“Esas imágenes nos abaten porque,
a pesar de que tienen otro rostro y que su
cuerpo está hecho de otro tiempo,
se parecen a nosotros” (p.133)
La primera vez que dejé de esbozar una representación posible del historiador y teórico del arte francés Jean-Louis Schéfer (1938) fue durante la proyección de Danses macabres, squelettes et autres fantaisies (2019). Película documental realizada por Rita Azevedo Gomes, Pierre León y el mismísimo Schéfer, que tuve la oportunidad de ver gracias a la programación de Frontera Sur el año pasado. Fue en ese instante cuando se reveló ante mí la posibilidad de pensar las imágenes desde la afección, artificio que no puede sino corresponderse con el tiempo, el espacio y la experiencia de contemplar en soledad aquella realidad sensible que tiende a materializarse, y por la misma razón, a permanecer en nosotros como espectadores.
Las escenas filmadas de Schéfer mientras teoriza sobre la historia de figuras alegóricas y obras de arte que convergen en distintos museos de París y Portugal, esbozan el semblante de quien, como escritor, busca crear un lenguaje capaz descifrar las imágenes fragmentadas en el mundo. A través de un discurso pragmático, pero por sobre todo emotivo vinculando siempre tiempo y memoria, en Schéfer es plausible examinar una organización de reflexiones que si bien suelen suspenderse en bifurcaciones, nos permiten ser parte de aquellos ejercicios especulativos que desea descifrar mediante el trabajo de observación y percepción. Este procedimiento de pensar mientras se escribe como si fuese un diario o una correspondencia, es una de las cualidades ensayísticas que pareciera reunir el escritor francés y que es posible identificar en la reciente publicación de la editorial Catálogo Libros, “El hombre ordinario del cine” traducido por Cecilia Bettoni (2020) pero publicado originalmente en 1980 en una alianza de Gallimard y Cahiers du Cinéma.
“El hombre ordinario del cine solo dirá aquí algo inesencial: el cine no es mi profesión. Voy al cine para distraerme, pero por azar aprendo más de lo que la película me muestra. (No me enseña que soy mortal; acaso me enseña una invención del tiempo, una dilatación de los cuerpos y que todo eso es improbable. En efecto, no soy un lector de películas, sino su siervo más sumiso y su juez). En el cine, aprendo a sorprenderme de poder vivir simultáneamente en varios mundos” (p.9) Desde la figura del espectador Jean-Louis Schéfer traza su itinerario de escritura. Intentando salir de todo margen teórico, –ejercicio que logra por momentos– se hace indiscutible la naturaleza expresiva y espontánea con la que registra sus reflexiones. Desde la profundidad significativa de imágenes extranjeras que produce la ilusión del cine y sus posibilidades de afección durante la infancia suspendida, el texto se va ramificando en distintas direcciones, sin embargo, conserva una hipótesis central que articula cada una de ellas: “El cine se define por un poder singular de producir efectos de memoria, a través de esa memoria, una parte de nuestra vida se proyecta en los recuerdos que tenemos de algunas películas, incluso de aquellas que nos parecen más indiferentes” (p.11). La escritura, a medida que avanza, sitúa al espectador ante una realidad de percepciones complejas que va hilvanando en concomitancia con el género de terror; el deseo y la fatalidad; cuerpo, tiempo y espacio; y la periferia de los gestos. De esta manera el libro se va articulando en capítulos con una estructura dinámica que permite al espectador/lector, situarse frente a esta pantalla visible y compartir la misma incertidumbre y posibles traducciones de significaciones que el autor expresa sobre el desfase entre el mundo y la acción de las imágenes.
