismo para la cuarta. Y así, hasta terminar. Josefa era su masa de hojaldre.
El resto de la tarde, se dedicó a contemplarla. Imaginó los mil recorridos diferentes que pétalos, tallos y hojas podrían hacer por las arrugas del vestido, por los pliegues de la piel.
Al día siguiente, se dispuso a terminar el trabajo. Salió a buscar flores blancas, pero no encontró las que quería. Se conformó con unas margaritas. Tomó algunas petunias violetas. Y, para terminar, unas hojitas de menta. Aportarían una frescura original, inesperada. Con mucho cuidado y dedicación distribuyó las petunias sobre el torso y con las otras cubrió las manos. Como toque final, tomó las hojas de menta y dejó que se deslizaran entre sus dedos. Vio cómo flotaban, cómo quedaban por un momento suspendidas en el aire. Luego, poco a poco, caían y perfumaban la muerte.
Cuando terminó, se dio cuenta de que las flores y las hojas empezarían a perder su fuerza y su color. Josefa también. Se marchitarían. Las flores. La hermana. Su obra de arte estaba viva. Como al hojaldre, la dejó descansar. Una hora, mínimo.
Por Eliana Yunez
Fotografía de Edna St Vincent Millay, casa de Mitchell Kennerley, Mamaroneck, Nueva York, 1914.