El rastro de humo que deja un incendio dibuja paralelos entre las historias del cine. En medio del instante caótico que este accidente genera, hay películas que parecen saludarse ante la plena extinción del peligro. Bajo un primer acercamiento, estas podrían conformar diálogos directos si el incendio es el primer aludido que viene próximo al saludo, ése que las sostiene en cuanto protagoniza la pantalla. Mas, una distancia considerable surge entre ellas cuando esperamos al momento en que el agua apague definitivamente al fuego, una distancia que es innegable y responde a las posibilidades formales que la imagen en movimiento explora desde que se plantó ante nosotros para fascinarnos. Desde sus primeras formulaciones a sus desviaciones instintivas, hay ciertos aspectos en el cine que este incendio bien puede ayudar a comprender, y es que la aparición de un elemento tan deleitante como el fuego sobre una estructura, sobre un objeto o cuerpo, es un espectáculo, una hazaña visual y por sobretodo técnica que se divide en el movimiento y que torna su desplazamiento visible en la pantalla.

En un trazado prehistórico que parte en los primeros cines, este incendio se sitúa tanto como una cita a ciertos tópicos que celebraban el asombro de heroísmos locales en todo tipo de medios, o bien, desde lo fílmico, cuerpos que con destreza se mueven por sobre la superficie de la película, apagando las llamas que paralelamente trazan al humo incontenible, desvaneciéndose pronto frente a la acción. Si, para efectos de este fuego, remitimos a las producciones encargadas por Thomas A. Edison, existen dos películas en las que la aparición del humo guía al cine hacia un temprano dominio de la diégesis.

La primera es Fire Rescue Scene, de 1894. En ella, la filmación nace y muere por el propósito de su propia proyección. Cuando Dickson y Heise, los realizadores de esta película, filmaron a un bombero sobre una escalera rescatando a los habitantes de un hogar incendiándose, contaban aún con la limitación material del soporte, por lo que la película se desplaza hacia un fin natural cuando el bombero descubre que no hay más habitantes a quienes rescatar, y hace el gesto de descender la escalera. Las acciones relatadas anteriormente ocurren en solo un plano durante menos de un minuto, y tienden hacia una estructura que parece indicar que Edison y sus colaboradores estaban a la búsqueda de héroes y finales. Aún así, esta película se abre hacia algo más, y es que no se puede olvidar que durante sus inicios, la técnica experimentó toda cualidad posible en el cine, todo tiempo y materia.

El cine es entonces aún una técnica primitiva que obvia esos escapes de su propia puesta en escena. El humo corre por el cuadro así como la acción aún no conoce más que la apreciación de un fragmento que no finaliza del todo. Hay en él una prolongación que no reconoce a la narración como delimitadora de su propia materia. Una fuga se nos presenta si remitimos a los primeros filmes producidos por Edison, al acrobático movimiento de un cuerpo exhibido frente al oscuro vacío que termina por aislar toda acción y situarla fuera de su contexto.

Y si bien el cine se ha compuesto de pirotecnias aisladas, éste se establece por fuera de la linealidad que habitamos. Cada acontecimiento, alegría o peligro están al nivel del sueño, pues existe una capa que cubre las coincidencias en una dimensión que carece de cierta física palpable, a la vez que se redimensiona constantemente frente a los sentidos, a través de ocasiones de la luz. Por ejemplo, y posteriormente, la explosión en una película de acción es un hito que ocurre tantas veces como se quiera, en ejes horizontales al suyo, un momento que parece detenido por sobre lo eterno de su acontecer. Pero para ello, hay siempre un camino de reinterpretación y regreso.