En el primer capítulo titulado “Los dioses”, Schéfer realiza de manera sucinta un análisis formal de treinta y un películas desde The Tramp (1914) de Charles Chaplin a Frankenstein Must Be Destroyed de Terence Fisher (1969). En este apartado el autor elabora con un tono misceláneo que varía entre lo jocoso y lo sensible destellos descriptivos y comparativos sobre personajes monstruosos y repulsivos; las sombras como arquitectura del cuerpo y el espacio; la iluminación y su relación con los objetos; los movimientos de cámara y la solidaridad de los gestos. Lo que sorprende, además de los apuntes, es su carácter estético que da lugar a fotografías en blanco y negro de cada una de las películas que contempla/recuerda, asimismo las identifica con títulos que parecen ser tomados al azar, o simplemente se adhieren al motivo representado. Las reflexiones en torno al secreto de la infancia y los pedacitos de experiencia que recordamos de aquellas películas de antaño que forjaron, de una u otra forma, la apariencia de nuestra vida interior, irán haciéndose presente con mayor vehemencia, intentando crear un espacio de escritura que expone su propio proceso de revelación de emociones que sucumben ante la esencia del cine: “¿Acaso buscamos en la película un segundo centro de gravedad (como si emergiese de nosotros mismos), pero que no podemos localizar inmediatamente a causa de la ilusión ligada a los cuerpos, a los movimientos, a las aventuras que lo dotan de una carne ajena?” (p.109).
El segundo y último capítulo “La vida criminal (la película)” se divide en cinco secciones que sugieren un observación detallada de películas no desarrolladas con anterioridad pero que tienen en común la investigación de diversos criterios: el miedo, la guerra, el crimen, la culpa, y el desenlace fatídico de personajes emblemáticos presentes en: Les disparus de Saint-Agil (1938), Adémaï aviateur (1934), Cuentos de la luna pálida de agosto (1953) Los olvidados (1950), La perra (1931), El golem (1915) entre otras. Schéfer sugiere una relación entre el tratamiento de las películas y la experiencia desestabilizadora que produce el intercambio de afectos al proyectar escenas que tienen relación directa con un tiempo y espacio del miedo, pero también, con el placer y el deseo de lo que anuncia como el crimen en la infancia, y cómo este se revela de manera punzante al comprender que aquellas imágenes nunca acontecieron pero habitan un lugar dentro de nosotros: “El cine o la película ¿Sería ese extraño pasadizo que conduce, más que a una serie de relatos que se despliegan fuera de nosotros, hacia el más profundo repliegue de una vida y una sola imagen interior? ¿Es esto lo que el carácter de la película debiera tocar en nosotros, más que la permanencia y la verdad de los sentimientos que expresamos como respuestas al mundo exterior?” (p.112), del mismo modo es imprescindible que esos afectos originados de una imagen del mundo hecha de desproporciones nuevas e incesantes, sean el soporte de la invención del movimiento cinematográfico, aunque nuestro contexto mute y las imágenes puedan ser inestables, permanecerá el recuerdo como una realidad que reconocemos como una verdad sin evidencia: “Las imágenes nos escogen invariablemente a la misma edad. No es una edad real ni una infancia realmente vivida; más bien, es una especie de transición de la infancia que permanece ligada para siempre al primer encuentro que aquí ha tenido lugar. Ese encuentro podría enseñarnos algo sobre el tiempo, si lo que experimentamos no fuese su desaparición: momentáneamente, estamos sumergidos en dos mundos a la vez”.(p.134) La escritura de Schéfer nos hace descender hasta el interior de nuestros cuerpos, avanzando por inhóspitos senderos a los que arribamos con más dudas que respuestas, pero que ante la representación de lo que para mi significó la apertura de un diario cinematográfico, agradezco inmensamente el impulso de llegar hasta el final de sus apasionados y vertiginosos recuerdos.
Por Luciana Zurita
El hombre ordinario del cine
Jean-Louis Schefer
Traducido por Cecilia Bettoni
2020
Catálogo Libros
244 pp.
$10.900
https://catalogolibros.cl/lecturas/el-hombre-ordinario-del-cine/