Nunca he podido amar la velocidad, como experiencia física me da miedo, como síntoma de época me produce repulsión. Para los amantes de la velocidad seguramente la aparición de Ferrari de Michael Mann habrá supuesto una promesa parcialmente incumplida, los fanáticos de la Fórmula 1 probablemente se quedaron con las ganas de ver más carreras y motores llevados al límite de la técnica. 

Pero Ferrari, por más que tenga alguno de estos elementos, se trata de otra cosa, es –y digo esto con un poco de insolencia– una biografía cuyo disfraz es el melodrama, y lo deja en claro desde la primera escena: Adam Driver, Ferrari, despierta con una mujer, la besa y cauteloso se levanta de la cama, cruza el pasillo y ve a un niño durmiendo, al que también besa. Sin hacer mayor ruido sale de la casa, una bella casa de campo a la que tocan los primeros rayos del sol, abre la puerta del auto, quita el freno de mano y lo empuja levemente, unos veinte metros, hasta que ya está suficientemente lejos de la casa para encender el motor y no despertar a nadie. ¡Qué padre de familia! ¡Qué tipo considerado! 

Pero nada de eso, Ferrari llega a la ciudad, a su oficina, y nos encontramos con que lo espera Penélope Cruz, su socia y esposa, con una pistola en la mano, reclamándole alguna desprolijidad financiera que pone en riesgo, nuevamente, el porvenir económico de la familia. La casa de campo, claro está, es de la amante; el niño dormido, un hijo no reconocido. Mann, quizás pecando de pedagogo, nos muestra –como en casi toda su filmografía– que la gente no es mala ni buena sino que responde a contextos e impulsos específicos. Y si Ferrari nos pareció un tipazo y ahora un tipo horrible, es porque justamente puede ser –y es– las dos cosas.

Lo mismo pasa con el personaje de Penélope Cruz, Laura Ferrari, por momentos una arpía despiadada, otras veces sostén de todo lo que se toca. Así como la mirada de Vitalina Varela en la oscuridad se nos queda grabada para siempre, la de Penélope Cruz en el cementerio visitando la tumba del hijo muerto produce lo mismo. Esa tristeza, honda, rumiada más no digerida, la acompaña siempre, en el amor y en la violencia, en la rosca y en el sexo. Al contrario de Enzo Ferrari, Laura sabe que la vida está incompleta y que siempre lo va a estar mientras él intenta, a veces con más o menos épica, seguir construyendo su futuro y su imperio. El dominio técnico de la velocidad parece ser lo más grande que puede controlar, descartado para siempre de una vida familiar estable y sana, con Laura o su amante, con el recuerdo del hijo muerto o el futuro incierto del que está creciendo, con los pilotos muertos y los autos hechos mierda, con las carreras ganadas y los negocios perdidos.

Con Michael Mann siempre se trata de psicópatas. Solo el individuo clínicamente antisocial puede sostener la agresividad del capitalismo y reproducirlo para su conveniencia. El negocio ya no se trata de gentlemans, es de pillos, de despiadados, de los que están dispuestos a pagar la muerte ajena con el éxito propio. Es la gran diferencia que hay entre él y Maserati, “él participa de las carreras para vender más, yo vendo más para poder correr en las carreras”: ya no se trata de más o menos plata, para Ferrari nunca fue ese el dilema, todo es legado. Por eso el hijo muerto con su ausencia cruza toda la película, porque es la imposibilidad del legado; y por eso el hijo vivo, no reconocido, no puede ser aún el legado. El presente le pertenece a Enzo Ferrari y a su imponente, triste y desquiciada existencia, a su quimera sobregirada, a su patio de muertos, a sus amores, odios y desventuras. 

 

Por Miguel Ángel Gutiérrez