La segunda película viene a establecerse frente a la primitiva búsqueda de la primera. Life Of An American Fireman, realizada por Edwin S. Porter, en 1903, despliega ya los primeros instantes de vida de una narrativa segmentada, y es que la técnica le ha acercado a su propósito. Las acciones dan claridad a una narrativa que se establece en extensiones voluntariamente limitadas. Con Porter, lo narrativo pone a funcionar este límite a través de cortes en los que existe un inicio y un fin de las acciones. El bombero ahora tiene una premonición que lo lleva a alertarse por la proximidad de este fuego, así como las víctimas de éste son vistas en su desesperación dentro de una habitación por la que el humo corre nuevamente. Los cuerpos y los objetos son dispuestos y se desplazan en función del rescate. Aún así, el azar no es algo que se encuentre completamente sellado o bien, resuelto, en estos primeros filmes de pura ficción, y hay dos elementos en esta película que presencian los ensayos de la técnica. Por un lado, esta película presentó un montaje paralelo, mas no en la noción temporal que comprendemos en el presente. En ese azar que opera en la versión original de Porter, el rescate es visto en dos ocasiones, desde el interior y el exterior de la casa en llamas, uno ocurre tras el otro, repitiendo el momento crucial que daría por finalizada la película. Existe una especie de eslabón perdido previo –por muy poco– a la sagrada continuidad en la que cine operaría pronto. Por el otro lado, y en forma más superficial, el azar es también libre en la salida de los bomberos del cuartel, arrastrados éstos en un coche por caballos que recuerdan a la llegada de un tren, a esas cercanas nociones que los operadores de los Lumière compartían de una cámara que sale a encontrarse con el paisaje anónimo y espontáneo por el que desfila el movimiento, sin centro, sin interrupción.

Frente estas primeras piedras que fundan un devenir narrativo, es evidente preguntarse: ¿Cuál es el propósito del cine? Aunque existiese sólo un propósito y hacerse esta pregunta es innecesario; junto a Porter y previo a él, sí podemos remitir a ese momento histórico en el que el cine sentía carecer de algo, una confirmación necesaria que lograra situarlo más allá de su propia técnica y tecnología. Tras las primeras vistas, los trucos vinieron, gags y moralejas fueron comunes y paralelos al descubrimiento de las técnicas para contar historias. El teatro y la novela redifinirían la palabra encarnada en el gesto; la puesta en escena se amplificaría hacia su dimensión temporal y los pequeños mundos lumínicos habitarían ilimitadamente la pantalla.

Siguiendo a la pregunta anterior –la del propósito del cine–, una respuesta más o menos simple es ser visto, y no habría obviedades de por medio cuando sí hay más preguntas que surgen, ¿Cómo es visto? Uno de los operadores de los Lumiere, Felix Mesguich, parece convencido en cuanto establece lo siguiente: “¿No hay en la naturaleza y en el mundo bellas imágenes por reproducir, por hacer vivir?… En mi opinión, los hermanos Lumiere habían fijado justamente su auténtica dimensión (la del cine). La novela y el teatro son suficientes para estudiar el corazón humano. El cine es el decorado, el dinamismo de la vida, la naturaleza y sus manifestaciones, la multitud y sus remolinos. Todo lo que se afirma mediante el movimiento le resulta adecuado, Su objetivo es el ojo del espectador, está abierto sobre el mundo”.

El cinematógrafo, en su aparición, desplaza los modos de ver hacia una novedad radical. Nace una nueva disposición espacial frente el acto de ver esta sorprendente artificialidad lumínica que desde el proyector destella la vida, una disposición que a la vez es colectiva y rescata a este espectáculo aún precario, reconociéndose en función del goce que aguarda en el ocio. Anterior al pensamiento de Mesguich, en sus primeras proyecciones, el cine comienza a construir una experiencia que reconoce la novedad y el asombro ante la peligrosidad de la imagen en su fulgurante movimiento a través de la pantalla. Y es que, por sus posibilidades de exhibición, el destello del material en su reproducción augura la aproximación del fuego, un fuego que desplaza ciertas miradas hacia el miedo. Noel Bürch menciona que “este miedo era un hecho propio de las capas sociales para las cuales el riesgo no formaba parte de las condiciones normales de la venta de su fuerza de trabajo”. En esta instancia, el cine era entretención para las clases populares. Sus espectadores eran, en muchas ocasiones, obreros expuestos a condiciones precarias de existencia, a accidentes y muertes prematuras.

Así, en esta oscura ceguera de la burguesía en la que el cine es sólo técnica y jamás arte, fuego y humo se reconocen como un peligro amigable, en donde el humo es parte de esa puesta en escena que está por fuera de la pantalla, parte del entorno que recorre la disposición de ver cuando la película ocurre en su propia reproducción, y aunque si bien, esta podría ser una romantización dado el privilegio histórico de situarnos tras estos primeros alcances que a la vista y al cuerpo duelen, hay una relación directa al lugar desde el cual nos situamos como espectadores.

Una película, entonces, se reconoce en el peligro de su propia revisión.

El privilegio de reconocerse posterior a estas primeras funciones, reconocerse frente a una comodidad similar a la del sueño, no quita el que su expectativa genere algo que es inalcanzable e incluso angustiante a ratos. Por un lado, la expresión se comporta como un tesoro, mientras que la acción no parece abarcar con precisión a las imágenes y puede incluso provocar un agotamiento total, pero cuando el gesto aparece, nunca se destruye y el goce se reitera.

En el sentido anterior, no hay resolución que acabe a la vista de nuestros propios contextos, no hay necesidad de precisarla. Si el cine es político, nunca será por mostrarnos eso que una obra cree que negamos, pues siempre habrá modos de abordar que resisten y transitan, y esos modos existen superficialmente en la imagen, ocurren en su alegría nostálgica. Son momentos reiterativamente únicos, pues hay una respuesta que se reduce a la bondad de cada vida que ocurre desde su propio ensayo.

El cine es político cuando reafirma una vida que ocurre mecánicamente en cuanto se reproduce.

A todo lo vivo.

Pareciera que todo miedo desemboca en admiración, y esta es una admiración en la cual la misma vida se agota en su infinito. Es simplemente el hecho de ver que hay una vida continua en las imágenes y que esta no perece. Una vida que nuevamente nace y muere por el propósito de su propia proyección. Y el humo nunca dejará de correr.

Tras esto, y si ahora saltamos varias décadas, exactamente situándonos en el año 1979, Boston Fire, de Peter Hutton, deja que el humo de este incendio nunca se pierda ante nuestra vista. Si existe un límite desde lo establecido por las películas producidas por Edison, este parece diluirse parcialmente, y claro, hay una distancia histórica en la que la categorización de un diálogo entre ambos filmes parecería tomar partido por modos de representar, pero siendo conscientes de estas diferencias, es posible llegar a desentramar una noción mucho más primitiva que ocurre desde donde espectamos. Esta noción ocurre en cuanto una película deshace aquello que es canónico a su formato, o bien, cuando encuentra el placer en la técnica por sobre su mensaje. Esos modos existen en todas estas películas. El humo no dejará de correr nunca. El bombero en Boston Fire es completamente anónimo, lejano y parte de un paisaje que se oculta en la totalidad del humo. En este caso, el humo es el único que genera un arco dramático (si así se quiere), y tras él, sólo hay posibilidades en las cuales la materia es sólo un gesto. La lejanía no opaca ni limita la acción, se presenta en forma mecánica cada vez que un movimiento explicita esa totalidad en la que el tiempo confía. Esto abarca lo que le es total a su propio contexto si desde los primeros filmes encargados por Edison comentamos, pero algo sigue remitiendo a esos primeros azares de un cine en construcción, aquel que también remite a quienes operaron las cámaras de los Lumiére. Son espectros que desean el movimiento de un cuerpo ante la posibilidad de un acto explicativo de sí, y es que el drama de lo humano puede remitirse a estancias que recuerdan lo inexacto de la corporalidad y a lo propio de la acción que se vuelve gesto al no finalizar fuera de su acto temporal, ése que tiene la posibilidad de resguardarse en la imagen para no finalizar.

Por Javiera Cisterna

Foto de portada: Boston Fire (1979) Peter Hutton
Foto en cuerpo: Fire Rescue Scene (1894) William Dickson, William Heise